—Entonces ¿estarás donde me has dicho? —susurró—. ¿En el monte Ueno?
—Con la milicia shogitai. Los sureños todavía tienen que conquistar Edo. Si logramos mantener en la ciudad a los Tokugawa, quizá podamos devolverlos al poder.
Se miraron.
—No te olvidaré mientras viva —dijo él en voz baja—. Jamás imaginé que pudiera haber en el mundo alguien como tú, ni que el mundo pudiera ser tan rico y lleno de color. Haces que me resulte muy difícil aceptar que podría morir. No, no que podría: que debo morir.
—Rezaré con todas mis fuerzas para que no te maten —dijo ella—. Cuando termine la guerra, ven a buscarme.
Sachi sabía qué tenía que hacer. Se metió una mano en la manga, donde llevaba el peine, ese precioso peine que atesoraba desde niña, y se lo dio a Shinzaemon. El emblema de oro que tenía incrustado destellaba bajo los rayos del sol poniente, y las sombras de los dos jóvenes se dibujaban en el suelo.
—Esto es lo más valioso que tengo —dijo Sachi—. Es mi amuleto. Lo tengo desde que era niña. Te protegerá. Cuando lo mires, piensa en mí.
—No puedo llevármelo —replicó él—. Sé que significa mucho para ti.
—Te devolverá a mí —insistió Sachi—. Te protegerá mejor que cualquier otro talismán, mejor que cualquier armadura. Ya me lo devolverás cuando volvamos a vernos.
Se lo puso en las manos, dejando que las suyas, suaves, reposaran un momento en las de él, musculosas y duras. Shinzaemon se lo llevó a la frente, en un gesto formal de agradecimiento; luego dio una cabezada y se guardó el peine en la manga. Se quedaron un rato callados.
De pronto a Sachi se le ocurrió una idea. Impulsivamente, dijo:
—Ven a verme una última vez, te lo suplico. Encontrémonos aquí, en la Puerta Tsubone, mañana al anochecer.
Ya mientras lo decía comprendió que era una idea descabellada. En el pasado, habría sido impensable escabullirse del palacio para ir a reunirse con un hombre. No había motivo para pensar que las cosas hubieran cambiado mucho. Cuando hubiera traspuesto el portal, volvería a ser la Retirada Señora de la Alcoba Contigua. ¿Y él? Un soldado no podía salir de su cuartel cuando se le antojara.
Pero Sachi estaba decidida, pese a todo.
—Te estaré esperando —dijo.
Shinzaemon desvió la mirada. Inspiró hondo y dijo:
—Haré todo lo que pueda.
Sachi suponía que Taki la regañaría. Casi oía su voz diciendo: «Recuerda quién eres. Recuerda cuál es tu sitio.»
Pero Taki no dijo nada. Miraba a Shinzaemon. También ella tenía lágrimas en los ojos. De pronto Sachi se percató de que Taki también estaba triste, profunda y desesperadamente triste. Estaba más lejos que nunca de Toranosuké. Yendo a Edo no se había acercado a él. Ella también había disfrutado de la sensación de libertad del camino, y parecía un poco impresionada por tener que entrar de nuevo en la prisión del palacio.
—Yo también quiero pedirte una cosa —dijo Taki tímidamente, con una débil vocecilla—. Ya sé que es una locura, pero...
Cogió un amuleto que llevaba en la manga. Sachi lo reconoció: era el amuleto que Taki se había llevado con ella de Kioto. Se lo puso en la mano a Shinzaemon y dijo:
—Dale esto al maestro Toranosuké, por favor. Dile que rezaré por él. Y también por Tatsuemon.
Shinzaemon se lo llevó a la frente y dijo:
—Se lo diré. Y me aseguraré de que Toranosuké lo reciba.
El sol se había ocultado detrás de las enormes murallas del castillo. Sachi y Shinzaemon seguían allí plantados, mirándose a los ojos.
—Tenemos que irnos —dijo Taki débilmente.
