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Authors: Lauren Weisberger

Tags: #Chic-lit

La última noche en Los Ángeles (26 page)

BOOK: La última noche en Los Ángeles
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El zumbido del teléfono móvil la devolvió a la realidad. Era un mensaje de texto de Julian, diciéndole que estaba a veinte minutos de casa. Brooke corrió al cuarto de baño, deshaciéndose de la ropa mientras corría, decidida a quitarse los restos de olor a detergente del pelo y las manos, después del arrebato obsesivo-compulsivo de limpieza doméstica que la había asaltado poco antes. Acababa de meterse en la ducha, cuando
Walter
empezó a ladrar con un frenesí que sólo podía significar una cosa.

—¿Julian? ¡Salgo en dos minutos! —gritó en vano, ya que sabía por experiencia que él no podía oírla desde el cuarto de estar.

Un instante después, sintió la ráfaga de aire frío, antes incluso de ver que la puerta se abría. Julian se materializó casi de inmediato entre el vapor, y aunque la había visto desnuda millones de veces, Brooke sintió una necesidad casi desesperada de cubrirse. La cortina de plástico transparente hacía que se sintiera tan expuesta como si se hubiese estado duchando en medio de Union Square.

—Hola, Rook —dijo él, levantando la voz para hacerse oír por encima del ruido del agua y de los ladridos frenéticos de
Walter
.

Brooke primero le volvió la espalda y después se reprendió a sí misma por comportarse de manera tan ridícula.

—Hola —dijo—. Ya casi he terminado. ¿Por qué no me esperas fuera? Eh… coge una Coca-Cola. Ahora mismo voy.

Se hizo un silencio, antes de que él dijera que estaba de acuerdo, y Brooke supo que probablemente lo había herido. Una vez más, intentó recordarse que tenía derecho a sus sentimientos y que no necesitaba pedir perdón, ni dar explicaciones.

—Perdona —dijo, todavía de espaldas a la puerta, aunque se daba cuenta de que él ya se había ido.

«¡No pidas perdón!», volvió a regañarse.

Se aclaró el jabón lo más aprisa que pudo y se secó con más rapidez aún. Por suerte, Julian no estaba en el dormitorio, y ella, furtivamente (como si hubiera en la casa un desconocido que pudiera entrar en cualquier momento), se puso unos vaqueros y una camiseta de manga larga. No tuvo más opción que peinarse a toda velocidad el pelo mojado y recogérselo en una coleta. Se miró fugazmente al espejo, con la esperanza de que Julian viera en el aspecto rubicundo de su cara sin maquillaje algún tipo de fulgor de salud y felicidad, aunque le pareció poco probable. Sólo cuando entró en el cuarto de estar y vio a su marido sentado en el sofá, leyendo la sección inmobiliaria de los anuncios por palabras del
New York Times
, con
Walter
a su lado, se sintió embargada por la emoción.

—Bienvenido a casa —dijo, confiando en que sus palabras no sonaran irónicas. Se sentó al lado de Julian en el sofá, y él la miró, sonrió y le dio un abrazo que no pareció muy entusiasta.

—Hola, nena. No sabes cuánto me alegro de estar en casa; no te lo imaginas. Ojalá no tuviera que volver a pisar un hotel…

Tras marcharse en medio de la fiesta del padre de Brooke, Julian sólo había estado dos noches en casa a finales de septiembre y una de ellas la había pasado en el estudio. Después se había ido a promocionar el nuevo álbum y había estado fuera otras tres semanas, y aunque ninguno de los dos había escatimado en mensajes de correo electrónico, ni en Skype, ni en llamadas telefónicas, la distancia empezaba a parecer insuperable.

—¿Encuentras algo bueno? —le preguntó, mientras se instalaba a su lado en el sofá. Habría querido besarlo, pero no podía desembarazarse de la persistente sensación de incomodidad.

