Un grupo de jóvenes entró con bandejas llenas de frutos, copas de vino, agua y otras exquisiteces y las dejaron sobre la mesa que había junto a dos sillas de ébano de elegante ejecución.
El joven rey seguía disfrutando de la casa del escultor, fijándose en detalles de la decoración o en elementos de la construcción que antes le habían pasado desapercibidos. No parecía tener muchas ganas de hacer otra cosa.
—¿Cuál es el motivo de tan honorífica visita?
Las palabras de Tutmosis devolvieron a la realidad al soberano de las Dos Tierras.
—Me gustaría hablar contigo en el taller.
La respuesta del faraón sorprendió al artista.
—Como desees. Será para mí un placer. Si me permites, te acompañaré hasta mi modesto estudio.
Tutmosis hizo un gesto con la mano al sirviente que parecía el jefe para que llevaran al taller todo lo que habían traído. Además de las bandejas, los sirvientes cogieron varias sillas para acomodar al faraón y a su séquito. Al verlos, Tutankhamón se detuvo en seco.
—No, Tutmosis. Quiero hablar contigo, a solas, en tu taller.
Al instante, los sirvientes dejaron las sillas y llevaron lo justo para que el rey y el escultor estuvieran cómodos durante el tiempo que durara el encuentro.
Tutmosis guió al soberano hasta una escalera secundaria que llevaba directamente a la parte de atrás de la casa, justo frente al camino que daba acceso al taller. De ese modo evitaban volver al pórtico y caminar más del doble de lo necesario.
El taller, donde el artista solía trabajar ayudado por un equipo de aprendices, se hallaba muy cerca de la casa. A un gesto del joven faraón, su guardia personal permaneció frente a la puerta. Varios asistentes entraron para colocar algunas lámparas y luego los dejaron solos.
—Así que aquí es donde trabajas… —dijo el joven rey mientras paseaba la mirada por las estanterías, llenas de modelos y de piezas ya acabadas.
El escultor guardó silencio. Habría bastado una sola palabra para romper la magia del momento. El faraón estaba disfrutando de la visita, y eso agradó a Tutmosis. Se dio cuenta de que el joven era un vivo reflejo de su padre; el parecido físico no era muy grande, pero el interés que mostraba por su trabajo sólo podía haberlo heredado de Akhenatón.
Tutankhamón detuvo su pausado caminar delante de una balda en la que descansaba una escultura que representaba una cabeza de tamaño natural. La piedra era extraordinariamente blanca; una caliza de calidad excepcional procedente de las mejores canteras del sur del país. Los rasgos a los que daba forma eran tan precisos al original, que el faraón pensó por un momento que se encontraba frente al propio Ay.
—¿Es un encargo? —preguntó sin apartar la vista de la piedra.
—Así es, mi señor. En breves días haré la entrega.
El joven no pudo evitar pasar sus manos sobre ese rostro. Parecía real. Cuando el escultor acercó una lámpara, las sombras que la luz proyectaba sobre el rostro dieron la impresión de que realmente gesticulaba.
—Eres un maestro, Tutmosis.
—Muchas gracias, faraón, Vida, Salud y Prosperidad.
—Recuerdo con añoranza las visitas al taller en Akhetatón, cómo me explicabas, siendo niño, tu método de trabajo, la confección de modelos para que luego los aprendices copiaran las piezas y las acabaran dando su toque personal.
—Una imagen es el reflejo vivo de una persona o de una escena. Es algo eterno. De nuestras manos depende que ese momento se detenga para la eternidad en la magia de una escultura o una pintura…
—Aquí hay muchos ejemplos de lo que dices. En tu arte se concentra el saber y la sensibilidad que tu familia ha sabido reunir durante generaciones. Mi padre te tenía en gran estima; para él hiciste las mejores obras. Aún recuerdo las imágenes de la familia real adorando al disco solar de Atón en el balcón del palacio de Akhetatón. Las esculturas de mis hermanas o de la hermosa Nefertiti, cuyos rasgos cautivaron a los habitantes de la ciudad como lo haría la belleza de una diosa.
Al oír esos nombres, Tutmosis se estremeció y, temiendo que alguien los escuchara, miró nervioso hacia la puerta. Llevaba años sin mentar siquiera a los protagonistas de aquel oscuro pasado del que los sacerdotes del clero de Amón le habían obligado a renegar, como a tantos otros funcionarios. Sin embargo, Tutankhamón los había nombrado con absoluta naturalidad. Eran su familia, no podía dar la espalda a su propio origen.
En un extremo de la mesa, oculto por una tela de lino blanco, sucia ya por el uso, descansaba una figura no muy grande. Tutankhamón, sintiéndose dueño de cuanto había en su reino, no pidió permiso para levantar la tela y ver lo que ocultaba. Al escultor no le importó, al contrario.
Al verla, el rostro del joven rey se mudó de inmediato. Pasaron unos instantes hasta que pudo reaccionar. Miró al artista y, con una sonrisa nerviosa, dijo por fin:
—Es magnífica, Tutmosis.
