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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

La tumba perdida (26 page)

BOOK: La tumba perdida
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—Proviene de Tutankhamón. La encontramos en el pasillo de acceso a la antecámara, junto a otros objetos. La retiramos los primeros días porque estaba en el lugar de paso a la habitación. No se la ha fotografiado, sólo aparece en los dibujos que se han realizado del pasillo. Junto a ella había restos de la pintura; están guardados en ese paquete que hay junto a la caja. Antes de enviarla a El Cairo hay que restaurarla. Con la vorágine de los primeros días del descubrimiento no pudimos hacerlo. Estamos buscando el momento para ello.

—Algo así no habría pasado inadvertido ante la mirada de ningún inspector, por muy inexperto que fuera —señaló el francés tomando el pequeño paquete de algodón en cuyo interior había restos de pintura de la magnífica cabeza—. Pero no creo que la mejor manera de registrarla sea esconderla dentro de una caja de vino de Fortnum & Mason…

Carter se percató enseguida del doble sentido que encerraban las palabras del francés.

—No estaba escondida —replicó de manera cortante—. La guardé ahí para alejarla de miradas indiscretas y protegerla de posibles golpes de los miembros de mi servicio.

Con sumo cuidado, monsieur Lacau dejó la cabeza del Faraón Niño en el mueble donde descansaba la caja.

—¿Dice que todavía no la han fotografiado? —preguntó sin apartar la vista de la fastuosa talla de madera.

—Así es.

—Una pieza de esta calidad no pasa desapercibida. Sin embargo, no he oído comentarios sobre ella por parte de los miembros del equipo. Qué extraño que no…

—Le acabo de decir —le interrumpió el egiptólogo antes de que el francés alcanzara su objetivo— que la estatua se encontraba justo frente a la puerta sellada que daba acceso a la antecámara. La retiramos el primer día que accedimos a ella, el 26 de noviembre del pasado año. Así aparece en los dibujos. Puede confirmarlo en el diario de excavación. La apartamos porque, cuando realicé el agujero por el que vimos por primera vez el interior de la habitación, los escombros cayeron muy cerca de donde estaba la talla. Corría un serio peligro, así que ordené que la quitaran de allí de inmediato. Después, con la emoción y el entusiasmo del momento, nos olvidamos de ella hasta hace unos días. Es, sin lugar a dudas, una pieza extraordinaria, pero es una más entre los cientos que hemos descubierto hasta ahora en el interior de la tumba.

—La emoción y el entusiasmo del momento, dice usted… Hasta que, por un azar del destino, acaba en su casa dentro de una caja de vino de Fortnum & Mason… Entiendo.

—Aunque le cueste creerlo, ésa es la verdad. Mi intención es dibujarla y estudiarla en casa antes de llevarla, con el resto de los objetos, al almacén de la tumba de Ramsés XI, donde la embalarán con cuidado para el viaje a El Cairo.

El director del Servicio de Antigüedades apartó por primera vez en varios minutos la mirada de la fastuosa talla y observó al arqueólogo.

—Señor Carter, no me es grato decirle que creo que este sorprendente descubrimiento viene a confirmar las sospechas relativas al poco rigor con el que trabaja en la tumba —dijo con gesto de preocupación.

—¡Eso no es cierto y lo sabe! —se defendió Carter, indignado.

—Me resulta muy violento hacerle estos comentarios, pero el otro día llegó a mis oídos que habían visto con sorpresa que entre los objetos aparecidos en la cámara funeraria habían descubierto una deliciosa cajita para ungüentos de oro y lapislázuli.

—Es cierto, se encontró junto a unos jarrones zoomorfos de alabastro detrás de la primera puerta de las capillas doradas.

—Los conozco muy bien. Uno de esos jarrones en cuya tapa descansa un león blanco; una pieza soberbia. Pero resulta que habían visto esa misma cajita sobre su mesa de trabajo a las pocas semanas de descubrir la tumba, es decir, meses antes de que se abriera «oficialmente» —Lacau resaltó la palabra— la cámara funeraria.

—Quien le haya hecho tal afirmación está en un error; debió de confundirse con cualquier otro objeto de la antecámara. Recuerde que eran cientos los que extrajimos y catalogamos. Esa caja no pudo salir de la cámara funeraria porque, sencillamente, no se había abierto antes.

—O quizá sí. No es la primera sospecha que me llega acerca de la entrada furtiva en la cámara funeraria la misma noche de noviembre que accedieron a la antecámara. Curiosamente el mismo día que, como usted acaba de reconocer, extrajeron esta cabeza.

—¡Eso es absolutamente falso! —insistió Carter sabiéndose entre la espada y la pared—. ¡Su inspector estuvo con nosotros en todo momento!

—Eso no es del todo cierto. Mi inspector sólo estuvo con ustedes el tiempo que duraron los trabajos de excavación. Luego la puerta se cerró bajo su responsabilidad, no la nuestra. El guarda que la custodiaba había sido colocado por usted, quien además tenía la llave, ¿no es así?

