—¿Qué más pueden esperar de un rey joven como yo? Les he dado cuanto estaba en mi mano, pero parece que nada basta para colmar sus ambiciones.
Las palabras del soberano, farfulladas entre labios, llegaron a oídos de Huy.
—¿Sucede algo, mi señor? —preguntó éste alzando la voz sobre el ruido del traqueteo de los carros y el galopar de los caballos.
Tutankhamón se percató entonces de que había dicho en voz alta lo que atormentaba a su corazón.
—Nada, Huy, ya estamos llegando a los marjales.
En efecto, no tardaron en alcanzar una zona donde la vegetación era muy espesa. Un sendero de tierra discurría en paralelo al río. Los enormes tallos de los papiros que asomaban sobre el camino eran mutilados por las ruedas de los carros.
Tutankhamón observó a su esposa y tuvo la certeza de que estaba disfrutando del paseo. Junto a ella, en otro carro, iban algunas damas de compañía. La escena le pareció idílica; no pudo evitar rememorar la imagen de Nefertiti cruzando sobre su carro las calles de la ya olvidada ciudad de Akhetatón.
Sabía que no debía acercarse a ella en público. Ese tipo de encuentros se los relacionaba con la antigua tradición por la que la familia real compartía con su pueblo la vida íntima del hogar. Desde que él ascendió al trono, esas escenas habían sido prohibidas.
Poco antes del mediodía, cuando el calor comenzaba a ser extenuante, uno de los guardias de la reina se acercó al carro de Tutankhamón.
—Faraón,Vida, Salud y Prosperidad —dijo—, la reina y su séquito regresan a palacio para descansar.
—Perfecto. Nosotros regresaremos en breve.
El funcionario se alejó y, al poco, parte del grupo empezó a separarse para que Ankhesenamón retomara la antigua vía que llevaba al templo de Opet del Sur y, desde allí, continuar hasta la residencia real.
—Antes de regresar a palacio quiero ir a la Explanada del Horizonte del Sol —dijo el rey cuando la comitiva de la reina se alejó—. Bordearemos la ciudad y llegaremos a la residencia por el otro extremo, como hemos hecho en otras ocasiones. No estamos lejos.
—No es la mejor hora del día para ir a la explanada, mi señor. El calor comienza a ser sofocante.
—No te preocupes. Tardaremos lo mismo yendo por un lado que por otro. En la explanada podremos acelerar el paso, incluso llegaremos antes que si volvemos por la orilla del río.
Huy sabía que en ese punto le sería imposible convencer al faraón: le apasionaba la Explanada del Horizonte del Sol; era un lugar perfecto para las carreras, lo más parecido al espacio abierto que en Men-nefer empleaba para la cacería. Allí, junto a las grandes pirámides de sus ancestros, Tutankhamón disfrutaba corriendo en libertad, sin obstáculos en el horizonte que detuvieran su arrojo. El suelo de la explanada estaba formado por tierra dura. Apenas había pedruscos, y la vegetación era inexistente. Además era lo suficientemente grande para realizar una exhibición del dominio del carro.
A una señal de Huy, el cuerpo de la guardia del faraón comenzó a marchar hacia el lado más oriental de la ciudad. Cuando alcanzaron la explanada, cada uno tomó la posición que normalmente adoptaban. Formando una larga línea horizontal, empezaron a desplazarse al unísono. Al final del terreno se levantaba una pared rocosa, y bordeándola se llegaba hasta el templo de Ipet-isut.
Los primeros carros empezaron a incrementar la velocidad. El sonido de los cascos de los caballos contra la tierra apisonada creaba un ruido ensordecedor, y ese ruido enardecía el espíritu de los participantes y los incitaba a aumentar la velocidad cada vez más.
Tutankhamón, agarrado al carro, disfrutaba del momento y de la sensación que generaba en su cuerpo el cortar el viento a esa velocidad. Siempre le había apasionado correr en los carros. En cierto modo le servía para paliar la frustración que le causaba el no poder caminar con normalidad, como las personas que le rodeaban; esas escapadas que disfrazaba con paseos le hacían sentirse más grande.
Pero no habían alcanzado todavía la velocidad límite cuando sucedió la catástrofe: el carro del faraón saltó por los aires. El sonido fue ensordecedor. Los caballos, liberados de repente del peso de la carga, acabaron con sus huesos en el suelo. En el momento en que el eje se rompió por el lado de la rueda derecha, el suelo se abrió a los pies del faraón. Tutankhamón intentó asirse con todas sus fuerzas al borde de la caja, pero no pudo resistir las embestidas del carro y salió disparado cual un muñeco. Los carros que iban en la retaguardia no pudieron esquivarlo y uno de ellos le pasó por encima. El médico y sus ayudantes, que no iban lejos de la posición que llevaba el rey, no tardaron en acercarse.
