«La casa está lista», se repitió Carter para sí mientras entraba en el estrecho zaguán que llevaba al pasillo de acceso al vestíbulo de cúpulas. Absolutamente todo estaba como si se hubiera ido el día anterior, por lo que prefirió no estar pensando en viejos recuerdos.
—¡Bueno! —gritó dando una sonora palmada bajo la cúpula del vestíbulo—. Hay muchas cosas que hacer, así que cada uno a sus tareas cotidianas.
Dicho esto, los egipcios salieron casi en estampida: unos a la cocina, otros al jardín interior, y el resto al almacén anexo a la casa. Sólo Ahmed y Omar permanecieron quietos junto a él.
—A vosotros dos os quiero conmigo. Omar, prepara el coche para la primera hora de la tarde. Y tú, Ahmed, manda un mensaje a la oficina del gobernador para que me reciba urgentemente después del almuerzo.
Al oír ese recado, Ahmed torció el gesto. El egipcio temía que las cosas se torcieran de nuevo.
—No te preocupes —le tranquilizó Carter—. Tiene que firmar una serie de documentos que he traído de El Cairo para poder retomar las excavaciones en el Valle de los Reyes mañana mismo.
Y tras esta explicación, Carter entró en su despacho y procedió como si hubiera estado allí el día anterior y no un año atrás. Dejó la carpeta sobre el escritorio, se acercó a la ventana para observar la magnífica vista de Dra Abu el-Naga durante unos segundos y se quitó la chaqueta para comenzar a trabajar.
Apartó los papeles que no eran necesarios para la firma del gobernador y los guardó en un cajón con llave de su escritorio. Al abrirlo, se fijó en uno de los dibujos que había en su interior. Varios trazos delineaban el perfil del ostracon con las señas de identidad del Valle de los Reyes; era la primera copia que había hecho de la pieza al poco de que Omar la descubriera. Desplegó con cuidado el papel sobre el escritorio y estudió detenidamente el trazado de las líneas que él mismo había diseñado para buscar la ubicación de la tumba. Siguió con el dedo varias de ellas y reflexionó. Junto al dibujo había una transcripción del texto del ostracon y su traducción; la que él pensaba que era la más aproximada a la realidad, la misma que parecía escabullirse entre sus propios dedos.
De vez en cuando levantaba la cabeza y paseaba la mirada por la decoración del despacho. Su trabajo siempre era lento pero muy metódico. Cuando leía cualquier libro, un ensayo, una novela o un informe arqueológico, de vez en cuando levantaba la cabeza y, con la mirada perdida, daba vueltas a lo que acababa de leer.
Unos golpes en la puerta de su despacho le sacaron de sus elucubraciones. Ahmed entró con una bandeja en la que llevaba una limonada recién hecha, uno de los refrescos preferidos de Carter.
—Gracias, Ahmed —dijo el inglés mientras su sirviente dejaba la bandeja sobre una mesa y él guardaba el papel en el cajón—. Por favor, prepara todo para acercarnos en un momento al Valle de los Reyes. Me gustaría ver cómo está todo en la necrópolis. Luego tomaremos de nuevo el transbordador para ir al Winter Palace, almorzaré allí y después iré a la oficina del gobernador.
El egipcio se limitó a asentir con la bandeja en la mano y abandonó el despacho.
Carter apartó la silla para levantarse, volvió a mirar por la ventana y, después de echar un vistazo al reloj, cogió su sombrero para salir al valle.
Fuera, vio que su chófer ya le estaba esperando —como si su ausencia en los últimos meses no hubiera sido más que una pesadilla— y se dijo que las aguas habían vuelto a su cauce. Luego, mientras el coche surcaba la pista de tierra que se dirigía hacia el valle real, sintió en el rostro el viento cálido y el polvo del desierto y sonrió.
Al llegar a la entrada de Biban el-Moluk, el Valle de las Puertas de los Reyes, un grupo de obreros, estáticos cual soldados de plomo, parecían estar esperándole.
—¡Sabíamos que no tardarías en venir! —La voz de Harry Burton se abrió paso entre los obreros—. ¡La sangre te tira hacia el valle!
Por primera vez en mucho tiempo, Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankhamón, sonreía radiante; feliz de haber regresado al lado de su equipo.
Junto a Burton estaban sus compañeros de siempre.
—¿No teníamos que encontrarnos mañana, después de mi reunión con el gobernador? —preguntó el egiptólogo, sorprendido.
—Sabíamos que si tenías unas horas libres te pasarías por aquí —respondió Arthur Mace, abrazando afectuosamente a su amigo.
Carter los saludó a todos uno a uno.
—No imaginaba este recibimiento… —dijo con voz emocionada—. Gracias a todos.
Sus compañeros sabían que era un hombre terriblemente reservado y supieron apreciar el sincero agradecimiento que había en esas palabras.
—Bueno, ya que no podemos entrar en la tumba hasta que esté todo firmado, podríamos dar un paseo por el valle mientras me explicáis cómo están las cosas.
