La última concubina (48 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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Las explosiones parecían provenir de la más pequeña de las dos colinas. A través de la niebla, Sachi veía destellos blancos, de un brillo cegador, y oía el zumbido de los proyectiles. Las explosiones sacudían el cielo. Sachi veía cómo los proyectiles se estrellaban, lanzando maderas y tejas y cuerpos por los aires. Empezaban a verse incendios entre los aglomerados tejados del valle que separaba las dos colinas. Aquí y allá, lenguas de fuego lamían los edificios rojos del templo del monte Ueno.

Entonces hubo una serie de destellos al pie del monte Ueno, y el cielo se llenó de chisporroteos. Los resplandores y los estallidos parecían un gigantesco e interminable espectáculo de fuegos artificiales. Hechizada, Sachi escuchaba y observaba, mirando con toda la atención de que era capaz. Estaba empapada de la cabeza a los pies, pese a la sombrilla de Taki. A través del rugido de la lluvia oía el golpeteo de los tambores de guerra, el lamento de las trompetas, el lejano clamor del metal contra el metal. Los sureños estaban intentando tomar el monte Ueno. A lo lejos, Sachi distinguió unas figuras: eran hombres peleando, diminutos y lejanos, pero muy bien definidos. Sachi habría dado cualquier cosa por tener su alabarda en las manos, por pelear al lado de la milicia. Pero allí estaba, atrapada, sin nada que hacer más que contemplar, impotente, aquel espectáculo. Miró hacia el portal y hacia el puente, cavilando. Tenía que haber alguna forma de ayudarlos.

Al otro lado del foso, una turba de gente había aparecido de la nada. Llenaban las calles, inmóviles y silenciosos, y miraban hacia donde estaban el humo y el ruido.

La batalla se prolongó todo el día. Las volutas de humo crecieron, hasta que la ladera de la colina se vio envuelta en una blanca y densa cortina, aunque Sachi todavía veía destellos que parecían rayos a través de las nubes. Luego, por la tarde, dejaron de oírse cañonazos. Se produjo un silencio sepulcral. Hasta las chicharras habían interrumpido su estridente canto.

Entonces se alzaron las llamas. El viento las avivaba y hacía que las chispas saltaran como fuegos fatuos, prendiendo fuego a los tejados. Los templos de la ladera y las endebles casas de madera del valle se incendiaron.

Se oyó un rugido, como si un dragón hubiera abierto la boca y hubiera lanzado una lengua de fuego. Desde el parapeto, Sachi vio que las llamas avanzaban hacia ellos; el calor le abrasaba la cara y el humo le producía cosquilleo en la nariz y le llenaba los pulmones. La gente que estaba apiñada en el parapeto empezó a bajar los escalones, tosiendo y asfixiándose, derramando lágrimas, tapándose la boca y la nariz con pañuelos. La ciudad entera estaba en llamas.

Taki la agarró por un brazo e intentó llevársela, pero Sachi se soltó. La pared de fuego avanzó hasta el río, y luego saltó a los terrenos de Goji-in. Pero los amplios y vacíos terrenos actuaron como cortafuegos, y las llamas disminuyeron, dejando chispas que danzaban como luciérnagas y un ardiente mar de cenizas y escombros.

Sachi sabía que tenía que llegar al campo de batalla; necesitaba averiguar qué había pasado, quién había ganado la batalla. Debía de haber allí heridos que necesitaban ayuda. Y muertos, muchos muertos. Sobre todo, necesitaba buscar a Shinzaemon.

Miró hacia abajo y contempló la humeante ciudad. Se pondría ropa sencilla, de chonin, o de samurái. No se llevaría nada con ella, ni siquiera el michiyuki. Sólo un poco de dinero, o algo que pudiera vender.

El anciano estaba de pie a su lado. Todos los demás se habían ido. Sólo se había quedado Taki, pálida y demacrada; tenía los ojos muy abiertos.