Se trataba de una escultura de Akhenatón. Confeccionada en piedra caliza, había sido cubierta por una fina capa de estuco sobre la que una delicada policromía reconstruía todas y cada una de las tonalidades. La corona azul tenía un brillo intenso, y los rasgos de la cara no eran tan exagerados como en los retratos clásicos que Tutankhamón había visto en ocasiones. Al contrario, eran mucho más naturales; eran el vivo reflejo del recuerdo que el muchacho tenía de su padre antes de que lo viera fallecer hacía ahora casi diez crecidas del río.
Tutankhamón dejó el bastón apoyado en la mesa para poder acariciar con las dos manos el rostro del que fuera su padre.
Tutmosis, testigo de aquel intenso momento, no perdía detalle de los gestos del muchacho al contemplar su obra.
—Se trata de un modelo que confeccioné en su momento para los aprendices del taller —explicó—. Era necesario trabajar en varios grupos para sacar adelante el encargo de Akhenatón, Vida, Salud y Prosperidad, de casi un centenar de estatuas para el nuevo templo de Atón.
—Es él —dijo Tutankhamón—. Un escalofrío recorre mi espalda al verlo. Parece que está aquí, en el taller, viéndonos.
El escultor retiró completamente la tela de lino que lo cubría y acercó la escultura al borde de la mesa para que el rey pudiera ver los detalles que había en la parte de atrás.
—Lo traje oculto en un envío de bloques de piedra —confesó Tutmosis—. No fue sencillo sacarlo de mi taller de Akhetatón. Los sacerdotes de Amón me exigieron que viajara a Uaset cuanto antes y apenas me dio tiempo a coger lo necesario. Además, insistieron en que nada relacionado con el antiguo culto de Atón podría entrar en los confines de la ciudad. En realidad eran dos esculturas, pero la de la reina Nefertiti me fue imposible traerla; se quedó en el taller de la antigua capital.
—Puedo imaginar la belleza del retrato de la reina viendo la fidelidad que has conseguido en éste… Precisamente por eso he venido a verte.
Tutmosis se estremeció por un instante.
—Estaré a tu disposición para lo que gustes —dijo el artista al tiempo que agachaba la cabeza y se llevaba la mano derecha al pecho en señal de respeto y sumisión.
—Es mi deseo que hagas una escultura para mí. No quiero influirte con modas, ideas, ni nada parecido; no deseo condicionarte, pero me gustaría que fuera algo sublime, algo… de lo que mi padre también estuviera orgulloso.
El joven faraón volvió a tapar la escultura, la empujó levemente hasta la pared para que no hubiera peligro de que alguien por descuido la tirara y, tras tomar su bastón, se encaminó hacia la puerta.
—¿Puedo saber para qué es? —preguntó el escultor—. Quizá ese dato me ayude a encauzar un poco el trabajo.
—Pregunta a tu corazón, Tutmosis. Durante años hiciste un trabajo extraordinario para mi padre. Hazlo ahora igual, como si fuera para él…
Al escultor le sorprendió esa petición, pero creía saber por qué derroteros se inclinaban sus intenciones.
—Mañana a primera hora comenzaré a trabajar.
—Hazlo, pero con la máxima discreción. Sería una lástima que los avariciosos sacerdotes del clero de Amón conocieran los detalles del pedido que te he hecho. Es más, sería oportuno que nadie supiera siquiera que esta tarde te he visitado. Sé discreto y exige esa misma discreción a tu familia y a tu servicio. Sé que será difícil que no trascienda, pero ten en cuenta que no sería bueno para nadie.
El faraón salió del taller. En el exterior, a pocos pasos, los guardias le esperaban; cuando lo vieron aparecer se cuadraron.
Tutmosis salió detrás de él. Antes de alcanzar la salida de la lujosa villa, el faraón puso la mano sobre el hombro del escultor y, mientras éste doblaba el espinazo para despedir al señor de las Dos Tierras, Tutankhamón señaló: —Avísame cuando lo hayas acabado.
El calor en el Valle de los Reyes era extenuante. El tópico se hacía más real y cruel a medida que avanzaban los días de primavera anunciando un verano que, como de costumbre, amenazaba con derretir las piedras. El sol caía de pleno sobre ellas, mientras François Lyon se preguntaba cómo demonios se las arreglaban aquellos egipcios para caminar descalzos sobre lascas que parecían estar al rojo vivo.
El trabajo de prospección en la necrópolis real de los faraones del Imperio Nuevo tenía que ser rápido y selectivo, pero ¿dónde buscar? ¿Dónde podría encontrarse esa tumba de la que hablaba el ostracon descubierto por Howard Carter? ¿Sería, realmente, tan fastuosa como imaginaba? Al final podría resultar un verdadero chasco.