Sachi sabía qué había que hacer, qué habría hecho la esposa de un soldado. Sonrió y dio una cabezada con toda la valentía de que fue capaz.
—¡Hazlo lo mejor que puedas! —dijo con firmeza.
Se volvieron hacia el castillo. Sachi titubeó. Sabía que en cuanto cruzara el puente, volvería a entrar en ese otro mundo, un mundo donde no estaba Shinzaemon. Sintió que su corazón moría un poco. Reconoció esa sensación: era la misma que había sentido justo antes de oír que el joven shogun había muerto.
La brisa agitó las aguas del foso, y las algas ondularon. Al otro lado, las murallas se erguían imponentes, aparentemente inexpugnables.
—Es casi de noche —susurró Taki—. ¿Y si no podemos entrar? ¿Cómo vamos a convencer a los guardias de que somos quienes somos?
Taki tenía razón. Con su harapienta ropa y su sucia cara, Taki parecía una campesina o una mendiga, pero ni remotamente habrían podido tomarla por una cortesana. Sachi se dio cuenta de que ella no tenía mejor aspecto. Llevaban tanto tiempo viajando y habían vivido tantas aventuras que se habían transformado por completo.
Las murallas del castillo se destacaban contra el crepúsculo. Pero faltaba algo.
—Mira —susurró Sachi—. No hay humo. Es la hora de la cena, pero no se ve humo.
El portal de madera, con sus barras de hierro y sus enormes cerrojos, estaba cerrado a cal y canto. Sachi creía que al menos habría un batallón de vigilantes montando guardia fuera. Pero no se veía a nadie. Junto al portal, en uno de los lados de la muralla, había una portezuela. La golpeó con los nudillos, y luego le dio un empujón. Ésta se abrió con un crujido.
Los extranjeros y Shinzaemon esperaban al otro lado del foso, en la oscuridad.
Sachi tragó saliva, giró la cabeza, compuso una sonrisa y agitó una mano. Las lágrimas casi le impedían ver. Entonces Taki y ella entraron por la portezuela, que se cerró tras ellas.
La oscuridad era tan impenetrable que parecía que hubieran caído a un pozo. Sólo se distinguía el cielo, un pequeño cuadrado de azul intenso sobre sus cabezas. Las estrellas iban saliendo de una en una. Un búho ululó a lo lejos. Ese sonido todavía resonaba alrededor de las almenas cuando se oyó un áspero graznido muy cerca de Sachi, y un cuervo echó a volar agitando sus enormes alas. La joven dio unos pasos hacia atrás, estremecida. Los cuervos eran pájaros de mal agüero, presagio de muerte.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio dónde estaban: en el recinto que separaba las puertas exteriores y las interiores del cuartel de Tsubone. Había estado allí antes, cuando llegó con el séquito de la princesa y cuando salió del castillo en el palanquín imperial.
Por fin se encontraba donde había decidido que le correspondía estar, y donde quizá estuviera también su madre; pero en lo único que podía pensar era en que Shinzaemon se había ido. Era como si se lo hubieran arrancado todo y lo único que quedara de ella fuera una cáscara vacía que deambulaba como un fantasma.
Entonces oyó el chirrido de unas puertas al abrirse y vio unas luces que parecían luciérnagas. Se oyeron pasos de pies calzados con sandalias de paja sobre las losas del suelo. Unos hombres provistos de faroles las rodearon. Se oyeron gritos.
—¡Eh! ¿Qué es esto? ¿Quién hay ahí?
—¡Alto! ¿Adónde creéis que vais?
—¡Son intrusos! ¡Espías que intentan colarse!
Apareció un bosque de picas y lanzas que las apuntaban al cuello.
Sachi se quedó inmóvil. Pese a que Taki y ella iban vestidas como las campesinas, tenían que encontrar la forma de convencer a los soldados de que eran cortesanas con pleno derecho a estar allí. Lo mejor que podían hacer era comportarse de acuerdo con su rango, con un frío desdén. Los soldados eran como perros, se dijo Sachi, y olían el miedo.