Julian le señaló el anuncio de un «loft de lujo en Tribeca». Tenía tres dormitorios, dos baños, estudio, terraza compartida, hogar de gas, servicio permanente de conserje y posibilidad de desgravación fiscal, para «el mejor precio de Manhattan»: dos millones seiscientos mil dólares.

—¡Mira esto! Los precios están cayendo en picado.

Brooke intentó adivinar si estaba bromeando. Como todas las parejas de neoyorquinos, solían entregarse a sesiones de «porno» inmobiliario los domingos por la mañana, mirando anuncios de pisos que estaban astronómicamente por encima de sus posibilidades y preguntándose cómo se sentirían sus propietarios. Pero algo en el tono de Julian le pareció diferente.

—¡Sí, una auténtica ganga! Deberíamos comprar dos y unirlos, o tal vez tres —rió ella.

—En serio, Brooke. Dos millones con seis es un precio muy razonable para tres habitaciones con todos los servicios en Tribeca.

Brooke miró a la persona que estaba sentada a su lado y se preguntó adónde demonios se habría ido su marido. ¿Era aquél el mismo hombre que diez meses antes había luchado a brazo partido para prorrogar el contrato de alquiler del apartamento de Times Square que ambos detestaban, sólo para no gastar los miles de dólares que les habría cobrado una empresa de mudanzas?

—Ya lo sabes, Rook —dijo él, volviendo a hablar aunque ella no había dicho nada—. Supongo que parece increíble si te paras a pensarlo, pero podemos permitirnos algo así. Con el dinero que está empezando a entrar, podríamos pagar fácilmente una entrada del veinte por ciento, y con las actuaciones que ya tengo programadas y pagadas, más los derechos de autor de las canciones, no tendremos problemas para pagar las mensualidades.

Tampoco entonces ella supo qué decir.

—¿No te encantaría vivir en un sitio así? —preguntó Julian, señalando la foto de un loft ultramoderno, con tuberías vistas en el techo y un aire general de chic industrial—. Es impresionante.

Brooke habría querido gritar que no con cada una de sus fibras. No; no quería vivir en una nave industrial reconvertida. No; no quería vivir en la modernísima y alejada Tribeca, con sus galerías de arte de fama mundial y sus restaurantes de moda, y sin ningún sitio normal y corriente donde tomar un café o comer una vulgar hamburguesa. No; si tuviera dos millones de dólares para gastarlos en un piso, estaba absolutamente segura de que aquello sería lo último que elegiría. Se sentía casi como si estuviera manteniendo aquella conversación con un completo desconocido, teniendo en cuenta las veces que habían soñado juntos con tener una casa antigua en Brooklyn, o si eso estaba fuera de su alcance (como siempre lo había estado), entonces quizá sólo un piso en uno de esos viejos edificios, en una calle tranquila y arbolada, quizá con un jardincito al fondo y un montón de preciosas molduras. Habían soñado juntos con algo cálido y acogedor, preferiblemente de antes de la guerra, con techos altos y mucho encanto y carácter; un hogar para una familia, en un barrio de verdad, con librerías pequeñas, cafés con encanto y un par de restaurante buenos pero baratos donde pudieran cenar con frecuencia; exactamente lo contrario de aquel frío y acerado loft de Tribeca que se veía en la fotografía. Brooke no pudo evitar preguntarse en qué momento habrían cambiado tanto los gustos de Julian y, más importante aún, por qué.

—Leo acaba de mudarse a un edificio nuevo en Duane Street, con jacuzzi en la terraza —prosiguió él—. Dice que nunca había visto tanta gente atractiva junta y que cena en Nobu Next Door algo así como tres veces por semana. ¿Te lo imaginas?

—¿Quieres un café? —lo interrumpió ella, desesperada por cambiar de tema. Cada palabra que oía le preocupaba más que la anterior.

Julian levantó la mirada y pareció estudiarle la cara.

—¿Te sientes bien?

Ella le dio la espalda y se dirigió a la cocina, donde empezó a echar café en el filtro.

