Su taller era hermético; los jóvenes aprendices eran extraordinariamente fieles a su maestro; sabían que ése era el precio que había que pagar si querían desarrollar su talento como en ningún otro taller y conseguir contactos para futuros encargos.
Ramose imaginó a Tutankhamón encargando una capilla del disco solar para colocarla en la tumba de su padre. El faraón había dicho que el secretismo y la discreción rodearían el traslado de los restos a la nueva morada de millones de años. Sin embargo, no podía consentirse semejante intromisión en los ideales del dios Amón como divinidad preeminente. Para evitarlo, debían ser drásticos tanto en su postura como en la acción que tuvieran que llevar a cabo.
Las escenas que se dieron al final del reinado de Akhenatón se repetían. La situación no era muy diferente: el trono de la tierra de Kemet lo ocupaba un faraón cuyos intereses se oponían a los del clero de Amón.
—No necesitamos más evidencias para corroborar que Tutankhamón está preparando algo a escondidas —espetó el gran sacerdote de Amón deteniéndose en seco—. De lo contrario no actuaría de esa forma. Y todo parece señalar que está relacionado con el enterramiento de su padre en la necrópolis real. No lo debemos consentir.
—Podríamos deshacernos del escultor —dijo Amenhotep intentando aportar una solución alternativa—. Nuestro hombre realizaría un trabajo limpio, pasaría completamente desapercibido.
—Con eso sólo conseguiríamos que el faraón montara en cólera —repuso el gran sacerdote de Amón negando con la cabeza.
—Entonces no veo más que una solución.
—Así es, mi querido Amenhotep. Contamos con el apoyo de Ay; la indiferencia de Horemheb, que en este caso no nos perjudica, y una situación más favorable que en los últimos años de Akhenatón.
—La salud del faraón no es la mejor. Ayer oí decir a los médicos que no había salido de sus dependencias debido al cansancio acumulado en los últimos días. Al parecer su conciencia le debe de estar carcomiendo la poca vitalidad que todavía le queda.
—Aun así, sigue realizando las mismas actividades físicas, ¿no es cierto?
—En efecto, pero cada vez con menos frecuencia. Sus momentos de ocio disparando con el arco en los marjales del río se han reducido; las últimas veces incluso realizó el ejercicio sentado en una silla.
—Un arquero lanzando sus flechas desde una silla plegable… —se burló Ramose.
—Pero es muy habilidoso con el carro. Siempre le acompaña un hombre de su guardia, alguien de confianza. Y lo cierto es que se maneja con soltura, incluso dispara con bastante precisión, según me han contado.
En aquel momento los dos hombres guardaron silencio. El sonido de unos pasos por la escalera los había puesto en guardia. Alguien se acercaba corriendo desde el otro lado del templo.
Al poco, un joven asomó la cabeza por la puerta. Parecía tenso y sudaba como consecuencia de la carrera. Se trataba de uno de los sacerdotes lectores que ayudaban a Ramose en los rituales diarios en el santuario de Amón. Saludó llevándose las manos a las rodillas y doblando la espalda en señal de sumisión.
El gran sacerdote asintió, y el recién llegado se enderezó y caminó con sigilo hasta él. Inclinándose de nuevo, dijo algo al oído de Ramose que Amenhotep no pudo oír.
El gran sacerdote miró al suelo como si estuviera digiriendo lo que acababa de oír. Hizo un gesto con la mano para despedir al joven, y éste abandonó al instante la habitación. Cuando el sonido de los pasos se perdió al final del pasillo, Ramose regresó con pesadumbre hacia su asiento y se dejó caer en él con todo su peso. Colocó las manos sobre los brazos de la silla y miró fijamente a Amenhotep.
—La reina Ankhesenamón ha perdido a su segundo hijo —dijo con voz grave.
—Se confirma así que no hay heredero al trono de las Dos Tierras.
—Exacto. Ay tendría vía libre para gobernar como legítimo sucesor de Tutankhamón.
—De nada han servido las precauciones tomadas por los médicos. Sus consejos han sido totalmente inútiles. Quizá sea el mejor momento para llevar a cabo nuestro proyecto.
—Hagámoslo, razones no nos faltan, pero reforcemos las precauciones. Amón está de nuestro lado. No debemos dejar nada al azar. Reunámonos cuanto antes con Ay y Horemheb; ellos ya deben de conocer la trascendental noticia.
—Vayamos ya mismo a palacio —instó Amenhotep.
Sin más dilación, los dos sacerdotes salieron al patio donde se encontraban las viviendas de los sacerdotes del dios de Uaset. Ramose apartaba a los jóvenes que con educación y respeto se detenían ante él. Amenhotep dio órdenes a uno de los guardias para que mandara un mensajero a palacio anunciando su próxima llegada y el deseo de reunirse con el general en jefe de los ejércitos, Horemheb, y con el padre del dios, Ay.
