Con una sonrisa, el secretario siguió moviendo la lámpara en todas las direcciones para ver al completo el interior de la cámara. Le extrañó su pequeño tamaño. El techo no era muy alto, apenas dos metros, y estaba inclinado hacia la derecha de la entrada. Dedujo entonces que la tumba debía de seguir por ese lado. En aquella parte de la cámara, un hueco mostraba lo que a todas luces era el comienzo de una galería. Seguramente ahí empezaba el pasillo principal que daba acceso a la escalera por la cual se descendería al Amduat.
Aunque exultantes por el descubrimiento, los hombres no perdieron el tiempo en emociones y celebraciones sino que se centraron en el trabajo: acabaron de retirar las lascas que cubrían la entrada e hicieron un agujero lo suficientemente grande para que entrara una persona.
El secretario volvió a leer las notas que tenía acerca del ostracon robado a Carter. Sus sospechas parecían confirmarse.
Con cuidado, Lyon entró a gatas en la cámara. Apenas se podía estar de pie. Aquella sepultura era extraña, no se parecía al resto de las tumbas del Valle de los Reyes: no había pinturas en las paredes, y éstas apenas habían sido desbastadas por los cinceles de cobre de los antiguos artesanos. Avanzó unos pasos hacia el centro de la cámara, donde estaban amontonados los ataúdes. Debía de haber más de media docena y parecían reutilizados. Tipológicamente pertenecían a la XVIII dinastía. Al observar con detalle el rostro amarillo que había visto desde la entrada, no tardó en confirmar esta sospecha. La delicadeza de la talla de la madera y la exquisitez de los rasgos —ojos almendrados y una boca a punto de abrirse en una sonrisa eterna— eran rasgos característicos del período que precedía al reinado de Tutankhamón.
El desengaño de Lyon llegó cuando se acercó a donde él había deducido que comenzaba la galería descendente. Allí sólo había una nueva pared. La cámara tenía forma de «L». ¡No había nada más! Junto a esa pared se agolpaban numerosas tinajas de cerámica de gran tamaño; todas ellas selladas. El francés abrió una para saber qué escondían. Tomó del interior un puñado de polvo y se lo acercó al rostro. Aún podía olerse el aroma de los antiguos ungüentos. Allí solamente había restos de un proceso de momificación. Pero ¿de quién?
Palpó las paredes en busca de una puerta. Pensó que podría tratarse de una antecámara como la de Tutankhamón, con un acceso a una nueva estancia en alguna de las paredes. Golpeó con los nudillos la piedra caliza, pero el sonido era sólido. No había evidencia alguna de que más allá hubiera otras habitaciones. El suelo tampoco mostraba señales de la existencia de ningún pozo.
Había encontrado una habitación llena de hermosos ataúdes. Eso era todo.
Pero la decepción del secretario no terminó ahí. Al acercarse a ellos vio que las tapas y los flancos se deshacían al mínimo contacto. Alumbrándose con la lámpara descubrió que la madera había sido devorada por las termitas convirtiendo los ataúdes en delicados sarcófagos de papel de fumar mojado.
Para colmo de contrariedades, tampoco había momias en su interior. En las cajas no había más que escombros, paquetes de tela, trozos de vendas, restos de otras vasijas… pero ni momias ni las joyas que deberían cubrirlas.
¿Qué tumba era aquélla? Lyon no tenía respuesta a esa pregunta. La única certeza que tenía en ese momento era que no podía ser la tumba maldita de la que se hablaba en el ostracon.
En el pozo, fuera de la cámara, los obreros egipcios, ajenos a lo que su superior acababa de descubrir, pensaban que habían encontrado un gran tesoro cuyo reparto les haría ganar miles de libras; el sueño de cualquier saqueador de tumbas de Gurna. Aún no sabían que esa tumba era, una vez más, una suerte de serpiente escurridiza. No cambiaría sus vidas ni la de sus familias. Ellos no tendrían la suerte de la que habían gozado durante generaciones los famosos Abderrassul; familia de ladrones de Gurna de tradición casi centenaria. Ellos fueron los que descubrieron, cerca de los riscos de Deir el-Bahari, un enorme escondite con más de cuarenta momias reales. Entre ellas estaban las de Tutmosis III y Ramsés II, además de fantásticos tesoros que fueron incorporando al mercado negro de antigüedades hasta que finalmente los atraparon.
El francés se dio cuenta de que si bien nadie había entrado ahí desde hacía casi tres mil quinientos años, no había tesoros por ninguna parte.
—Esto no parece una tumba, Kamal —señaló Lyon.
—¿Cómo dice, señor? Estamos en el Valle de los Reyes, aquí sólo hay tumbas. Tumbas llenas de tesoros de oro y piedras preciosas —repuso el egipcio con una sonrisa.
—Las tumbas no se cierran únicamente con lascas de piedra… sin más precauciones de seguridad.
—Pero luego taparon el pozo con arena. Es el mejor sistema de prevención, así lo demuestran nuestros antepasados —insistió Kamal intentando convencer a su jefe del golpe de suerte que habían tenido.
—Esto es diferente, amigo. ¿A quién pertenece esta tumba? —preguntó Lyon.
—¿Cómo dice, señor?
—Sí, Kamal, ¿a quién pertenece esta tumba? ¿Has visto algún nombre, algún sello? —El egipcio se quedó pensativo; no sabía qué contestar. Lyon entonces añadió—: Es la primera vez que veo cerrar una tumba de la XVIII dinastía con una simple pila de lascas y nada más. Sin nombres, sin sellos en la piedra…, nada. —El francés dijo esto iluminando la pared que rodeaba la entrada. Acariciaba la piedra caliza con la yema de los dedos en busca de vestigios de escritura antigua en algún resquicio de la rugosidad de la roca. En vano. Todo estaba desnudo; allí no había restos de pinturas o grabados—. Tampoco hay pinturas en las paredes —insistió—. Es cierto que hay ataúdes y que algunos son muy hermosos, pero no hay ninguna momia en ellos y se desmenuzan entre los dedos con sólo tocarlos. No hay ni una sola joya. Esto no vale absolutamente nada. Sacar algo de aquí sería arriesgado y no nos daría nada. El esfuerzo no vale la pena.