Huy yacía sin vida en el suelo, rodeado de un charco de sangre, junto a uno de los caballos aplastados. Tenía heridas por todo el cuerpo. El fornido militar tenía la carne desgarrada en las piernas, la espalda, la cabeza…
Tutankhamón, a pesar del golpe sufrido contra el suelo y el aplastamiento del cuerpo, con especial daño en una de las piernas, todavía respiraba. Había perdido el conocimiento, pero su aliento delataba que aún estaba vivo.
Le limpiaron las heridas allí mismo. Tenía lesiones profundas en todo el cuerpo, pero la rodilla izquierda estaba completamente destrozada. El médico y sus ayudantes limpiaron la arena incrustada en la carne; la rótula estaba hecha añicos por el golpe del carro que lo había aplastado. Luego lo subieron a uno de los carros y lo trasladaron de inmediato a palacio.
La comitiva recorrió a toda velocidad las calles de Uaset. Uno de los hombres se había adelantado a lomos de un caballo para avisar de lo sucedido y que en palacio tuvieran todo preparado para acoger al faraón malherido.
Durante el trayecto, el médico le aplicó ungüentos en las heridas y le vendó con esmero las partes dañadas para que no perdiera más sangre. En uno de los vaivenes, Tutankhamón abrió los ojos. Con la mirada perdida y sintiéndose completamente desorientado, intentó hablar, pero el médico se lo prohibió.
—No pierdas fuerzas hablando, mi señor; has sufrido un accidente en la Explanada del Horizonte del Sol. El carro ha saltado por los aires y tienes muchas magulladuras. Regresamos a palacio, donde te daremos nuestros mejores cuidados.
En ese instante, el sonido de las puertas de la residencia real le indicó que ya habían llegado. En el patio le esperaban unos porteadores que sostenían una cama. Siguiendo las instrucciones del médico, los guardias de confianza colocaron en ella al monarca con sumo cuidado.
Inmediatamente fue llevado hasta sus aposentos, donde otros expertos esperaban la llegada de la comitiva con todo el material médico.
Por primera vez en su corto reinado, el faraón Tutankhamón tuvo la sensación de que no tenía fuerzas para proseguir su camino. El convencimiento idílico de intentar sustentar en el tiempo el peso de su familia, se hundió de pronto en un pozo del que era consciente que difícilmente podría salir.
Entre los funcionarios que había en el patio se encontraba Maya. Nadie sabía nada de Ay, Ramose y Horemheb, aunque habían recibido el mismo aviso que el jefe del Tesoro.
Maya, solícito y fiel a sus ideales de lealtad al rey, se acercó a él.
Tutankhamón, cuando lo vio, hizo un amago de sonreír, pero las fuerzas apenas le daban para eso.
—¿Cómo está la reina? —preguntó el joven haciendo un esfuerzo sobrehumano.
—Se encuentra bien, como pronto lo estarás tú, mi señor. No malgastes tus fuerzas, las necesitarás. Procura no hablar. Todo saldrá bien.
Las palabras de Maya sonaron vacías a los oídos del faraón; tenía el cuerpo lleno de heridas y cubierto de sangre.
El tesorero se acercó al médico y lo apartó de allí agarrándolo del brazo.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó.
—Tiene muchas heridas y la pierna está destrozada; tal vez no pueda volver a andar.
—¿Qué sucedió?
—El eje del carro se rompió cuando iban a gran velocidad.
Debió de chocar contra alguna piedra o meterse en algún hoyo… La polvareda era muy densa y el camino apenas se veía. Siempre le decimos que en su estado viajar en carro es una temeridad…
—Lamentarse ahora de lo que se podría haber hecho no tiene sentido —le cortó Maya—. Haz lo que esté en tu mano para salvarle.
Maya era consciente de que la vida del faraón pendía de un hilo.
Cuando se giró, los porteadores ya se habían llevado al faraón a sus aposentos. Maya vio a varios trabajadores de los establos cargando con los restos del carro del rey. Se acercó. No era experto en ese tipo de vehículos, pero las dudas comenzaban a acuciarle. Los caballerizos se detuvieron y el tesorero observó las ruedas, la caja y el eje, astillado y roto. No parecía haber señales de manipulación. Años atrás había sido testigo de un caso en el que un general había sido asesinado serrando el eje del carro para que se rompiera en dos al mínimo desnivel. Si había manipulación, él no era capaz de verla. Y aun así, sus dudas, avivadas por el comportamiento en las últimas fechas del clero de Amón y por ciertos altos funcionarios de la corte como Ay, le hicieron pensar lo peor.
Sin embargo, lo que le había dicho al médico real valía también en ese momento: lamentarse ahora no tenía sentido.
La vida del faraón estaba en peligro y él disponía de muy poco tiempo para reaccionar.
