La última concubina (44 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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—Creía que no vendrías —susurró la joven.

—No he podido contenerme. No he pensado más que en ti. ¿Cómo voy a ser un buen soldado si tú me conviertes en una mujer?

—Te he echado de menos.

Se quedaron callados un momento, mirándose a los ojos.

—Somos iguales —dijo él—. Tú y yo somos iguales. Todo esto... —Hizo un ademán señalando las murallas , del castillo y las enormes fortificaciones de paredes blancas que se alzaban al otro lado del foso—. Nosotros estamos al margen. Yo voy solo. Tú también. Todavía no sé quién eres, pero eso sí lo sé.

Sachi estuvo tentada de contárselo todo: que era la Retirada Shoko-in, la concubina del difunto shogun, y que había tomado las órdenes sagradas. Que era hija de otra concubina, Okoto. Pero Shinzaemon iba a morir pronto, y ellos no volverían a verse.

—Están todos ávidos de sangre, ávidos de guerra —continuó Shinzaemon—. Sólo yo tengo otra cosa en el pensamiento. Pero... —En la penumbra, Sachi vio cómo le destellaban los ojos—. Así pelearé mejor. Pelearé por ti.

Shinzaemon volvió a abrazarla, y se esfumó todo lo demás. Sólo existían ellos dos, de pie en el puente; la luna brillaba en el cielo y se reflejaba en las aguas del foso. En todo el universo sólo estaban Shinzaemon y ella.

Se acercaban unos pasos. Sachi distinguió unas siluetas que se aproximaban por el camino. Comprendió que la portezuela se cerraría de un momento a otro.

Shinzaemon se sacó algo del cinturón.

—Toma esto —dijo separándose de ella a regañadientes—. Es para ti. Un recuerdo. Es el cierre de mi petaca.

Sachi notó el roce de las ásperas manos de Shinzaemon cuando éste le cerró los dedos alrededor de la pieza de madera. Era pequeña y pesada, como un guijarro, y todavía conservaba el calor de su cuerpo. Se le humedecieron los ojos.

—Tengo que volver —dijo el joven.

—¿Al templo Kanei-ji?

Él asintió.

—En el monte Ueno. El shogun retirado, Yoshinobu, está allí. Somos millares. Tenemos hombres en las montañas tratando de rechazar a los sureños. Estoy impaciente por empezar a cortar carne sureña con mi espada. Devolveremos a Su Majestad al lugar que le corresponde, en el castillo. ¡Será una gran victoria!

La miró a los ojos.

—Será un honor morir en la batalla por mi señor. Pero si sobrevivo, vendré a buscarte.

Sachi asintió. Le temblaban los labios.

—Estaré esperándote, en este mundo o en el otro —declaró.

La joven se dio la vuelta, a su pesar, y corrió por el puente hasta llegar al portal del castillo. Empujó la portezuela, que se abrió con un chirrido. Giró la cabeza y vio a Shinzaemon —una mera silueta— de pie en el puente, montando guardia. Sachi inclinó la cabeza. Él levantó una mano y se alejó.

Una vez dentro del castillo, Sachi abrió la mano. Taki sostuvo un farol en alto. Shinzaemon le había dado un netsuke, una muletilla de madera, en forma de mono. Su año de nacimiento. Sachi se lo acercó a la nariz. Olía a él, a su cuerpo.

Las lágrimas anegaron sus ojos, se desbordaron y se deslizaron por sus mejillas. Si Shinzaemon le hubiera pedido que huyera con él... ¿Qué habría hecho Sachi? Se dijo que no debía ser tan insensata. Se habían despedido. Habían podido verse una última vez. Ya no había nada que esperar sino la muerte: la de él y la de ella.

