Ramose se removió e hizo un gesto para tomar la palabra.
—Sin embargo, mi señor, dejando aparte la cuestión religiosa, no hay que olvidar que la situación en las fronteras del norte no es la mejor. Nuestros soldados se comportan de manera laxa e incoherente. El pueblo de Hatti se halla cada vez más cerca de los límites de nuestro poder. En palacio se reciben continuamente misivas de nuestros aliados pidiendo ayuda para luchar contra los ataques a los que sus pueblos se ven sometidos.
Tutankhamón miró a Horemheb.
—¿Qué tienes que decir a eso, mi general?
El militar tardó en responder. Le incomodaba verse mezclado en los tejemanejes de Ramose, pero la pregunta del rey le obligó a responder.
—Hemos recibido cartas pidiendo ayuda. Es cierto —se limitó a contestar.
—¿Y qué habéis respondido? —preguntó el faraón tras una pausa.
—No hemos conseguido frenar el avance del pueblo de Hatti, pero las ciudades más importantes, las que son la base de las rutas comerciales de la zona, siguen bajo nuestro dominio. Se ha continuado con la política existente hasta el reinado de vuestro padre, Vida, Salud y Prosperidad.
Todos guardaron silencio durante unos instantes.
—La seguridad de nuestro reino corre peligro —intervino de nuevo Ramose—. Son demasiados los argumentos que justifican la continuidad del régimen anterior tanto en lo militar como en lo religioso.
-¡No eres justo, Ramose! —exclamó el joven faraón intentando defenderse—. He construido de manera profusa en el templo del Opet del Sur
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. En los relieves de la galería de columnas aparezco haciendo ofrendas y respetando las doctrinas del dios Amón. He colmado de estatuas el templo Ipet-isut. ¿Qué mejor lugar para reconocer el valor y la preponderancia del clero de Amón? Y en ese mismo lugar sagrado he mandado construir una enorme avenida de esfinges donde se me verá conectando el templo con el santuario de Mut. ¿Acaso ya lo has olvidado?
El gran sacerdote de Amón no respondió. El general en jefe no parecía tener ninguna intención de retomar la conversación; había ido allí como simple acompañante, así se lo había expresado a sus compañeros y como tal estaba actuando. Ay y Ramose eran los dos únicos interesados en presionar al joven faraón para que reconociera abiertamente su inclinación hacia el culto de Atón, con lo cual podrían justificar sus planes: el sacerdote podría afirmar el poder religioso del clero de Amón y el asesor del faraón podría medrar un poco más en su camino hacia la sucesión al trono de las Dos Tierras.
—Será mejor que os marchéis —dijo el faraón cerrando los ojos y tapándose el rostro con las manos en un gesto de absoluto agotamiento—. No tengo ninguna gana de seguir despachando asuntos de Estado. Y no volváis a convocarme para este tipo de cosas. No hay nada de lo que discutir u opinar. Sé que mis palabras sobran.
Los tres hombres se encaminaron hacia la salida del salón. Tutankhamón, todavía sentado en su trono, los observaba.
—Ay, me has decepcionado.
La voz del faraón hizo que su asesor y hombre de confianza se detuviera de golpe. Mientras sus dos compañeros abandonaban la estancia, él se quedó solo en el centro de la sala.
—Creí que podía confiar en ti. Pero veo que te has dejado arrastrar por las seductoras palabras de los sacerdotes de Amón. ¿Qué te han prometido? ¿Apoyo en el trono cuando yo no esté sobre él?
Ay guardó silencio.
—Veo que la ambición comienza a corroer tus entrañas. Cuando mueras, a los embalsamadores les costará encontrar algo que meter en los vasos de los hijos de Horus. Ya eres anciano, has vivido mucho en la corte; tus días están llegando a su fin y no quieres ir al Amenti sin haber saboreado las mieles del poder absoluto. Eres libre de hacer tu voluntad, pero quiero que sepas que has perdido mi confianza. Quizá eso me perjudique y te obligue a acelerar el proceso de mi sustitución, pero ten por seguro que te costará llegar a donde yo estoy. Lo que suceda luego sólo los dioses lo saben, pero ten en cuenta una cosa: Horemheb, al igual que tú ahora, esperará su oportunidad para ocupar tu lugar. Al parecer el trono de las Dos Tierras se ha convertido en la cosa más preciada de Kemet, algo por lo que es fácil matar. Hazlo, Ay. No soy más que un muchacho desvalido, de salud débil y, por ahora, sin descendencia. Puedes hacerlo, pero no impidas al menos que lleve a mi padre conmigo a la tierra del Amduat.
Burton notaba la preocupación en la cara de Carter. Desde que había tenido la inesperada reunión con el gobernador de Luxor y saliera a la luz el asunto de la talla que representaba la cabeza de Tutankhamón brotando de una flor de loto, su amigo parecía más retraído de lo normal. Se dio cuenta de que aquella mañana, en la antecámara de la tumba, el egiptólogo hacía las cosas como un autómata, como si tuviera la mente en otra parte.
