La última concubina (46 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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—Tenemos órdenes de registrar las cámaras —dijo Daisuké.

Sachi detectó una nota de disculpa en su voz. ¿Incluso las cámaras de la princesa? No podía ser. Ni siquiera esos groseros sureños podían ignorar las normas del decoro hasta ese punto.

Daisuké dio unas palmadas, y aparecieron unos mercaderes dando tímidas cabezadas. En los viejos tiempos, las sirvientas de las sirvientas habrían salido a las puertas del palacio para atender a semejantes criaturas. Esos hombres jamás habrían podido soñar con poner un pie en el sacrosanto recinto del palacio. Si hubieran pensado siquiera en ello, les habrían cortado la cabeza.

Pero allí estaban, con su atuendo de mercaderes, sosos y torpes, como requerían las normas, pero con un destello de oro en los puños, para recordar que, pese a su gran humildad, eran inmensamente ricos. Entraron temblorosos, de rodillas, rozando el tatami con la nariz, inclinando una y otra vez la cabeza. De vez en cuando se volvían para echarle un vistazo al prohibido interior y a las aún más prohibidas mujeres. Ellas se apartaron y giraron la cabeza, tratando de ocultarles la cara a aquellos vulgares ojos.

Unas sirvientas iban detrás de los mercaderes con unos rollos de seda.

—Para que vuestros días de reclusión sean más soportables —dijo Daisuké, y les ofreció los regalos a Haru y a Taki.

Una de las sirvientas llevaba una caja de madera de paulownia, exquisitamente tallada, con unas mamparas de papel en unos marcos de madera de palisandro. Dentro había un pajarillo marrón, acurrucado. El pájaro ladeó la cabeza, parpadeó y cantó una lastimera melodía, lenta y dulce, que fue intensificándose hasta convertirse en un apasionado trino. En los jardines, un ruiseñor repitió su canción.

—Es un buen presagio —dijo Daisuké, sonriente—. Los ruiseñores nunca cantan cuando los miran. Pero éste canta para vosotras.

Sachi inclinó la cabeza. La difícil situación de aquel pájaro era un recordatorio de que ella también estaba a punto de perder la libertad. Murmuró un poema:

Taguinaki Si no fuera por

Ne nite nakazuba la belleza sin par de su canto,

Uguisu no el ruiseñor en su jaula

Ko ni sumu ukime jamás sufriría

Mizu ya aramashi un destino tan cruel.

Sachi miró brevemente a su padre. Las bolsas y las arrugas de su rostro le daban un aire bondadoso, pero también había en él algo inquietante. Era su forma de mirarla, pensó Sachi; la ardiente intensidad de su mirada.

Había otros regalos: una urna del mejor té de Uji, cajas de pastelillos de arroz rellenos de mermelada de soja, naranjas de Edo. Sachi había temido la visita de su padre, pues creía que le exigiría algo, que intentaría persuadirla para que hiciera algo. Pero no fue así. Se sentaron y se quedaron callados, fumando de unas pipas de larga boquilla, escuchando la canción del ruiseñor. Poco a poco, Sachi se estaba acostumbrando a la presencia de Daisuké.

Haru, inclinada hacia delante, observaba a Daisuké con ojos relucientes, como si temiera que cuando dejara de mirarlo él desaparecería en las sombras de las que inesperadamente había surgido. De vez en cuando, Taki la miraba con gesto de irritación, pero a Haru no parecía importarle.

—Deben de haber pasado... ¡dieciocho años! —dijo de pronto Haru.

Se tapó la boca con ambas manos y se puso muy colorada, mirando alrededor, como si las palabras hubieran salido de motu propio.

—No eras más que una niña la última vez que te vi —dijo Daisuké con una sonrisa en los labios—. No has cambiado nada.

Haru se ruborizó aún más. Sachi sonrió para sí al imaginársela, con sus rellenas mejillas y su frente surcada de finas arrugas, años atrás, cuando era una jovencita.