Luxor, abril de 1932
Howard Carter era consciente de que estaba aproximándose al final de una etapa importante, quizá la última, y se sentía cansado. Percibía ese cansancio de una manera muy clara mientras redactaba el tercer volumen sobre el descubrimiento de la tumba de Tutankhamón, verdadero éxito editorial que le había reportado toda clase de elogios. No era una obra científica, se parecía más a una novela que a un trabajo de los que aparecían en las revistas sobre egiptología como Journal of Egyptian Archaeology. Sus libros eran llanos y directos, sin farragosas explicaciones ni notas a pie de página que luego nadie leía y a nadie interesaban. Disfrutaba escribiendo para el gran público. Pensaba que era lo más parecido a mostrar el interior de la tumba y sus secretos a miles de personas al mismo tiempo sin necesidad de atormentarse pensando en los problemas que acarreaba una visita in situ, y ello gracias a las fotografías de Burton. Visitar la tumba a través de las páginas del libro evitaba parar los trabajos, recoger los objetos y luego volver a sacarlos, como había estado sucediendo en los últimos años. Desde que el gobierno egipcio decidió que la sepultura de Tutankhamón, la KV62, como ya se conocía en el listado de tumbas del Valle de los Reyes, merecía ser uno de los lugares —junto a la increíble KV17, la de Seti I— más visitados de la necrópolis, el turismo no había dejado de crecer. Los beneficios eran considerables, y el gobierno no parecía estar por la labor de cortar aquel ingreso constante de dinero.
Y a pesar de la satisfacción que le proporcionaba escribir, se sentía muy cansado. Los integrantes de su equipo de trabajo se habían ido dispersando poco a poco. Algunos se habían ido por desavenencias con él y otros se habían retirado por enfermedad; la manida maldición de Tutankhamón que le perseguía desde que lord Carnarvon falleciera a las semanas de entrar en la cámara funeraria.
Los trabajos en la tumba estaban a punto de terminar. Quedaba todavía el estudio científico de cada una de las piezas, pero eso lo dejaba para generaciones futuras. En la última década él había llenado miles de fichas con el dibujo y la descripción de cada uno de los objetos. Los más de cinco mil objetos descubiertos podrían clasificarse en innumerables grupos; Carter había pensado en tipologías de cajas, joyas, barcos, sillas, lechos, ushebtis, capillas funerarias…, pero él ya no tenía fuerzas para más.
El eco del aplauso que resonaba en su interior mientras escribía las páginas dedicadas a la cámara del tesoro no aplacaba la desazón que en los últimos días había comenzado a brotar en lo más profundo de su ser. Carter siempre había sido un hombre reservado, pero los pesares lo habían convertido en una persona esquiva.
Salvo algunas cajas que habían dejado en la cámara del tesoro, la tumba estaba completamente vacía. En los almacenes no quedaba casi nada. Todo se había empaquetado, cargado en las vagonetas que unían el valle con el Nilo y enviado a El Cairo en un vapor para ser expuesto en la planta superior del museo de la capital.
Carter acabó de corregir algunos párrafos de su libro, dejó el lapicero en el escritorio y se restregó el rostro con las manos en el intento de apartar viejos miedos de su cabeza. Quería volver a la realidad. Pero la suya ya no era Tutankhamón. Ni tampoco las excavaciones. Todo eso había acabado ya. La llama había consumido la vela, y en el viejo candil apenas quedaba cera para poco más. El día anterior, en el Winter Palace, abrumó a una pareja de ingleses con viejas historias sobre el Faraón Niño y cuando se dio cuenta tuvo lástima de sí mismo. Ese no era él.
Sacando las pocas fuerzas que le quedaban, acabó de corregir el texto. Realizó un par de anotaciones y guardó los papeles en su cartera.
Tenía planes de regresar a Londres durante una temporada. Él mismo se extrañó cuando se oyó decírselo a su amigo Harry Burton.
—¿Que vuelves a Londres para quedarte allí? —había preguntado el fotógrafo con cara de incredulidad—. ¿Tú, Howard Carter?
—Sí, una temporada. He de entregar el tercer volumen sobre Tutankhamón y aprovecharé para hacer algunas cosas que tengo pendientes. Ya sabes, Highclere, mis hermanos, visitas al médico… Pero volveré.
—¿No te encuentras bien?
—Un poco cansado. Supongo que es el típico bajón que te da cuando acabas un trabajo. Piensa que llevamos más de diez años trabajando solamente en la excavación de la tumba, pero, hasta que dimos con ella, lord Carnarvon y yo pasamos otros diez años más.
—Claro, pero estabas en casa, donde te gustaba estar.
—Y todavía me gusta, no creas. No lo interpretes mal —había dicho el egiptólogo con una sonrisa—. No es un adiós, volveré pronto.
—Ese «pronto» es mala señal. Antes siempre decías que volverías en primavera, dentro de dos meses, tres a lo sumo. Pero si no sabes cuándo vas a volver, es que no lo tienes claro.
—Piensa que aquí ya no hay trabajo —intentó defenderse el arqueólogo—. Todo se ha enviado a El Cairo, aquí ya no hay nada más que hacer. Las páginas del libro que me queda por entregar es lo único que me ata a la historia de Tutankhamón.