—Señora —dijo el anciano. Tenía el rostro inexpresivo, pero había un atisbo de algo (lástima, quizá comprensión) en sus ojos—. Mañana estaré de guardia.

Sachi lo miró, sorprendida. No podía creer que lo hubiera oído bien.

—¿Mañana? ¿En esta casa?

—Todos los sureños que hay en la ciudad están allí luchando —dijo—. Nos han encargado custodiar esta casa.

—¿Estás diciendo... que aquí no hay guardias sureños?

—No. A una dama refinada como vos no le interesarán esas cosas, por supuesto. Vos ni siquiera saldríais de las dependencias de las mujeres, me imagino. Pero si un par de desconocidas se escaparan... Bueno, seguramente yo ni me daría cuenta. Ya no tengo muy buena vista. Y tampoco oigo muy bien.

Sachi esperó a que los primeros rayos de luz atravesaran las persianas, y entonces, sin hacer ruido, se levantó de la cama. Se recogió el cabello en un simple moño y se puso un sencillo kimono de verano de color añil. Era la primera vez desde hacía muchos años que tenía que peinarse y vestirse sola. Casi había olvidado cómo se hacía. Cogió la muletilla de Shinzaemon, que había escondido bajo las sábanas. La cara del mono tallada en la madera la miró con complicidad, como si también pensara que había llegado el momento de marcharse. Sachi se la guardó en el obi, recogió sus escasas pertenencias e hizo un fardo con ellas.

Contempló su alabarda con tristeza. Era demasiado larga y aparatosa. Tendría que dejarla allí. Pero se puso varias horquillas en el pelo y la daga en el obi.

Había planeado escapar sola, pero debería haber previsto que, por muy temprano que se levantara, Taki se despertaría también (aunque se enfadó porque no había tenido tiempo de ayudar a Sachi a vestirse). Y no sólo eso: por lo visto, Haru también había notado que tramaba algo. Al poco rato, las tres estaban al otro lado de las puertas, corriendo por el puente; parecían tres chonin normales y corrientes.

Los muros junto a los que caminaban estaban manchados de hollín; las tejas, chamuscadas y rotas. Unos árboles inmensos, carbonizados, alzaban sus ramas hacia el cielo. Aquí y allá se veían ruinas renegridas; parecía mentira que fueran edificios donde antes vivían seres humanos.

Sachi se volvió hacia sus dos acompañantes. No se había atrevido a decir nada mientras estaban en los jardines de la mansión, por temor a llamar la atención.

—Volved —les dijo en voz baja—. Os libero de vuestras obligaciones. No os necesito. No puedo responsabilizarme de vosotras. Será mejor que os quedéis. Esto...

Hizo un ademán hacia el desolado escenario que se abría ante ellas; el acre olor a ceniza mojada les producía un cosquilleo en la nariz. Había parado de llover, al menos de momento. El sol apenas había ascendido en el cielo, pero ya hacía mucho calor, y Sachi estaba empapada de sudor. El agua que formaba charcos en la calle se evaporaba rápidamente, formando vaho. El incesante canto de las cigarras hendía el aire.

—Eso tengo que decidirlo yo, Señora —dijo Taki mirándola a los ojos—. Voy con vos. Ya debiste de saber que lo haría.

Tenía los labios y las cejas fruncidos en un gesto de determinación. Se había vestido tan deprisa que llevaba el nudo del obi torcido.

Sachi meneó la cabeza y miró al suelo.

—Ya no soy tu «Señora» —dijo—. ¿No lo entiendes? Ya no soy la Retirada Shoko-in. Soy Sachi. Sachi, sin más.

Haru miraba alrededor con los ojos como platos, mordiéndose los labios. Envuelta en un sencillo kimono de verano, parecía asustada, emocionada y preocupada, todo a la vez, como una cría que se hubiera escapado de casa, o una prisionera que se hubiera librado de una sentencia de muerte. Era la primera vez que salía a la calle desde hacía dieciocho años.