—No cambiarás nunca —le cortó Burton poniéndole la mano en el hombro—, acabas de llegar y ya estás pensando en trabajar. No tienes remedio.
Dejaron el coche en la entrada del cementerio real y caminaron en grupo hasta el centro del valle. A pesar de estar ya en el mes de enero, el sol caía con fuerza a esa hora del mediodía.
—Las noticias que nos llegaron de Estados Unidos eran magníficas —señaló el fotógrafo.
—No me puedo quejar; el recibimiento fue a lo grande. En todas las ciudades la gente se volcaba, y Tutankhamón y nuestro trabajo estaba en boca de todo el mundo.— El equipo agradeció el gesto de Carter de achacar el descubrimiento a la totalidad de sus miembros—. En Chicago me reuní con James Henry Breasted y fue un magnífico anfitrión.
—No lo dudo —repuso Mace—. Su trabajo en el Oriental Institute ha creado un precedente en la investigación egiptológica. Se necesitan personas con su misma fuerza y convicción para desarrollar proyectos similares en otros lugares de Europa.
—¿Cómo están los almacenes? —preguntó Carter cambiando de tema.
—Exactamente igual que como los dejamos el año pasado —respondió Alfred Lucas, el conservador.
—De lo que deduzco que nadie ha entrado en ellos.
—En efecto. Al principio inventariaron algunas piezas, pero al ver que todo coincidía con la documentación con que contaba el Servicio de Antigüedades, no tardaron en cerrarlos.
Carter pensó en la famosa cabeza de Tutankhamón saliendo de una flor de loto, la pieza que habían utilizado como detonante para provocar su renuncia.
—Ese francés ya no mete las narices donde no debe —farfulló Carter entre dientes—. En El Cairo no lo vi ni una sola vez: no apareció por ninguna de las reuniones con las nuevas autoridades políticas del país y con el Ministerio de Obras Públicas.
—Mejor así —afirmó Burton—. Esperemos que las cosas sean como antes de que Lacau empezara a entrometerse en los trabajos.
El grupo caminó hasta la entrada de la tumba de Ramsés XI, uno de los almacenes en el lado oriental, junto a la tumba de Yuya y Tuya. Carter apoyó la mano en uno de los barrotes de la reja que cerraba el paso a la tumba.
—Entonces, ¿todo ha estado bajo control…? —preguntó con rostro preocupado.
—A simple vista, sí —respondió Arthur Callender—. Hasta mañana, cuando entremos, no podremos estar seguros, pero no ha habido intentos de robo en la zona. Eso sí, los egipcios han estado excavando en el valle de forma un tanto grotesca.
Carter miró a su amigo con curiosidad. Sabía que habían estado buscando la tumba perdida, pero Ahmed le había dicho que la búsqueda había sido infructuosa.
—¿A qué te refieres con «grotesca»? —preguntó Carter.
—No parecían seguir ningún esquema —señaló el ingeniero encogiéndose de hombros—. Cada día los veíamos en un sitio diferente. Removían un poco la arena de la superficie y cambiaban de ubicación.
—Más que seguir un patrón prefijado de excavación —intervino Burton—, parecía que estaban buscando algo. Como si hubieran oído que allí o allá —señaló un par de sitios— había algo y, dando palos de ciego, intentaran dar con ello de la manera más rápida posible.
Carter se acarició el bigote mientras observaba los dos emplazamientos que el fotógrafo había señalado.
—¿Y encontraron algo?
—Hasta donde sabemos —respondió Callender—, piezas pequeñas, fragmentos de cerámica, amuletos de fayenza o ushebtis; lo normal en una prospección de la superficie de la necrópolis. Sólo uno de los fragmentos podría calificarse de extraordinario.
—Ah, ¿sí? ¿Qué era? —preguntó Carter aunque sabía a qué se refería.
—Un ushebti de Akhenatón. Toda una rareza en el Valle de los Reyes.
Siguió un silencio. Todos miraban a Carter esperando que dijera algo sobre la singularidad de aquel descubrimiento. El arqueólogo bajó la mirada al suelo y permaneció unos segundos con expresión pensativa.
—Algo había llegado a mis oídos… —se limitó a decir—. Bueno, acerquémonos al centro del valle para ver la entrada de nuestra tumba.
Tan normal era que Carter manifestara interés por el descubrimiento del ushebti como que no lo hiciera; los que lo conocían estaban acostumbrados a esos cambios repentinos.
Anduvieron juntos por el sendero principal hasta alcanzar el agujero que daba a la tumba de Tutankhamón. Algunos turistas se arremolinaban alrededor de la entrada intentando ver algo de la famosa sepultura que durante meses había estado en la primera plana de los periódicos más importantes del mundo y que aún tenía tantas cosas que contar.
Uno de los obreros apartó varios bloques de piedra para que los arqueólogos pudieran bajar hasta la entrada, cubierta por una gruesa reja de hierro. Ante ella había un soldado que al ver a Carter sonrió.