En uno de los extremos del patio principal del gran templo de Ipet-isut los esperaban los porteadores. Sentados en las dos sillas de mano llegaron hasta el embarcadero donde tomaron una barca río arriba, hacia el extremo de la ciudad donde se encontraba la residencia real.
Los dos sacerdotes realizaron el viaje en silencio, observando el tranquilo fluir de la vida a ambos lados del río. Los pescadores, acostumbrados a ver pasar a diario las grandes barcazas que conectaban el templo de Amón con el palacio del faraón, no sintieron ninguna curiosidad por saber quién iba en esa embarcación. Cuando la nave, de madera y papiro, alcanzó su meta, un nuevo grupo de porteadores los estaba esperando.
En palacio reinaba el mismo bullicio que en un día normal. El ir y venir de los funcionarios portando mensajes de un despacho a otro era frenético. En las últimas fechas habían llegado nuevos rumores de movimientos de los pueblos del norte en algunos lugares fronterizos, situación que había complicado el trabajo del ejército, reactivando la diplomacia donde era necesario y actuando de forma expeditiva en las ciudades en las que los problemas fueran mayores.
Pero eso no era lo que inquietaba a Ramose. Para él, el verdadero problema era que el trono de las Dos Tierras lo ocupaba un hijo del Faraón Hereje.
Un hombre los esperaba en la puerta de un edificio anexo en el que se encontraban las oficinas de los funcionarios más importantes; aquellos que trabajaban mano a mano junto al rey.
—Buenos días. El padre del dios os está esperando. Acompañadme, por favor. —La voz del hombre resonó en la entrada del vestíbulo que llevaba a un patio en el que no había jardín, estanque, ni nada que recordara una vivienda convencional; aquél era un lugar de trabajo, no había tiempo para el esparcimiento.
Los sacerdotes siguieron al funcionario hasta una sala de modesto tamaño ubicada en un emplazamiento del edificio en el que nunca antes habían estado, lejos de los despachos oficiales y de la zona de mayor tránsito. Sentados en un banco corrido los esperaban Ay y Horemheb.
—La situación ha cambiado de forma radical esta mañana —dijo Ramose tras tomar asiento—. La muerte del posible heredero de Tutankhamón crea un escenario nuevo para nuestros proyectos.
—Un escenario idóneo para nuestros intereses —apostilló Amenhotep.
El general de los ejércitos de Kemet, la Tierra Negra, apoyó los brazos sobre los muslos y relajó el cuerpo. Aquel día estaba siendo realmente ajetreado.
—En esta ocasión, Horemheb —señaló el gran sacerdote de Amón—, no hay excusa: a las serias dudas sobre la fidelidad del faraón al culto de Amón hay que añadir los preocupantes mensajes recibidos de las ciudades del norte. La presencia de Tutankhamón en el trono recuerda a nuestros enemigos la bonanza que vivían en tiempos de su padre, cuando entraban y salían de nuestras fronteras sin miedo a que nuestros hombres se enfrentaran a ellos.
Horemheb guardó silencio. Las palabras del sacerdote hacían daño a su corazón, pero eran ciertas. Se imponía un cambio en la política exterior.
—Quizá haya llegado tu momento, Ay —dijo el general en jefe, para sorpresa de los allí reunidos.
Un sentimiento de satisfacción embriagó al padre del dios.
—Debemos actuar con celeridad y sigilo —repuso éste—. Me plegaré a las decisiones que toméis.
—Mi papel se limitará a no interponerme en el proyecto —advirtió el militar—, pero no me pidáis que actúe en contra del rey. Entiendo que la situación es difícil y que es necesario un cambio para retomar el rumbo que tenía nuestro reino antaño, pero no es mi deseo participar directamente en un nuevo complot. —Con estas palabras, Horemheb se puso en pie y, ante el asombro de los otros tres hombres, dirigió sus pasos hacia la puerta—. Me mantengo al margen —añadió el general—. Obrad como mejor creáis. El ejército estará con vosotros, pero no quiero conocer vuestros planes. Actuaré en consecuencia. Podéis estar tranquilos, contáis con mi apoyo.
Después de que el general abandonara la sala pasó un tiempo hasta que los otros tres retomaron la conversación. Extrañados por la decisión del militar, por un instante dudaron de la idoneidad de seguir adelante con el proyecto.
—Así que contamos con un nuevo escenario… —Las palabras del padre del dios hicieron olvidar la ausencia de Horemheb. Ay no estaba dispuesto a perder la oportunidad de alcanzar una de sus máximas ambiciones. Ya era casi un anciano, no tenía nada que perder. Fuera como fuese, conseguiría el trono de las Dos Tierras.
—En efecto —asintió Ramose—. Ha llegado el momento de dar un paso adelante y retomar las riendas del gobierno de Kemet. Nosotros apoyaríamos tu ascenso a condición de que…
—Sin condiciones, Ramose. La ayuda sería mutua: yo saldría beneficiado y vosotros también.
—Al igual que Kemet —añadió Amenhotep con gran cinismo.