—Estoy unida a ti para siempre —dijo en voz baja—. Eres lo más parecido a una familia que he tenido jamás. Si vas al monte Ueno, yo iré también. No pienso perderte ahora. Además, allí quizá haya hombres que necesiten ayuda. He cogido tela para hacer vendas.

Sachi suspiró y meneó la cabeza. Ya nada importaba. Sabía qué tenía que hacer, y estaba decidida a hacerlo. Si ellas querían acompañarla, no podía impedírselo. Tenía el presentimiento de que iba a haber mucho trabajo que hacer allí. Si Taki y Haru estaban con ella... Tenía que admitir que sería un consuelo.

—Rápido —dijo.

No tardarían mucho en descubrir que no estaba en la mansión. No estaría a salvo hasta que se hubiera perdido en las entrañas de la ciudad.

Fuera de los altos muros, se sintió pequeña y vulnerable, y al principio trató de ocultar su rostro. Pero al poco rato, el horror del espectáculo la abrumó tanto que sólo podía pensar en llegar a la colina.

Sachi había imaginado muchas veces, de pie en lo alto del parapeto, que cruzaba el foso y echaba a andar por la calle. Había calculado que si lo dejaba a sus espaldas y tenía el sol a la derecha, caminaría en la dirección correcta. Pero ya estaba fuera, rodeada de los muros calcinados de las residencias de los daimios, que le impedían ver, y le costaba orientarse. La calle descendía por una colina y subía por otra, discurriendo junto a grandes y silenciosas residencias, hasta que llegó a la orilla de un río. En la otra orilla había un páramo de escombros renegridos, los restos del incendio, y, detrás, la colina que Sachi había contemplado con tanto anhelo.

La lluvia había impedido que el fuego se extendiera demasiado lejos. Aun así, habían desaparecido barrios enteros de la ciudad, consumidos por las llamas o desmantelados por los bomberos. Había unos pocos edificios, sólidos, de paredes de arcilla, que seguían en pie, como dientes sanos en una boca llena de agujeros. La gente barría las cenizas y retiraba los escombros. Habían puesto los cadáveres en hileras; estaban tan calcinados que se habían reducido al tamaño de muñecas. Parecían troncos quemados y no seres humanos.

Las tres mujeres se metieron la orilla del kimono en el obi y avanzaron entre montones de cenizas y maderos. Al poco rato tenían las piernas negras y la ropa salpicada. De vez en cuando, Sachi alcanzaba a ver la colina más allá de un montón de escombros o a través del hueco que habían dejado, las casas al derrumbarse. Pero no tardaron en encontrarse en medio de una multitud, tan densa que aunque hubieran querido ir en otra dirección, no habrían podido.

Mujeres jóvenes y ancianos con bebés atados a la espalda deambulaban como sonámbulos, con la mirada extraviada. A veces se oía llorar, a un bebé. Los vendedores ambulantes anunciaban sus mercancías; vendían comida y se aprovechaban de la catástrofe para obtener un beneficio. Pero la mayor parte de la multitud avanzaba en silencio.

Al acercarse a la colina, Sachi, Taki y Haru oyeron el rítmico e insistente tañido de unas campanillas; era el sonido de las oraciones que ascendían hacia el cielo. Un hedor nauseabundo empezó a extenderse, débil al principio, pero cada vez más intenso. Unos se tapaban la boca con las mangas, mientras que otros sacaban pañuelos y se los ponían sobre la nariz, o se los ataban tapándose la cara. Algunos se paraban de golpe, o se daban la vuelta, pálidos y ojerosos, y echaban a correr. Olía a matadero: a sudor, a sangre, a excrementos, a carne putrefacta; el penetrante olor de la muerte.

Sachi sintió náuseas; cogió su pañuelo y se tapó con él la nariz y la boca. Hubo un momento en que sólo pensaba en huir de allí. No había imaginado que sería así.