V

Sachi molió un poco más de tinta, mojó el pincel y escribió unos caracteres con trazos elegantes, dejando que el pincel subiera y bajara como un frailecillo. Debería haber estado escribiendo su poema elegiaco, pero los apasionados versos de la poetisa Ono no Komachi, del período Heian, sonaban con insistencia en su pensamiento:

Yumeji ni wa / Aunque mis pies

Ashi mo yasumezu / nunca cesen de correr hacia ti

Kayoedo mo / por el camino de los sueños,

Utsutsu ni hitote / esas noches de amor no son comparables

Mishi goto wa arazu / con un fugaz instante de ti en tu realidad.

—«Con un fugaz instante de ti en tu realidad»...

Un momento de intimidad. Mientras lo escribía, Sachi creía estar en el puente. Notaba los brazos de Shinzaemon alrededor de su cuerpo, sus músculos apretados contra los de ella; sus labios, ásperos, acariciándole el cuello. El hecho de que quizá no volvieran a verse nunca hacía que todo resultara mucho más doloroso.

Miró a Taki. Habían vivido muchas aventuras juntas. Parecía endeble, y sin embargo era fuerte, indomable, fiable. Era como una hermana para Sachi, lo mismo que Haru había sido para su madre.

Taki la miraba con el entrecejo fruncido.

—Tú no eres ella —dijo con severidad—. No eres tu madre. Eso pasó hace mucho tiempo. Ella era la hija mimada de un samurái. Tú eres diferente. Te criaste en el campo; tus padres eran personas sensatas. No dejes que la historia que te ha contado Haru te confunda.

Entonces sonrió y bajó la mirada.

—Pero ¿quién soy yo para decir eso? —añadió, y se ruborizó—. Mírame. Soy tan insensata como tú. —En voz baja, titubeante, añadió—: ¿Te dio Shin... algún mensaje para mí?

Sachi dio un respingo y respondió:

—Toranosuké te manda saludos y dice que piensa en ti —dijo.

Era mentira, pero necesitaba decirlo. Era lo que necesitaba oír.

Taki asintió, satisfecha. Entonces abrió mucho los ojos, ladeó la cabeza como un pajarillo y contuvo la respiración.

—Escucha —dijo.

A lo lejos se oían pasos. Había gente caminando por las vacías habitaciones; no eran pasitos de mujer, ni zancadas deferentes de cortesano, sino pasos fuertes y decididos, y muchos. También había voces, graves y sonoras. Voces masculinas. Y risas, risas de hombre.

¿Hombres? ¿En el palacio de las mujeres? Eso era... imposible.

Se abrió la puerta. Haru estaba fuera, en el pasillo. La angustia se reflejaba en sus ojos y le temblaban los labios.

—Su Alteza requiere tu presencia de inmediato.

Las mujeres salían de las profundidades del palacio; las más jóvenes parecían flores enormes con sus kimonos de llamativos colores y de amplios faldones; las mayores, hojas de otoño con sus trajes de colores más apagados. Honju-in apareció renqueando, más menuda y apergaminada que nunca. Sólo quedaban dos de sus trescientas damas de honor, todas ancianas. El Cuervo Viejo, la madre de la princesa, también iba arrastrando los pies, acompañada de una sola sirvienta. Sin su pompa y sus lujosos atuendos, parecían sólo ancianas cansadas, de rostro cetrino y surcado de arrugas. Pero en su mirada se adivinaba un fiero gozo, como si ya saborearan una muerte heroica. Sachi creía que habían quedado menos mujeres en el palacio.

Se dirigieron en grupo hacia la gran sala; las pesadas colas de sus túnicas rozaban los tatamis produciendo un sonido parecido al de las olas rompiendo en una orilla lejana.

La princesa y la Retirada estaban de pie en una tarima, al fondo de la habitación. En la pared, detrás de ellas, un retorcido y nudoso cerezo extendía sus ramas, cubiertas de nubes de capullos rosados. Estaba tan bien pintado que, de no ser por el fondo de reluciente pan de oro, podría haberse confundido por un árbol de verdad. El cerezo era un símbolo de vida, pero en las caras de las mujeres sólo había muerte. Estaban quietas como estatuas, y transmitían una serenidad inquietante.