—Bienvenido de nuevo, señor —dijo el egipcio.
—Muchas gracias. ¿Todo en orden? —preguntó Carter en un tono cordial y conciliador.
—Todo en orden, señor. Deseando que llegue el momento en que retomen los trabajos.
—Seguramente mañana estaremos aquí a primera hora para inspeccionar el interior de la tumba y los almacenes.
Todo, en efecto, parecía estar en orden, pero eso no garantizaba que el interior estuviera en perfecto estado.
Tras despedirse del soldado, el equipo caminó hasta el extremo sur, donde estaba la tumba de Seti II. Ahí también todo parecía normal. Algunos turistas saludaron a Carter cuando pasaron junto a él. Los más osados incluso se hicieron fotos con el arqueólogo; aunque eso no le acababa de agradar, colmaba su orgullo, y más cuando veía a algún visitante con un ejemplar de su libro.
—Me gustaría echar un vistazo a los sitios donde han estado excavando los egipcios —dijo Carter.
—Están muy cerca, no hay problema —señaló Mace.
Y empezaron a subir por la loma que había tras la tumba de Tutankhamón. En el suelo había marcas de haber estado realizando prospecciones de una manera tosca y precipitada.
—¿Qué buscan, Howard? —preguntó Burton.
—Lo ignoro —mintió Carter—. ¿No hablasteis con los obreros? —preguntó.
—Sí, algunos de ellos son amigos de varios obreros de nuestra tumba —respondió Callender—. Pero no sabían nada, decían que les habían pagado por excavar en estos lugares. Simples prospecciones. Pero es como si tuvieran un plano del tesoro e intentaran saber dónde está la equis.
—Estos egipcios son poco metódicos en su trabajo —afirmó el arqueólogo evitando cualquier tipo de respuesta que pudiera relacionarse con la tumba perdida—. Tal vez buscan una sepultura como un pozo, o quizá hayan oído algo de boca de algún antiguo ladrón de tumbas y creen que por aquí podría haber una nueva entrada.
—Muy poco científico en cualquier caso —comentó Burton.
—Desde luego; nada científico —convino Carter—. En fin, el inspector del valle tal vez nos ayude a esclarecer estas dudas.
Con estas palabras, Carter comenzó a descender la colina hacia la salida de la necrópolis. Cuando llegaron, varios coches los esperaban. Carter, tras despedirse de sus colegas hasta el día siguiente, se metió en el suyo y fue directamente al embarcadero, donde tomaría el transbordador que le llevaría hasta el Winter Palace. Allí, Ahmed ya lo había organizado todo para que almorzara en su salón preferido, con vistas espectaculares al Nilo y la Montaña Tebana.
No quería entretenerse mucho tiempo en el hotel. Intuía que las autoridades de la zona querrían retomar el contacto con él, saludarle y proyectar tratos para los días venideros. Sin embargo, el arqueólogo ni se había tomado la molestia de pasar antes por su casa para cambiarse de ropa; se presentó en el hotel con el mismo traje de la mañana y con los zapatos cubiertos de polvo del desierto. Pero se sentía completamente renovado, lleno de energías, listo para superar el último escollo, la entrevista con el gobernador de la provincia de Kena, su excelencia Jehir Bey, antes de comenzar de nuevo las excavaciones en la tumba de Tutankhamón.
Mientras le servían el almuerzo, revisó algunos de los papeles que tenía que llevar a la reunión. Todo aquello no era más que un sencillo trámite burocrático —Jehir Bey no podía negarse a estampar su firma y sello—, pero, escrupuloso en todo lo que hacía, no quería dejar un solo cabo suelto. Su idea era tenerlo todo bien atado para que la reunión fuera lo más breve posible.
Al rato, dejó la documentación en un lado de la mesa y, mientras bebía una copa de vino, disfrutó de la vista de la Montaña Tebana bañada por el sol. Varias parejas de turistas que también almorzaban en el mismo salón cruzaron miradas con curiosidad. Le habían reconocido.
Cuando terminó el almuerzo, decidió ir a la reunión caminando. Apenas se tardaba unos pocos minutos desde el Winter Palace hasta la oficina del gobernador.
Al entrar, lo recibieron con los mismos saludos respetuosos de siempre, y eso le agradó. Subió a la primera planta y, al contrario que en otras ocasiones, se detuvo delante de la mesa del funcionario apostado junto a la puerta del despacho del gobernador.
Éste le reconoció al instante.
—Buenas tardes, señor Carter —le saludó poniéndose de pie y estrechándole la mano—. Creo que tiene una reunión con el señor gobernador.
—En efecto, había quedado con su excelencia a primera hora de la tarde. No sé si llego demasiado pronto… —intentó disculparse para crear un entorno propicio.
—No, por favor, llega usted a la hora precisa. Le recibirá inmediatamente.
Dicho esto, el hombre desapareció por una puerta lateral. A los pocos segundos reapareció por la puerta principal y lo invitó a pasar.