—Estoy bien —respondió.

El iPhone de Julian zumbaba mientras él enviaba mensajes de texto o de mensajería instantánea desde la habitación contigua. Abrumada por una tristeza inexplicable, Brooke se apoyó en la encimera y se puso a mirar cómo caía el café en la cafetera, poco a poco, gota a gota. Preparó las tazas como siempre y Julian aceptó el café, pero sin levantar la vista del teléfono.

—¿Hola? —dijo ella, tratando sin éxito de disimular la irritación.

—Perdona. Un mensaje de Leo. Me pide que lo llame en seguida.

—¡Sí, claro! ¡Llámalo ahora mismo!

Ella sabía muy bien que su tono de voz expresaba exactamente lo contrario.

Julian la miró y, por primera vez desde que había llegado, se guardó el teléfono en el bolsillo.

—No, ahora estoy aquí. Leo puede esperar. Quiero que hablemos.

Hizo una pausa por un momento, como si estuviera esperando a que ella dijera algo. Fue como volver de manera extraña a los primeros tiempos de su relación, aunque ella no recordaba haber sentido nunca ese tipo de incomodidad o distancia entre ambos, ni siquiera al principio, cuando prácticamente no se conocían.

—Soy toda oídos —dijo ella, deseando únicamente que él la envolviera en un fuerte abrazo, le declarara amor eterno y le jurara que todo volvería inmediatamente a la normalidad, a la vida aburrida y previsible de los pobres, a la felicidad.

Pero como aquello era extremadamente improbable (y tampoco lo quería, porque habría significado el fin de la carrera de Julian), habría deseado que él iniciara una conversación seria sobre los problemas que estaban teniendo y la manera de superarlos.

—Ven aquí, Rook —dijo él, con tanta ternura que ella sintió que se le inflamaba el corazón.

«¡Gracias a Dios!», pensó. Por fin lo había entendido. Él también sufría por no verla nunca y quería encontrar una solución. Brooke vio un rayo de esperanza.

—Dime lo que piensas —dijo ella con suavidad, esperando que su actitud resultara receptiva y abierta—. Han sido unas semanas muy duras, ¿verdad?

—Así es —convino Julian, con una expresión familiar en la mirada—. Por eso he pensado que nos merecemos unas vacaciones.

—¿Unas vacaciones?

—¡Vámonos a Italia! Hace siglos que hablamos de ir, y octubre es una época perfecta. Creo que podría organizarme para tener seis o siete días libres, a partir de finales de la semana que viene. Tendría que estar de regreso antes de la entrevista en
Today
. Iremos a Roma, Florencia, Venecia… Pasearemos en góndola y nos hartaremos de pasta y vino. Tú y yo solos. ¿Qué te parece?

—Me parece fantástico —respondió, antes de recordar que el bebé de Randy iba a nacer el mes siguiente.

—¡Ya sé lo mucho que te gustan los embutidos y el queso! —le dijo para tomarle el pelo, mientras le daba un codazo—. ¡Carnes saladas y ahumadas, y toneladas de parmesano!

—Julian…

—¡Si vamos a hacerlo, hagámoslo a lo grande! Estoy pensando que deberíamos viajar en primera clase: manteles blancos, champán a discreción y asientos convertibles en camas. ¡Tenemos que cuidarnos!

—Me parece fabuloso.

—Entonces ¿por qué me miras así?

Se quitó el gorro de lana y se pasó los dedos por el pelo.

—Porque no me queda ningún día de vacaciones y octubre cae justo en medio del trimestre de Huntley. ¿No podríamos ir en Navidad? Si salimos el veintitrés, tendríamos casi…

Julian le soltó la mano y se dejó caer contra el respaldo del sofá, mientras exhalaba un sonoro suspiro de frustración.

—No tengo ni idea de lo que pasará en diciembre, Brooke. Sólo sé que puedo ir ahora. ¿Vas a permitir que todo eso nos estropee una oportunidad como ésta? No me lo puedo creer.