Daisuké contemplaba la lejanía.

—Este palacio... —dijo componiendo una sonrisa irónica—. Ya venía aquí cuando era niño. Trepaba por los tejados, saltaba de uno a otro. Tenía que comprobar el estado de las tejas, de cientos de ellas. Luego estaban las vigas, los pilares, las viguetas, los suelos, los artesonados... Había que revisar muchas cosas. Mi padre estaba muy orgulloso de que nos hubieran contratado a nosotros. Teníamos un letrero fuera de nuestra tienda: «Proveedores del shogun.»

—Nosotras no podíamos veros —dijo Haru, sonriente—. Para nosotras, no existíais. Al menos en teoría.

Un leve y sutil aroma se extendía por la sala, un misterioso y sedoso olor parecido al perfume de una gran dama. Almizcle, aloe, ajenjo, incienso... Las llamas de las velas parpadearon, y el polvo formó un espiral en un rincón. ¿Había alguien más allí con ellos? ¿Una hermosa mujer ataviada con un espectacular michiyuki de concubina?

Sachi se quedó quieta, con las manos recogidas sobre el regazo. Había imaginado que Daisuké la acribillaría a preguntas y argumentos, que intentaría conocerla, justificar por qué había tomado el camino que había tomado. Se había jurado a sí misma que no hablaría con él, pero allí sentada, en silencio, empezaron a aflorar preguntas.

—¿Es verdad que me llevaste por las montañas? —susurró con timidez.

A él se le iluminó la cara, como si le sorprendiera y le maravillara que hubiera hablado por fin. Sachi bajó rápidamente la mirada y la fijó en el suelo.

—Eras tan pequeñita, y tan liviana —dijo él con su grave voz—. Tu madre te había envuelto en su michiyuki. Te cogí y te até con un pañuelo a mi espalda. Temía que me interrogaran en el puesto de control. Si hubieran visto el michiyuki, habrían pensado que estaba robando el bebé de algún daimio, porque eras una niña preciosa, con una carita que parecía una perla. Me habrían encarcelado y se te habrían llevado. Al menos lo habrían intentado.

Cerró un momento sus grandes manos. El atisbo de una sonrisa iluminó las comisuras de su boca e hizo brillar sus ojos.

—Y llegaste a mi aldea... —dijo Sachi con un hilo de voz.

El rostro de Daisuké se suavizó.

—No conocía a aquella familia. Sólo sabía que eran parientes míos. Pero me sentí como en mi hogar. Temía que pudieras morir, porque sólo eras una recién nacida, pero ibas muy bien envuelta.

—Está aquí —susurró Haru—. Mi Señora lo ha conservado. El michiyuki de mi Señora, su madre.

Lo había sacado del cajón y lo había extendido a su lado; parecía un pedazo de cielo, azul y reluciente, y emanaba ese delicado perfume. No había allí ningún fantasma, sólo el michiyuki.

Daisuké arrugó la frente; extendió un brazo y puso una mano —enorme, de carpintero— sobre la delicada tela. La cogió, se la acercó a la mejilla e inhaló su aroma.

—Tú. Tu perfume —murmuró—. Estás aquí con nosotros. No ha pasado un solo día, un solo momento, que no haya pensado en ti, que no haya rezado por ti.

Daisuké miró a Sachi, como si de pronto hubiera recordado que su hija estaba allí, y sonrió. Ella se fijó entonces en que Daisuké tenía una sonrisa muy tranquilizadora. Una sonrisa paternal, pensó, turbada.

—Tu madre era una mujer muy hermosa —dijo él.

—¿Me parezco a ella? —susurró Sachi.

—Os parecéis muchísimo —contestó—. Era muy vital. Y muy valiente. No le importaba nada. Este mundo donde vivía, este palacio lleno de odio, de afectación y de luchas internas era como una prisión para ella. Lo odiaba. Yo quería sacarla de aquí. Si pudiera, te sacaría a ti también. Pero ahora todo ha terminado.