Carter, después de participar en el desmontaje de las capillas doradas que cubrían el sarcófago de cuarcita del joven rey, hizo un descanso. Una vez vaciada la cámara funeraria de los paneles que formaban las capillas interiores, ya sólo quedaba abrir el sarcófago. Su también amigo el ingeniero Arthur Callender daba los últimos retoques a una estructura de madera con la que, gracias a unos contrapesos y una serie de poleas, levantarían la tapa que cubría la sepultura.
Quizá era esa abrumadora amalgama de emociones la causante de que Carter, sentado en los cajones que hacían de escalera a la entrada, pareciera absorto. Pero Burton lo conocía bien y sabía que aquella actitud no era normal en él.
Con expresión concentrada, Carter dibujaba en una ficha un hermoso recipiente de calcita coronado por la escultura yacente de un león descansando y con la representación, sobre un fondo negro, de una escena de caza: varios perros se lanzaban sobre un antílope. Más de tres mil años después de su ejecución, esa escena tenía, a los ojos del arqueólogo, la misma viveza con que la grabó el artista para el Faraón Niño.
Carter observó el rostro grotesco de los geniecillos que hacían de capiteles de los dos pilares que, cual tallos de papiro, flanqueaban el recipiente. Era el rostro del dios Bes sacando la lengua, un genio protector en los numerosos contratiempos de la vida cotidiana de los antiguos egipcios.
Un talismán como ése era lo que el inglés necesitaba en aquellos momentos. Al tiempo que lo dibujaba, en su cabeza palpitaba todavía la conversación que meses atrás había tenido con monsieur Lacau. Recordaba que fue la polémica cajita hallada junto a ese recipiente de alabastro lo que despertó el primer conato de recelo hacia su trabajo en la tumba.
Mientras Carter dibujaba, los obreros continuaban trabajando en la cámara funeraria guiados por Callender. El ingeniero, que también se había percatado de la preocupación de su amigo, cruzó una mirada con Burton para que se aproximara a Carter. El fotógrafo comprendió al instante el significado de la mirada, dejó la cámara sobre el trípode en la esquina de la antecámara y se acercó.
—¿Qué tal, Howard? —dijo Burton con normalidad.
—Bien, Harry. Estoy dibujando este recipiente. —Carter levantó la pieza hacia una de las luces que había en la antecámara para observar su belleza al trasluz—. Es realmente magnífico.
—Sí que lo es —convino el fotógrafo—. ¿Cómo van las cosas con los de arriba? Arthur me dijo que en las últimas semanas has estado intercambiando correspondencia con las autoridades del gobierno.
El arqueólogo no rehuyó la conversación.
—Siguen protestando por el trato vejatorio que, según ellos, estamos dando a la prensa local —explicó—. Les he mandado una carta proponiendo una solución intermedia.
—¿Algo con lo que ganar tiempo? —preguntó Burton.
—La solución sería llegar a un acuerdo con The Times para que los periódicos egipcios publicaran la noticia en sus ediciones vespertinas y que en Inglaterra saliera en la matinal.
—¿Han contestado ya?
—Todavía no —respondió Carter con resignación—. Pero, aunque acepten, no tardarán en inventar otra artimaña para obstaculizar nuestro trabajo.
Carter metió la mano en el bolsillo de su chaleco y sacó un papel doblado. Era una carta sellada con el membrete del Ministerio de Obras Públicas.
—Mi despacho se está llenando de este tipo de misivas. No hay día que Ahmed no me traiga una con el correo. Léela, por favor. —El arqueólogo desplegó el papel y se lo entregó a su amigo.
Burton tomó la carta.
—Me piden un detallado informe de las personas que trabajan en la excavación —dijo Carter.
—¡Pero si nos conocen de sobra! —se quejó Burton mientras leía por encima el documento oficial que ratificaba lo que su amigo acababa de decirle.
—No es más que una excusa para entorpecer nuestro trabajo, dejar claro que están ahí y que si continuamos con esto es gracias a ellos. Con la nueva Constitución, los políticos nacionalistas han acaparado más poder. Todavía faltan meses para las elecciones, pero todos han empezado ya a tomar posiciones. Las cosas se están complicando.
Burton dobló de nuevo el papel y se lo devolvió.
—¿Y qué vas a hacer?
—Quizá me harte, cierre la tumba, les dé la llave y me largue —respondió Carter con absoluta tranquilidad.
Esa frialdad sorprendió a Burton; aquella postura tan sumisa cuadraba mal con su amigo.
—¿Les vas a dar la razón? ¿Tú, Howard Carter?
—Es una opción. Decirles que se encarguen ellos de la tumba y que nosotros desaparecemos. No hay otra forma de actuar con esta gente. No atienden a razones, sólo se guían por premisas políticas nacionalistas.
—¿Abandonarías el sueño de tu vida? —insistió el fotógrafo.