Unos soldados de tez morena montaban guardia, armados con rifles. Llevaban el uniforme negro y los altos cascos cónicos de los sureños. Detenían a la multitud, y la hacían dar media vuelta.

—¡Deteneos! —bramaban—. No se puede entrar. Está prohibido.

La gente empujaba contra el cordón, tratando de pasar. Sachi vio que había unos bultos amontonados en el suelo, al pie de la colina. Incluso desde lejos distinguía el negro de su cabello, el blanco de sus caras y los reflejos de sus haori de color azul claro.

Al pie de la colina discurría un riachuelo. Estaba lleno de cadáveres; también había cuerpos colgando de las tres pequeñas pasarelas que lo cruzaban. Más allá, una grieta bordeada de escarpadas paredes rocosas excavada en la ladera de la colina desparecía, tras doblar una esquina, hacia los terrenos del templo. Había una empalizada que impedía el paso. Era la famosa Puerta Negra. Las enormes puertas dobles colgaban de los goznes; los postes y las vigas transversales estaban destrozados y tenían agujeros de bala. Unos soldados con uniforme negro iban de un lado para otro apartando cadáveres como si fueran leños. Un par de soldados pasaron con un camarada al hombro. También había algunas mujeres que deambulaban en silencio.

La gente empezó a gruñir.

—¡Eh! Allí hay mujeres. Dejadnos pasar a nosotros también.

Un anciano, delgado y encorvado, con unos pocos pelos blancos en la barba, suplicaba a los soldados:

—Habéis ganado, eso ya lo sabemos. Al menos dejad que nos llevemos a nuestros muertos.

—Esos traidores se quedan aquí —le contestó uno de los guardias—. ¿Os habéis creído que podéis rebelaros contra el gobierno? Son traidores al emperador.

—¿Gobierno? —se burló alguien de entre la multitud—. ¡Unos impostores!

Pero el anciano seguía tratando de aplacar a los soldados.

—Tú también tienes padre, joven —dijo con voz ronca—. ¿Cómo crees que se sentiría él si fueras tú el que estuviera allí? Al menos déjame ver si mi hijo está allí.

Los soldados discutieron el asunto. Uno cedió.

—Está bien. Tú, tú y tú. Pero no olvidéis que ayudar a esos criminales está castigado con la muerte.

Sachi, Taki y Haru se colaron con el anciano y unos cuantos más antes de que los soldados volvieran a cerrar filas.

Más allá del cordón, el suelo estaba cubierto de cadáveres. El olor era insoportable. Al principio, Sachi no podía mirar. Pero luego se obligó a hacerlo, y vio que algunos cuerpos estaban destrozados, reducidos a pedazos de carne que ni siquiera parecían humanos. Otros se habían suicidado y yacían con el vientre abierto. Los intestinos salían de las heridas abiertas. Algunos muertos no tenían más de quince o dieciséis años. Había piernas larguiruchas dobladas en ángulos increíbles, delgados brazos retorcidos o rotos. Algunos no eran más que masas ensangrentadas. Unos jóvenes escuálidos que ni siquiera habían acabado de crecer yacían congelados por la muerte.

Horrorizada y mareada, Sachi pasó por encima de hombres que yacían donde habían caído, con la cabeza o el vientre destrozados. Algunos, en un gesto patético, se tapaban con las manos las heridas, de las que colgaban trozos de carne, como si antes de morir hubieran intentado aguantar, detener la hemorragia. Otros parecía que se hubieran dado la vuelta para huir y que les hubieran golpeado por la espalda. Pero la mayoría estaban tendidos boca arriba. Habían plantado cara al enemigo hasta el final.

Las mujeres se quedaron un momento quietas conteniendo la respiración, abrumadas por aquel horror, preguntándose qué podían hacer, por dónde podían empezar. Los mosquitos las acosaban, picándoles en los brazos y en las piernas; pero estaban tan aturdidas que ni lo notaban.

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