El silencio se apoderó de la habitación. La Retirada se irguió. Tenía el rostro consumido, y sin embargo sus ojos ardían como brasas. Una vena latía en su cuello.

—Señoras, esto es el final del palacio de las mujeres, de nuestro mundo, de nuestro estilo de vida. Nuestro final. Este magnífico castillo, esta vida de belleza que hemos llevado, estas tradiciones que hemos conservado durante siglos, desde los días del primer shogun, el shogun Ieyasu, han llegado a su fin.

»El castillo de Edo... tiene que rendirse. Nos han dado siete días para evacuarlo. Han llegado los enviados imperiales. Han leído los términos de la rendición en la Gran Sala de Audiencias de la ciudadela principal. Llegarán de un momento a otro para pedir nuestra conformidad.

Se oyeron grititos ahogados y sollozos.

—¿Rendirse? —Era la ronca voz de Honju-in—. ¿Quién ha hablado de rendirse? ¡Tú, nuera! —chilló agitando un dedo y apuntando con él a la Retirada—. Tú deberías de ser la última en aceptar semejante ignominia. ¿Entregarnos al enemigo? ¡Jamás! Nos han traicionado. Pero todavía tenemos tiempo. ¡Hemos de matarnos ahora mismo, Señoras!

La Retirada palideció aún más.

—Por orden de Su Majestad el shogun retirado, Yoshinobu —dijo con voz temblorosa—, se nos ha negado el privilegio del suicidio. No tenemos más remedio que obedecer. Debemos abandonar el castillo sin oponer resistencia.

—¡Como perros, con la cola entre las piernas! —dijo Honju-in con desdén. A su edad, podía decir lo que se le antojara—. Ese farsante ya vuelve a hacer trampas. No me extraña.

Sachi apenas podía respirar. El corazón le latía muy deprisa, tenía un nudo en la garganta y respiraba dando pequeñas boqueadas.

Para Honju-in, la rendición era la máxima desgracia, y morir con honor, lo que anhelaba todo samurái. Pero ésta era vieja. Sachi se daba cuenta de que las cosas habían cambiado. El shogun ya no estaba al mando de sus tropas. Se había rendido y estaba escondido, así que ¿qué sentido tenía que el castillo resistiera? ¿Qué sentido tenía pelear y morir por un shogun que no estaba dispuesto a morir?

Miró a la princesa, a la Retirada y a las otras mujeres. La princesa estaba blanca como la cera, tan pálida que Sachi pensó que se desmayaría. Les habían arrancado de las manos el glorioso destino que ellas habían previsto. Había desafío en todas las caras, y sin embargo esas mujeres eran la familia del shogun, estaban ligadas a él para siempre y harían cualquier cosa que él les ordenara. En el pasado habían compartido con él su riqueza, su poder y su gloria. Ahora compartirían su desgracia. Preferían morir.

Sachi entendía todo eso. Pero en lo más profundo de su ser sentía otra cosa, algo tan vergonzoso que apenas se atrevía a admitirlo. Era una especie de alivio. Porque no iba a morir.

El ruido de pasos era cada vez más fuerte; de pronto dejó de oírse, y se abrió la puerta.

Las mujeres bajaron la cabeza, todas a la vez, como si temieran que si veían al enemigo, aunque sólo fuera un instante, se convertirían en piedra. Ningún hombre, aparte del shogun, les había visto la cara. Era impensable permitir que esos odiosos intrusos las violaran con sus ojos. No tenían que emitir ni un solo sonido: ni un sollozo, ni un gemido. Al menos conservarían su orgullo. Pero aunque miraban al suelo, tenían el vello de la nuca erizado. Todas estaban decididas a que el arco de su espalda no transmitiera respeto, sino desafío.