—Iría a Inglaterra. He de resolver algunos asuntos en Highclere sobre la colección egipcia de lord Carnarvon. Luego quizá fuera a Estados Unidos; he recibido una oferta para dar una serie de conferencias. De todas formas, durante el verano esto está parado. Aunque me temo que, si algunas actitudes no cambian, nuestra marcha podría ser definitiva.
Burton caminó unos pasos por la antecámara.
—Lo dices como si ya lo hubieras decidido, como si ese futurible fuera en realidad algo que vas a hacer en breve.
Carter no respondió. Apartó el lapicero del dibujo y observó nuevamente el recipiente con el león tumbado sobre la tapa.
—La estructura de las capillas ya está montada. —La voz de Callender desde la cámara funeraria sacó de sus pensamientos a los dos amigos—. Es lo suficientemente sólida para aguantar el peso del sarcófago.
—Bueno, pues sigamos donde lo habíamos dejado.
El egiptólogo se levantó y depositó el recipiente junto a otros objetos destinados al almacén. Guardó el dibujo y la ficha de la pieza en una carpeta y fue a la cámara funeraria para proceder al levantamiento de la tapa del sarcófago.
—Harry, por favor, toma algunas fotografías —solicitó a su amigo—. Será interesante que quede constancia de esta parte del trabajo.
Burton dejó la chaqueta sobre uno de los trípodes y cogió su enorme y aparatosa cámara fotográfica.
La operación tenía que realizarse con suma precisión, pues cualquier fallo podía hacer que la tapa cayera en el interior del sarcófago, donde se suponía que estaba la momia. Para ello Carter contaba con su amigo Callender —verdadero organizador— y con sus obreros más cualificados, auténticos saltimbanquis capaces de trepar por los listones de madera y deambular por encima del sarcófago de cuarcita amarilla sin dañar los paneles de la capilla más exterior, aún en el interior de la cámara.
El único allí que se limitaba a mirar era el inspector del Servicio de Antigüedades, testigo de cuanto sucedía dentro de la tumba de Tutankhamón.
—Creo que estamos todos preparados y que cada uno sabe lo que tiene que hacer, ¿no es así? —preguntó Carter.
Todos asintieron con expresión grave, conscientes de la importancia de aquel instante.
Desde el descubrimiento de la tumba, hacía casi un año, nunca había fallado nada en los trabajos. Los inconvenientes que surgían por la propia naturaleza de aquella tarea o por situaciones a las que los arqueólogos nunca habían tenido que enfrentarse, se habían ido solventando. Con el cambio de ambiente en las habitaciones y el paso de los días, muchos muebles crujían y pedían a gritos un trabajo de consolidación. En este sentido, gracias a la pericia como restaurador del químico Alfred Lucas, que sabía qué producto debía usar en cada momento, los «tesoros» de la tumba fueron tratados uno tras otro para luego ser trasladados al Museo de El Cairo, donde muebles, figuras, pequeñas capillas, ropas, instrumentos, armas o cualquier clase de objeto aparecido en la antecámara se someterían a un nuevo proceso de consolidación.
Sin embargo, la apertura del sarcófago conllevaba más riesgo. No se trataba de mover un objeto liviano y pequeño; esa tapa parecía pesar enormemente… El más mínimo fallo podía echar por tierra el trabajo de las últimas semanas.
El arqueólogo miró al inspector del Servicio de Antigüedades a la espera de su conformidad. Cuando el egipcio asintió, Carter comenzó a dar sus órdenes.
—Empecemos. Por favor, Arthur: a la de tres, todos tiramos hacia abajo.
Callender asintió y se acercó a una de las cuerdas que pendían de las esquinas de la estructura. El ingeniero era un hombre fornido y alto; él tiraría de la cuerda desde ese lado. En las otras tres esquinas, sendas parejas de egipcios harían lo propio hasta que, a juicio de Carter, la tapa hubiera alcanzado la altura necesaria.
Cuando el arqueólogo vio que sus hombres estaban preparados, dijo:
—Una…, dos… y… tres. ¡Arriba! ¡Con fuerza!
La voz de Carter resonó como un trueno en la cámara funeraria.
—Otra vez. Una…, dos… y… tres. ¡Arriba! —repitió con la misma intensidad.
La tapa del sarcófago comenzó a elevarse y balancearse ligeramente en el aire. El crujir de las cuerdas apenas se oía bajo los quejidos que lanzaban los obreros por el esfuerzo.
A medida que la tapa ascendía, la mirada de Carter se internaba en la oscuridad del sarcófago en el intento de ver qué escondía. El inglés se limitaba a guiar con las manos la losa de cuarcita para que no se dañara con los listones del armazón de madera.
—Un último esfuerzo, amigos. Prácticamente lo hemos logrado —alentó a sus obreros.
Cuando la tapa estaba a más de un metro del sarcófago ya no quedaba duda de lo que había en su interior.