—Así es —reconoció el inglés—. Pero eso no significa que alguien entrara por la noche en la tumba. Los guardas del exterior de la necrópolis lo habrían visto y lo habrían denunciado al instante. Y esos guardas no los pongo yo sino su amigo el gobernador. —Carter acabó su defensa con una sonrisa que parecía darle ventaja en aquella improvisada lucha de acusaciones.

—No sea inocente, mi querido amigo —contraatacó Lacau con la frase que sabía que su colega detestaba—. ¿Acaso cree que las marcas en la puerta de acceso a la cámara funeraria no eran visibles?

—No sé a qué se refiere.

—El señor Burton me mostró algunas fotografías de la puerta en las que se veía perfectamente un manchurrón de yeso…,la señal inequívoca de que se había perforado y vuelto a tapar.

Carter permaneció en silencio. Sabía que no tenía nada que alegar en su defensa, pero también sabía que esas afirmaciones eran indemostrables.

—Eso no tiene ningún sentido…

—¿No lo tiene? ¿Por qué entonces colocaron esa extraña tarima frente a la puerta para realizar la que llamaron «apertura oficial» de la nueva cámara?

—Obviamente, para que todos pudieran observar los trabajos. La habitación estaba repleta de autoridades —argumentó el inglés.

—La antecámara de la tumba no es la Ópera de París ni el Albert Hall de Londres, ¡es una habitación de apenas ocho metros, señor Carter! ¿No estaría allí la tarima para tapar el cambio de coloración que había en la parte de abajo de la pared? Coloración que, por cierto, durante los trabajos se ocultó con un cestillo de mimbre que sin duda tenía gran importancia, pues fue la única pieza, junto a las estatuas de los ka del joven rey, que quedó en la antecámara el día de la apertura.

—¡Eso es absurdo! Burton hizo fotografías de la puerta sin ningún objeto delante…

—Y en esas fotografías se ve perfectamente el cambio de tonalidad de la pátina de yeso que cubría los sellos de la puerta. Cualquiera puede verlo…

Carter no refutó las evidencias que señalaba el director del Servicio de Antigüedades.

—Antes me decía que no había introducido ni una sola pieza en el mercado negro de antigüedades —continuó el francés—. Y ahora encuentro en su propia casa una magnífica estatua procedente de la tumba de Tutankhamón sin fichar ni registrar. ¿Qué hace aquí ese busto? Permítame que sospeche una vez más de usted, mi querido amigo. ¿Para qué si no la guarda en su casa, lejos de miradas furtivas?

Lacau regresó a la silla, apuró el vaso de limonada y volvió a meter en el maletín los documentos que antes había entregado a Carter. Cerró el maletín y se dirigió hacia la puerta del despacho.

—Informaré al inspector del Servicio de Antigüedades que le acompaña en la excavación para que mañana se cerciore de que este busto se encuentra en el almacén del Valle de los Reyes. Transmítale un afectuoso saludo a lord Carnarvon y mi deseo de que pronto se encuentre en perfecto estado de salud entre nosotros. Sinceramente, se le echa de menos. Buenas tardes, señor Carter.

Después de que la puerta del despacho se cerrara, todo volvió a la tranquilidad. El arqueólogo se apoyó en el alféizar de la ventana y, con la mirada perdida en el sol poniente que reflejaba sus rayos dorados sobre la Montaña Tebana, reflexionó unos minutos sobre lo que acababa de suceder.

No le quiso dar más vueltas. Volvió a su mesa de trabajo y antes de que acabara de encenderse un nuevo cigarrillo ya estaban sonando las teclas de su máquina de escribir.

Capítulo 15

En la recepción del Winter Palace, Howard Carter hojeaba con interés la última edición de los periódicos que, además de The Times, publicaban noticias sobre el descubrimiento. Había visto caras largas en algunos miembros de la excavación por el tema del busto del Faraón Niño, y temía que los rumores hubieran llegado a la prensa y que desde sus páginas se contara una historia distorsionada de lo que realmente había sucedido.

Por suerte, la noticia no había trascendido. Un alivio momentáneo recorrió el cuerpo del egiptólogo. Mientras dejaba el lote de periódicos en la mesa baja que se hallaba frente a su asiento, no se dio cuenta de que uno de los mozos de la recepción se acercaba a él con presteza.

—Señor Carter…, señor Carter…

El inglés no atendió la llamada del joven hasta que éste le apretó el brazo con delicadeza.

—Tiene una llamada de lady Evelyn Carnarvon —dijo el muchacho con una sonrisa al tiempo que señalaba las cabinas que había junto a la escalera principal—, en el teléfono número dos.

—Muchas gracias, eres muy amable —respondió Carter volviendo de golpe a la realidad.

Se levantó y caminó hacia donde señalaba el mozo.

—¿Evelyn?

—¡Howard! —La voz de la hija de lord Carnarvon parecía emocionada.

—Hola, querida… ¿Qué sucede?

—Es papá… —La joven no pudo acabar la frase debido a las lágrimas.