Sachi miraba con fijeza al suelo mientras los hombres entraban, arrogantes, hablando con un tono de voz muy alto, inapropiado en una habitación tan silenciosa. Una complicada mezcla de olores entró con ellos. Sachi distinguió un delicado perfume que recordaba el de la corte imperial; eso significaba que entre aquel grupo había enviados imperiales. Pero lo enmascaraban otros olores más primitivos: el hedor a sudor mezclado con humo de tabaco, a cuero, a caballos, a ropa sucia. Era el olor de los samuráis de rango inferior. Sachi arrugó la nariz cuando el penetrante olor del aceite de clavo entró por sus orificios nasales. Era el aceite que se utilizaba para pulir las espadas. ¿Cómo podía ser? Eso debía de significar... ¡Ni unos rufianes como aquéllos podían ser tan ignorantes para entrar armados en el palacio de las mujeres!

Sachi se había mezclado con hombres en sus viajes, pero aquellas mujeres llevaban veinte o treinta años, o incluso más, sin ver a un hombre; y en todo ese tiempo, a los únicos que habían visto eran el shogun, que iba siempre exquisitamente perfumado, y los jóvenes príncipes. Para ellas, el contraste entre esos días de cultura y belleza y la desalentadora realidad del presente debía de resultar casi insoportable.

Una áspera voz gruñó, con un acento del sur tan extravagante que resultaba casi imposible entenderla:

—Bueno, aquí estamos... Señoras.

Las mujeres estaban paralizadas. Se oyeron unos pocos grititos estrangulados, unas pocas risitas ahogadas. Aquel hombre ni siquiera conocía el lenguaje que había que emplear para dirigirse a las damas de su categoría. Y pensar que ésos iban a ser sus nuevos amos... Fueran o no los vencedores, que unos hombres tan vulgares pusieran un pie dentro del palacio y miraran a las mujeres más poderosas del país, lo bastante hermosas para haber sido elegidas para vivir en el palacio del shogun... Si Sachi no hubiera estado allí, jamás lo habría creído. Antes de esa guerra, los hombres como aquéllos jamás habrían podido soñar con encontrarse en semejante sitio. El que acababa de hablar parecía, incluso, un poco atemorizado, como debía ser.

—A partir de ahora, el castillo de Edo pertenece al emperador... —Era uno de los enviados, y hablaba en el idioma formal de la corte—. El castillo ha de ser entregado a las tropas imperiales. Tomaremos posesión, de él dentro de siete días. Las damas tendrán que marcharse.

—Cuando lleguemos, esperamos encontrarlo vacío —añadió otro—. Las damas recibirán alojamiento adecuado fuera del castillo. Permanecerán recluidas, bajo nuestras órdenes.

—Antes tendrán que matarnos. —La voz de la Retirada era clara y aguda como una astilla de hielo—. Éste es nuestro hogar. Si queréis que nos marchemos tendréis que sacarnos por la fuerza. Nosotras mismas nos quitaremos la vida.

—Disculpadme, Señora. —Era la voz de la princesa. Eligió sus palabras con cuidado, y habló con calma y con dignidad—. Me encargaré personalmente de que se cumplan vuestras órdenes. Me someto a la voluntad de Su Excelencia, mi sobrino, el Hijo del Cielo.

Una garza real graznó en los jardines. El aroma de la primavera se filtraba a través de las gruesas hojas de pan de oro de las paredes, impregnando los más oscuros rincones de la gran sala con el olor a tierra, a hojas húmedas, árboles y plantas en flor. Había sido un día fragante de primavera como aquél cuando Sachi había visto por primera vez a Su Majestad, el difunto shogun, en los jardines. Notó un espasmo en la garganta al recordarlo, y tragó saliva.

Unas ásperas voces masculinas sonaron al otro lado de la habitación.

—Justo a tiempo para ver florecer los cerezos.

—Una suerte, ¿verdad?

Las mujeres estaban arrodilladas, mirando, desafiantes, el tatami. Aquello era un cruel recordatorio de que todo estaba a punto de cambiar. Cuando los capullos de cerezo hubieran florecido, todas se habrían marchado.

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