—Taki —susurró—. Di algo. —Como la Retirada Shoko-in, ella no debía dirigirse a esas criaturas inferiores.
Taki se irguió.
—Soy Tayiko, dama de honor de la Retirada Shoko-in —chilló con altanería, empleando el lenguaje con que las cortesanas se dirigían a los sirvientes—. Hemos vuelto al palacio. Escoltadnos hasta Su Alteza.
Hubo un largo silencio, y luego un coro de susurros; los soldados se apartaron, aspirando entre los dientes y murmurando entre ellos. Un anciano salió de la oscuridad.
—Perdonadme —dijo con voz ronca.
Levantó el farol para iluminar la cara de Sachi. Ella giró la cabeza, deslumbrada, pero mantuvo una expresión fría e imperturbable. El hombre escudriñó su rostro; entonces dobló las arqueadas piernas y pegó la curtida cara al suelo.
—¡Honorable Señora! —Hacía una eternidad que nadie la llamaba así—. Haced que nos corten la cabeza por nuestra impertinencia, Señora.
Sachi dedujo que el soldado debía de haberla visto desde lejos cuando subió al palanquín imperial en que salió del palacio. Si no, ¿cómo era posible que un miembro de la guardia exterior la conociera?
Los otros soldados, tropezando unos con otros, se arrodillaron y posaron la cabeza en el suelo. Sachi contempló con alivio las encorvadas espaldas y los moños que temblaban en lo alto de sus relucientes y rasuradas cabezas.
El anciano lloriqueaba y se enjugaba las lágrimas.
—Señora —balbuceó—, ¿de verdad sois vos? Os hemos echado de menos.
Sachi sabía que debía mostrarse indignada por la osadía de aquel hombre, pero todavía era la hija del jefe de la aldea. Todavía no había vuelto a ponerse el traje de concubina. Había hablado con tantas personas de tantas castas diferentes; se había hecho pasar por tantos tipos de persona. Ahora, por fin, había vuelto. Debería haberse sentido complacida, pero lo único que sentía era aturdimiento.
—Pero... Señora, perdonadme —gimoteó el anciano—. Perdonadme por hablar. Pero... desde que la Señora se marchó... Desde el incendio... Ahora ya no hay nada aquí, Señora.
—¿Nada? ¿Y las damas? ¿Y Su Alteza?
—Os escoltaremos hasta las dependencias de Su Alteza, Señora —intervino otro soldado.
—¿Cómo os atrevéis a contaminar los oídos de mi Señora con vuestras voces? —les espetó Taki—. Llevadnos allí inmediatamente.
Los soldados, sosteniendo en alto los faroles, las condujeron a los jardines del palacio. Éstos siempre habían estado perfectamente cuidados, pero ahora la hierba crecía entre las losas del suelo y la hiedra trepaba por las paredes. Los árboles extendían unas ramas larguísimas que amenazaban con tragárselos a todos.
Subieron por un sinuoso sendero bordeado de matas de rododendro y llegaron a un espacio abierto.
Ante ellos estaban las paredes exteriores de una enorme ruina que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Los enormes bloques de piedra estaban ennegrecidos y resquebrajados. Más allá, las carbonizadas vigas apuntaban al cielo como las lanzas de un ejército de fantasmas. Unas vigas enormes habían caído al suelo. Había montoncitos de tejas, fundidas unas a otras. La débil luz de la luna se reflejaba en trozos de artesonado y en fragmentos de biombos de oro que se habían salvado milagrosamente del incendio. Un olor acre lo impregnaba todo: el olor a madera quemada. El olor a muerte.
—No miréis, Señora. No miréis —dijo el anciano instándola a continuar.