—¿Para quién ha terminado? —preguntó Sachi mirándolo a los ojos—. ¿Para los shogunes? ¿Para los Tokugawa? Os equivocáis. La guerra todavía no ha terminado.

—Es posible. Pero ya no podremos volver nunca a los viejos tiempos en que un hombre podía morir con sólo una palabra de su señor, o matar a otros con impunidad porque era lo que le ordenaba el clan. Ese rígido sistema fue lo que nos separó a tu madre y a mí. Antes de conocernos, yo nunca pensaba en otra cosa que no fuera levantarme por la mañana, hacer mi trabajo y cumplir las órdenes del shogun.

»Ya sabes que éramos de diferentes castas. Lo que hacíamos era un delito. Nuestra única salida era matarnos, morir juntos, como hacían las parejas en las obras de teatro antiguas. Pero yo no soy un samurái. No estoy dispuesto a morir.

Se produjo un silencio. Hasta el ruiseñor había dejado de cantar. Sachi pensó en su madre. Su presencia era casi palpable: su luminosidad, su risa, su misteriosa sonrisa.

—Habláis de ella como si estuviera muerta —balbuceó.

Daisuké miró a Haru. Su cara tenía un aire demacrado a la luz de las velas. La mirada estaba fija en el suelo.

—Decidme, ¿qué hicisteis después de dejar a mi Señora en la aldea?

Todos se volvieron. Era Taki. Era la primera vez que se dirigía a Daisuké.

—Pues... —dijo Daisuké despacio, volviendo al presente. Sus facciones se relajaron—. Fui a Osaka. Me instalé allí. Encontré trabajo. No me costó mucho, porque tenía un oficio. —Miró a Sachi largamente, como si la joven fuera un valioso tesoro—. Quería recuperarte, pero antes tenía que poder mantenerte. Siempre que conseguía reunir algún dinero, se lo enviaba a tus padres. Quería convertirme en un padre del que pudieras estar orgullosa, y entonces iría a buscarte.

Sachi lo miró. Daisuké tenía lágrimas en los ojos.

—Pasaron los años. Me esforcé para salir adelante. Y entonces llegaron los Barcos Negros.

—Que trajeron a los extranjeros.

Daisuké asintió.

—Que trajeron a los extranjeros, sí.

Sachi recordó que de niña, en la aldea, había oído hablar de esos Barcos Negros que habían anclado, lanzando vapor, frente a la costa de Shimoda, y de los que había desembarcado una delegación de bárbaros de cabello rojo. Era la primera vez que unos bárbaros pisaban suelo japonés, con la excepción de un pequeño grupo de mercaderes holandeses que vivían en una isla frente a la costa de Nagasaki, muy lejos de Edo. Después de eso, nadie había podido ponerles freno. Muchos samuráis se dedicaban a matar a todos los extranjeros que encontraban, aunque muchas veces habían tenido que pagar con su vida. Pero Sachi ya había conocido a unos extranjeros, y había comprobado que en realidad no eran tan temibles.

—Por entonces tenía nuevos amigos —continuó Daisuké—. Buena gente, hombres valerosos. No les importaba a qué casta pertenecía. Samuráis de clase alta, samuráis de clase baja, campesinos, chonin... Había sitio para todos. Pasábamos las noches hablando de política. La mayoría eran del norte, de mucho más allá de Edo. Allí, en el sur, donde el shogun no tiene tanta influencia, hay mucha más libertad.

—Ya sabemos quiénes son esos señores del sur —dijo Sachi con voz débil—. Son los que provocaron los problemas.

—Ellos veían que el país tenía que cambiar, que teníamos a los extranjeros aquí, en nuestro suelo sagrado. Todos opinábamos igual respecto a eso. Leíamos libros, leíamos periódicos. Sabíamos que los extranjeros se habían repartido China e India, y otros países más lejanos. Si tenían ocasión, se apoderarían también de nuestro país, de eso no cabía duda. Pero el gobierno... este gobierno... —Daisuké hizo un ademán señalando la vacía habitación, las telarañas que brillaban débilmente en los rincones.