Esta vez fue ella quien se quedó mirándolo.

—Casualmente, Julian, «todo eso» es mi trabajo. Este año ya he pedido más días libres que nadie. No puedo ir allí y pedir una semana entera. ¡Me despedirían automáticamente!

La mirada de Julian era fría y acerada cuando se cruzó con la suya.

—¿Y eso sería tan malo?

—Voy a fingir que no has dicho eso.

—En serio, Brooke. ¿Sería lo peor del mundo? Te has estado matando entre Huntley y el hospital. ¿Es tan horrible sugerir que te tomes un descanso?

Todo se estaba descontrolando. Nadie sabía mejor que Julian que Brooke necesitaba trabajar un año más para poder abrir consulta propia, por no hablar del cariño que les había tomado a algunas de las niñas, en particular a Kaylie.

Hizo una inspiración profunda.

—No es horrible, Julian, pero no va a pasar. Ya sabes que sólo me falta un año y entonces…

—¿Por qué no lo dejas solamente por una temporada? —la interrumpió, agitando las manos—. Mi madre cree que incluso es probable que te guarden el empleo, si eso es lo que quieres; pero yo ni siquiera creo que sea necesario. ¡Como si no fueras a encontrar otro trabajo!

—¿Tu madre? ¿Desde cuándo hablas con tu madre de algo?

Él la miró.

—No lo sé. Les conté a mis padres lo difícil que nos resulta estar tanto tiempo sin vernos y ella me dio algunas ideas que me parecieron buenas.

—¿Como la de que yo deje de trabajar?

—No necesariamente, Brooke, aunque si decidieras dejarlo, yo te apoyaría. Pero quizá podrías tomarte un respiro.

Brooke ni siquiera podía imaginarlo. Por supuesto, la idea de no tener que pensar en los horarios, las guardias y la necesidad de hacer tantas horas extra como fuera posible le parecía fabulosa. ¿Quién no lo habría deseado? Pero realmente le gustaba su trabajo y le entusiasmaba la idea de establecerse algún día por su cuenta. Ya había pensado en un nombre para su consulta («Bebé y Mamá Sanos») y sabía perfectamente cómo quería que fuera la web. ¡Hasta tenía pensado el logo! Serían dos pares de pies, uno junto a otro: los de la madre y los de un niño pequeñito, con la mano de la mujer tendida hacia la mano del niño.

—No puedo, Julian —dijo, alargando la mano para coger la suya, pese al enfado que sentía hacia él por su falta de comprensión—. Estoy haciendo lo posible para participar en todo lo que pasa con tu carrera y compartir contigo la emoción, el entusiasmo y la locura, pero yo también tengo una carrera en que pensar.

Julian pareció reflexionar un momento, pero en seguida se inclinó hacia ella y la besó.

—Tómate un minuto y piénsalo, Rook. ¡Italia! ¡Durante una semana!

—Julian, de verdad…

—Bueno, no hablemos más —dijo él, apoyando un dedo sobre los labios de ella—. No iremos, si tú no quieres… o mejor dicho, si no puedes —se corrigió, al ver la expresión de Brooke—. Esperaré hasta que podamos ver Italia juntos, lo juro. Pero prométeme que al menos lo pensarás.

Sin confiar en su propia voz, Brooke hizo un gesto afirmativo.

—Muy bien, entonces. ¿Qué te parece si salimos esta noche? Podemos ir a algún sitio agradable y discreto. Sin periodistas, ni amigos… Tú y yo solos. ¿Qué te parece?

Ella se había hecho a la idea de pasar en casa su primera noche juntos; pero cuanto más lo pensaba, más le costaba recordar la última vez que habían salido solos. Todavía tenían mucho de que hablar, pero podían hacerlo mientras bebían una botella de buen vino. Pensó que tal vez estaba siendo demasiado dura con él y que sería bueno para los dos si conseguía relajarse un poco.

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