Pero ¿cómo no iba a mirar? Pasaron al lado de los restos de la gran sala donde Sachi se había refugiado con Tsuguko y Taki esa terrible noche, antes de salir precipitadamente bajo la nevada. El techo se había derrumbado y había vigas caídas atravesadas en la entrada. Sachi todavía veía la cortina de humo y las llamas saltando de un tejado a otro, y oía el espantoso rugido que hacían al devorarlo todo a su paso.
—Buscamos por todas partes —balbuceó el anciano—. Enterramos a los muertos. Pero para entonces... para entonces...
Los muertos. Sachi se tapó los ojos con las mangas, y la asaltaron los recuerdos.
Unas caras flotaban ante ella. Su Alteza; al menos ella seguía con vida, o eso le habían dicho. La imponente Tsuguko. Haru, la querida Haru, su maestra. Las damas de honor de Sachi y sus doncellas y sirvientas. La temible Retirada y su séquito de grandes damas. La anciana Honju-in y su séquito. La marchita madre de la princesa, el Cuervo Viejo. Nakaoka y las otras ancianas. Las sacerdotisas. ¿Qué había sido de todas ellas?
¿Y de todas las demás, de todos los miles de mujeres que vivían en el palacio, desde las damas de honor de rango más elevado, con derecho a atender a Su Majestad, hasta las de rango inferior? ¿De las administradoras, negociadoras, contadoras, costureras, mandaderas, cocineras, cantantes, bailarinas, músicas, pinches de cocina, limpiadoras, vigilantas, escribas; de las doncellas encargadas del tabaco, del agua de manos, de sofocar incendios, de dar las horas, de cuidar los altares, del baño; de las doncellas de doncellas, doncellas de doncellas de doncellas? ¿Qué se había hecho de todas ellas?
Una brisa helada agitó las cenizas e hizo ondear la miserable tela de algodón del traje de Sachi. La joven se estremeció. En aquellas ruinas parecía oírse los lamentos de todas las mujeres que habían perecido en el incendio. Ellas habían dado la vida para servir a un hombre al que la mayoría ni siquiera llegaría a ver jamás. ¡Y qué forma tan terrible de morir! ¡Quemadas en un incendio!
Sachi y Taki siguieron caminando a trompicones por los interminables jardines; cruzaron arroyos y puentes, bordearon los lagos, con sus barcas de recreo lacadas subidas a las orillas; pasaron por jardines llenos de maleza y de pabellones por cuyos tejados trepaba el musgo y con agujeros en las paredes. Mucho más tarde, tras cruzar otro foso, vieron unos tejados y unas persianas de madera.
—La segunda ciudadela —susurró Taki.
Era el Ninomaru, la segunda ciudadela, donde vivían las viudas de los anteriores shogunes. ¿Seguiría la madre de Sachi allí? Había ido hasta Edo para buscarla, pero ahora la idea de conocerla la llenaba de temor.
Bordearon un edificio tras otro hasta que llegaron al palacio de las mujeres de Ninomaru. Unas guardianas las escoltaron hasta el interior y las guiaron por un laberinto de estancias y pasillos. En algunas habitaciones había velas que daban una luz temblorosa; en otras, tuvieron que andar a tientas en la oscuridad, con sólo el débil resplandor de los faroles de las guardianas oscilando delante de ellas para alumbrarles el camino.
Sachi esperaba abrir una puerta y encontrar una habitación llena de mujeres con los faldones extendidos ante ellas, como nenúfares, cosiendo o peinándose unas a otras. Pero todo estaba en silencio. No se oían voces ni risas, ni frufrúes de seda, ni entrechocar de platos, ni cantos ni acordes de koto. El único sonido era el susurro de sus propios pasos deslizándose por los suelos de madera y por los tatamis.
Todo olía a moho. Sachi vio telarañas en las vigas y en los rincones de los techos, y enroscadas alrededor de los estantes ornamentales. Eso quería decir que hasta las «mocosas» —las niñas que desempeñaban las tareas más sencillas, unas crías insignificantes que para una noble como ella ni siquiera existían— se habían marchado.