Sachi frunció el entrecejo. Por un instante, le pareció verlo todo con los ojos de él: ese mundo de mujeres que vivían entre lujos y privilegios; el inocente y joven shogun, tan débil, tan ignorante, dependiente de sus consejeros... Ahuyentó esa idea de su pensamiento, enojada.

—El gobierno no entendía que estábamos en peligro —prosiguió Daisuké—. O quizá fuera demasiado débil para echarlos. Nosotros comprendimos que había llegado el momento del cambio, el momento de devolverle el poder al emperador. «Restaurar al emperador y expulsar a los bárbaros», ése era nuestro lema. Ésos eran nuestros objetivos.

»De pronto parecía que nosotros (los carpinteros como yo, gente normal y corriente) podíamos hacer que la situación cambiara. En lugar de limitarnos a ganar dinero, a gastar dinero, a preocuparnos por el dinero, podíamos cambiar el mundo y convertirlo en un lugar mejor. Parecía posible, realmente.

Sachi sacudió la cabeza. Ya sabía que el emperador era un ser sagrado que vivía recluido en Kioto y que estaba en íntima comunión con los dioses para asegurar la prosperidad del país y las buenas cosechas. Pero cuando vivía en la aldea ni siquiera sabía que existía un emperador. Cada daimio —y eran doscientos sesenta— gobernaba su propio dominio; y por encima de todos ellos, manteniendo la paz en todo el territorio del Sol Naciente, estaba el shogun. Siempre había sido así.

Sachi sintió una punzada de dolor al recordar a Tsuguko. Ella les había explicado a Sachi y a Taki cómo los señores sureños —los que estaban más lejos de Edo y del control del shogun— habían hecho circular la teoría de que el emperador, siglos atrás, le había conferido al shogun autoridad para gobernar, y que había que devolverle esa autoridad al emperador. En realidad no pretendían que el emperador gobernara; muy al contrario, estaban decididos a utilizar el nombre del emperador para hacerse ellos con el poder.

Sachi se dijo que Daisuké debía de considerarlas muy crédulas e ingenuas para contarles esas historias. ¿No se daba cuenta de que las mujeres del palacio del shogun sabían tanto de asuntos de Estado como cualquier hombre? Además, debía de ser evidente a quién eran leales.

—¿Devolverle el poder al emperador? —dijo Taki, furiosa—. Querréis decir tomar ellos mismos el poder. Esos amigos vuestros, esos sureños, mataron a Su Excelencia, el anterior emperador. Lo asesinaron. El actual emperador es un niño. También lo mataríais si se negara a hacer lo que queréis. Los sureños son quienes han llevado el país a la guerra.

Lo fulminó con una mirada acusadora.

—Vos estuvisteis en Kioto —le espetó—. ¡Vos peleasteis allí!

Daisuké miró hacia otro lado.

—Hubo una batalla —murmuró—. Y yo participé en ella. Estamos construyendo un nuevo mundo.

Se oyeron pasos a los lejos; eran los soldados, que regresaban. Daisuké se sintió aliviado. Se removió un poco, cambió de postura y adoptó una expresión formal.

—¿Qué va a ser de nosotras? —preguntó Sachi con apremio—. ¿No podéis ayudarnos?

—No tengo ese poder —respondió Daisuké—. Pero te encontraré, estés donde estés, y haré todo lo que pueda por ti. Te protegeré, pase lo que pase. No te he encontrado para volver a perderte.

III

La puerta del palanquín de Sachi estaba abierta, pero ella todavía no había subido. Estaba intentando grabar la imagen del palacio y los jardines en sus retinas. Tenía la terrible certeza de que una vez que se cerrara la puerta, jamás volvería a verlos.

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