El francés sacó del bolsillo derecho del pantalón el hallazgo realizado hacía apenas cuarenta y ocho horas. Con las primeras luces del día, la pala de uno de sus obreros se había topado con un fragmento de un ushebti, una escultura funeraria, de aspecto momiforme, cuyo rostro sonriente parecía guardar un secreto milenario. El ushebti estaba hecho de fayenza y sin lugar a dudas pertenecía a un faraón; sobre la frente portaba la cobra, símbolo real por antonomasia, lo que significaba que procedía de una tumba real que debía de estar en las proximidades. Pero ¿cuál?
Lyon creía tener la respuesta.
La pieza era delicada y de un trabajo exquisito. El intenso color blanco de la pasta empleada para su confección brillaba bajo los rayos del sol. La inscripción, aunque fragmentada, dejaba entrever los jeroglíficos que daban forma al nombre de Amenofis IV, el Faraón Hereje Akhenatón, con el nombre del disco solar en primer término.
El lugar donde la habían encontrado coincidía con uno de los enclaves que el francés suponía como más idóneos para la ubicación de la tumba. Creyendo que estaba cada vez más cerca de su objetivo, después de gratificar al obrero que había hallado la estatuilla, el secretario del gobernador de Kena había dado orden de prolongar los trabajos, pero, a pesar de su empeño, la sepultura se escabullía entre los millones de granos de arena que formaban el suelo. El francés llegó a pensar si serían ciertas las palabras que había oído decir al arqueólogo inglés en el despacho del gobernador: «Una tumba es un ser vivo, si ella quiere, usted la descubrirá, pero si no, la entrada se hundirá en la arena más y más y le resultará imposible acceder a ella».
Con más desazón que esperanza observaba cómo sus obreros hincaban la pala con la idea de toparse con un peldaño o la jamba de una puerta.
—En los próximos meses, Carter dará una serie de conferencias en Estados Unidos.
La voz de Jehir Bey le sacó de sus pensamientos. Cuando levantó la mirada, la fuerte luz del sol únicamente le permitió ver una silueta coronada por el característico tarbush. El gobernador comenzó a caminar alrededor del lugar donde estaban trabajando.
—Hace días que salió de Alejandría —añadió con resignación— y está a punto de llegar a Londres, si es que no se ha reunido ya con lady Carnarvon…
Su tono revelaba cierta preocupación. Desde el mismo día en que Carter entregó la llave de la tumba de Tutankhamón, el gobernador de la provincia de Kena realizó las gestiones necesarias para reunir un equipo de trabajadores que «limpiara» algunas partes del valle con la supervisión de su secretario como arqueólogo. La excusa era perfecta: un programa de adecuación de la necrópolis al creciente turismo; limpiar las vías de acceso para hacer más cómodo el tránsito de los visitantes, evitar incomodidades y, al mismo tiempo, llevar a cabo sus planes sin ningún pudor.
Pero habían pasado dos semanas y todo parecía seguir como el primer día. La tumba se resistía a aparecer.
—¿Conseguiste avanzar en tu trabajo sobre el ostracon? —preguntó el egipcio.
—Todo sigue igual —respondió Lyon, frío y distante.
—La última vez me aseguraste que andábamos cerca… —dijo el gobernador con cierta esperanza.
El francés se secó el sudor con un pañuelo y miró fijamente a su jefe.
—Hacemos cuanto podemos —dijo clavando en él sus ojos azules—. No es un trabajo sencillo. Se trata de una limpieza y prospección encubierta. Si no queremos que se nos eche encima alguno de los inspectores del Servicio de Antigüedades, no podemos correr riesgos.
—Por eso no te preocupes, François —atajó el egipcio con aplomo—. Ésos no nos darán problemas. Veo que has cambiado de ubicación… ¿Estás seguro de que sabes dónde buscar?
Jehir Bey miró a ambos lados del pequeño wadi que se abría en uno de sus laterales, resguardado de miradas indiscretas. El suelo parecía moverse bajo sus pies cuando caminaba por la gravilla que cubría la superficie de la necrópolis. Los obreros que había en la zona, apenas un puñado que excavaban siguiendo las premisas dadas por el francés, miraban con recelo y temor al gobernador. Sabían quién era y los medios de los que se valía para conseguir sus objetivos. Pero el pago por ese trabajo, más del doble de lo que hubieran conseguido en un empleo convencional como felahim en una excavación extranjera, era demasiado suculento para andarse con remilgos.
—Sólo estaré seguro cuando descubra una puerta bajo la arena —respondió Lyon.
—He visto que había gente entrando y saliendo de la tumba de Tutankhamón —dijo entonces el egipcio, cambiando de conversación.
—Sí, creo que están inventariando las piezas que hay dentro. Los trabajos se retomarán en breve. ¿Quién va a ser el nuevo encargado?
—No lo sé todavía, alguno de los inspectores. Quizá Ibrahim.
La mueca de desconfianza de Lyon no pasó desapercibida al gobernador.
—No te veo muy conforme con el giro que han dado los acontecimientos en las últimas semanas.