—Tranquilízate, Evelyn. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo está tu padre?

—Ayer parecía que estaba bien, incluso se animó a salir a dar un paseo por los jardines del hotel. Se sentía en tan buena forma que acompañó a Gardiner al cine, pero al regresar estaba agotado. El médico dice que tiene neumonía, pero yo cada vez lo veo peor —consiguió decir antes de prorrumpir de nuevo en llanto.

—No te preocupes, querida. A ver…, hoy es día 20…, 20 de marzo, martes. Tomaré el tren de la tarde y mañana a primera hora estaré en El Cairo. Espérame en el Continental Savoy. Yo también me alojaré allí. ¿Tu madre está al corriente?

—Mandé un telegrama a Highclere para que viniera cuanto antes —dijo Evelyn, ya más tranquila al saber que Carter iría a El Cairo—. He recibido su respuesta hoy: dice que vendrá cuanto antes, alquilará un aeroplano y se traerá un buen médico.

—Magnífico. No te preocupes, pronto estaremos todos allí. Cuídate.

—Gracias, Howard —murmuró lady Evelyn antes de colgar.

Sin perder un instante, Carter salió del hotel en dirección al embarcadero para tomar el primer transbordador.

Cuando llegó a su casa, dio las órdenes oportunas a Ahmed, quien unas pocas horas después ya lo tenía todo preparado: el equipaje, el billete y el transporte hasta la estación.

Nervioso por la incertidumbre de los acontecimientos, Carter se personó en la estación de tren de Luxor varias horas antes de que saliera el tren. No habría podido llenar el tiempo de otro modo, quería llegar a El Cairo cuanto antes. Cigarrillo tras cigarrillo, pasó los minutos en el más absoluto de los silencios hasta que el tren apareció en la estación procedente de Aswan. Como un autómata, siguió a su fiel Ahmed, que con el billete en la mano le indicó la puerta de su vagón. Apenas hubo tiempo para las despedidas; el tren había llegado con retraso, como de costumbre, y urgía salir lo antes posible. Carter no se percató de que un chiquillo golpeaba el cristal de su cabina ofreciéndole golosinas. Cuando se oyó el pitido que anunciaba la salida del tren, el muchacho comenzó a caminar apresuradamente, empeñado en conseguir llamar la atención del inglés. Pero la carrera fue en vano.

Pronto el tren se adentró en los campos de cultivo que rodeaban la ciudad de Luxor. Grandes plantaciones de caña de azúcar pasaban una tras otra ante la mirada perdida en el horizonte del descubridor de la tumba de Tutankhamón. Sus pensamientos estaban muy lejos de aquel escenario casi bucólico que le había acompañado en los últimos años de su vida. Por primera vez en mucho tiempo sentía miedo, y no por sí mismo sino por la desprotección en la que había dejado a sus amigos. Él había descubierto el ostracon que hablaba de esa tumba maldita, sin embargo era la gente que le rodeaba la que se hallaba en peligro. Primero fue el ataque a Ahmed, luego el intento de envenenamiento de su querida Evelyn, y ahora peligraba la vida de su amigo y mecenas… No quería ni pensar qué pasaría si perdía a lord Carnarvon…

No podía seguir negándose a sí mismo que las cosas se estaban complicando. No sabía si achacarlo a la maldición de la que hablaban sus colegas egipcios, pero estaba convencido de que a su vuelta a Luxor todo sería completamente distinto. El interrogante radicaba en conocer qué ficha desaparecería del tablero.

* * *

Y Carter estaba en lo cierto. A los pocos días de llegar a El Cairo, la salud de lord Porchester, el quinto conde de Carnarvon, empeoró y el jueves 5 de abril falleció en su habitación del hotel Continental Savoy.

Cuando Carter llegó a la capital, la situación se había agravado desde las últimas noticias recibidas por boca de lady Evelyn. El médico australiano que atendía personalmente a lord Carnarvon no conseguía bajarle la fiebre. Pasó las últimas horas en un sufrimiento continuo, entre delirios y alucinaciones en las que se creía protagonista de conversaciones con Tutankhamón.

Pocos días después de que Carter llegara a El Cairo lo hizo lady Carnarvon. Había alquilado un biplano, un De Havilland DH9c de los que se habían usado en la Primera Guerra Mundial, ahora reconvertidos para uso civil, y había conseguido cruzar Europa en un tiempo récord. Junto al mejor piloto de Inglaterra, la esposa de lord Carnarvon se hizo acompañar por un excelente médico. Por desgracia, la situación era ya muy grave y prácticamente no pudo hacer nada.

Poco a poco, los médicos fueron juntando las piezas del complicado puzle en el que se habían convertido los últimos días del aristócrata. La muerte fue provocada por una neumonía que derivó en septicemia, una infección generalizada debida, al parecer, a una herida en la mejilla: una picadura de mosquito que el conde abrió sin querer al afeitarse, y que poco después se infectó. Su débil salud y el poco reposo hicieron el resto.

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