—Entonces sólo nos queda por decidir cómo dar el paso —dijo Ramose—. Cómo… acabar con el faraón.
La codicia por el poder, el anhelo de obtener cada vez más autoridad política y económica, habían convertido al gran sacerdote de Amón en un hombre sin escrúpulos. Estaba tan bregado en aquellas lides que no le temblaba el pulso a la hora de tomar decisiones terribles. A lo largo de su trayectoria religiosa había segado la vida de decenas de hombres, culpables e inocentes, de todas las clases sociales: desde los más ricos y poderosos, como el propio faraón, hasta los más humildes y desprotegidos.
Su frialdad sorprendió incluso al consejero del rey.
—¿Qué crees que debemos hacer ahora? —preguntó Ay, esperando que el sacerdote resolviera por él los detalles del problema.
—Es muy sencillo. La salud del faraón no es todo lo buena que nos gustaría, ¿no es así?
Ante aquel comentario, la risa de hiena de Amenhotep resonó en el aire cálido de la habitación.
—Ay, ¿sabemos cuál es el programa del rey para las próximas jornadas? —preguntó Ramose.
—Sí. La muerte del primogénito no cambiará nada de lo ya previsto. Si Tutankhamón no alteró sus planes cuando el aborto de la reina hace unos meses, no lo va a hacer ahora. Le gusta descansar en su alcoba y pasear por el jardín. Sólo realiza grandes esfuerzos cuando…
—Cuando marcha en carro de cacería —apostilló Amenhotep.
—Así es. Todos le piden que no cometa esos excesos. Sus piernas no son fuertes; en cualquier momento podría perder el equilibrio y caerse desde lo alto del carro. Si a eso añadimos la velocidad, el accidente podría ser fatal.
—Un accidente, claro, eso es lo que buscamos —dijo Ramose mirando el suelo y rascándose la barbilla—. El conductor del carro podría fustigar a los animales hasta que el rey perdiera el equilibrio. Ni siquiera sería necesario empujarlo o acabar con la vida del conductor para que, sin guía, los animales corrieran desbocados.
Los tres hombres ya estaban visionando la escena en su cabeza.
—El hombre que siempre acompaña al faraón en el carro, Huy, no se plegará a nuestros intereses —objetó entonces Ay—. Pero no perdáis la esperanza, creo conocer en los establos al hombre que podría ayudarnos. Hablaré con él. Tenemos tiempo para maniobrar; un margen suficiente como para no precipitarnos en el intento.
—No podemos fallar —repuso Ramose—. Sólo tendremos una oportunidad.
—Dejadlo en mis manos —señaló Ay con toda la frialdad del mundo—. No fracasaremos.
Howard Carter se sirvió una copa de vino y, con ella en la mano, se acercó a una de las ventanas del salón de su casa, un lujoso apartamento situado cerca del Royal Albert Hall de Londres, en el número 2 de Prince's Gate Court. Desde los cristales, humedecidos por la intensa lluvia que caía sobre South Kensington, se veía el célebre teatro londinense, de forma elíptica y construido en ladrillo rojo, y la gente que, intentando refugiarse de la lluvia bajo el paraguas, caminaba a toda prisa.
El egiptólogo soltó el visillo, se dio la vuelta y observó con melancolía el panorama de su salón. Junto a la chimenea había dos enormes maletas, aún sin deshacer, de su reciente viaje a Estados Unidos. Se acercó a una de las mesillas que había junto a la chimenea para hojear una vez más algunos de los periódicos americanos que hablaban de su gira de conferencias. Varios de ellos publicaban fotografías de su estancia en diferentes ciudades estadounidenses, algo que, en cierto modo, le llenaba de orgullo. Era extraordinario que una persona de formación académica más bien modesta hubiera alcanzado aquella meta.
Dejó en el montón un ejemplar del Washington Post y paseó por el salón con una mano en el bolsillo y la otra sosteniendo la copa de vino. Ensimismado en sus pensamientos, se dejó caer en su sillón favorito frente al calor de la chimenea. Bebió un sorbo de vino hasta apurar la copa y la dejó sobre la alfombra.
Todavía no tenía claro qué haría. Contaba con nuevas ofertas para seguir dando charlas sobre el descubrimiento de la tumba de Tutankhamón, pero en aquel momento, después de su largo viaje, estaba agotado.
Inquieto, se volvió a levantar y fue hacia su despacho, contiguo al salón. Sobre su escritorio había algunos dibujos que reproducían a grandes rasgos el centro del Valle de los Reyes. Los miró con cierta indiferencia. Era obvio que le interesaban, pero de nada valía tener interés en un trabajo que no podría desarrollar. Seguía sintiéndose un simple exiliado de su país.
La campana de la puerta sonó en el otro extremo del apartamento. Carter levantó la vista de los planos y vio que su asistente, Mark Walker, se dirigía por el pasillo a la entrada de la casa. Oyó que abría la puerta pero nada más.
El arqueólogo salió al pasillo.