Kamal reflexionó en silencio. Su interés por la arqueología descansaba única y exclusivamente en la posibilidad de hacerse con algún objeto de valor que pudiera alcanzar un buen precio en el mercado negro, pero nunca había visto una tumba en condiciones.
—Entonces, ¿esto qué es, señor? —preguntó el egipcio, decepcionado.
—Es la primera vez que veo algo así. En cierto modo me recuerda a la tumba que descubrió Davis en cuyo interior estaba la momia de Semenkhare o de Akhenatón, la que ahora usan los ingleses como laboratorio fotográfico. Pero al menos allí había muebles, vasos canopos, un ataúd dorado y una momia en su interior. Aquí sólo hay desperdicios. Parece… parece… un simple almacén de restos de un proceso de momificación.
—En los ataúdes tampoco hay textos. —Kamal señalaba con su lámpara hacia las cajas funerarias.
Tras unos segundos de silencio para digerir el desengaño general del grupo, Lyon retomó las riendas.
—Será mejor que nos vayamos. Volveremos a colocar las lascas de piedra como estaban y taparemos el pozo con arena. Como si nunca nadie hubiera entrado aquí. No debemos dejar ni una sola huella de nuestra presencia.
Había hablado con firmeza; los egipcios sabían que sus palabras no admitían réplica.
De un ágil salto, el secretario pasó por el agujero de la entrada hasta el pozo. Los obreros taparon la entrada tal como les había indicado. Lyon ascendió por la cuerda hasta la superficie, ayudó a sus hombres a salir y, cuando todos estuvieron de nuevo arriba, comenzaron a llenar de arena el enorme pozo. La frustración del momento les carcomía con impotencia las entrañas e imprimía un ritmo frenético a sus paladas.
Cuando Lyon miró el reloj, apenas quedaban cincuenta minutos para que el sol despuntara por el horizonte. Debían abandonar la necrópolis cuanto antes; los hombres de Carter llegarían en cualquier momento, tal vez incluso encontraran al vigilante de la tumba aún dormido.
Tras comprobar que nadie había olvidado nada en el suelo, los cinco comenzaron la ascensión al risco más alto del Valle de los Reyes por el lado occidental. En pocos minutos alcanzaron el borde de la necrópolis, donde los esperaban, ya fuera de todo peligro, los guardias que habían hecho la patrulla aquella noche. Escondidos entre las rocas de la cumbre, los cuatro hombres de Lyon se sentaron en el suelo a descansar y a beber el té que les ofrecieron los policías. A esas horas de la mañana la sensación era aún mayor que por la noche. La Montaña Tebana empezaba a cubrirse de una bruma cuya humedad se calaba hasta los huesos. Lyon se sentó en una roca, un poco apartado de sus hombres. Uno de los policías se le acercó con una bandeja y un vaso de té. El francés le dio las gracias, cogió el vaso y lo dejó en el suelo. Luego sacó del bolsillo el pliego en el que había dibujado el posible trazado de las tumbas según el texto del ostracon y comparó el bosquejo con la realidad de la necrópolis que tenía a sus pies. Situó las tumbas tal como él las imaginaba y siguió con el dedo los posibles caminos y los puntos de identificación que había en la lasca de piedra.
Tuvo que admitir que era muy complicado. Por más que dio vueltas al papel y reubicó la posición de algunas tumbas con respecto a aquel gigantesco mapa en tres dimensiones que tenía frente a sí, la solución al misterio seguía siendo esquiva.
Con la perspectiva que le daba la altura y las primeras luces del alba que empezaban a desbordarse por el sector oriental del valle, Lyon levantó la mirada del papel en dirección a los primeros hombres que habían llegado a la tumba de Tutankhamón. Con unos prismáticos pudo ver entre ellos a Richard Adamson, el soldado encargado de la vigilancia de la tumba. Tenía un aspecto desaliñado, pero no mostraba evidencias de haber pasado mala noche. El francés sonrió al ver que se rascaba la cabeza y miraba con cara de desconcierto la taza que tenía en la mano. Los hombres de Carter hacían comentarios entre ellos y lo observaban con mirada burlona. Seguramente creían que el joven soldado se había excedido con la bebida.
Al poco vio aparecer a Howard Carter. Desde su particular atalaya no percibió ningún signo de confusión en el grupo. Todo parecía indicar que su plan se había resuelto con éxito; aunque el resultado final había sido un fiasco, al menos no los habían descubierto.
Carter dio un par de órdenes para distribuir algunos hombres en los alrededores de la tumba. En un principio el secretario no supo cuál era su propósito, pero pronto lo descubrió. Con palas y capazos, los obreros comenzaron a realizar una prospección en las zonas que Carter les había indicado. Era evidente que estaban buscando algo, y Lyon no tardó en deducir qué era.
Volvió a centrar su atención en el mapa de la necrópolis y cotejó los puntos que tenía marcados con los que él suponía que eran zonas calientes donde podría estar esa tumba oculta mencionada en el ostracon. Al poco descubrió que aquello no tenía ningún sentido: los lugares en los que excavaban los obreros de Carter no coincidían con los que él tenía marcados. Aquello no agradó en absoluto al secretario de Jehir Bey.
Ayudado de los prismáticos, de nuevo observó el lugar donde apenas una hora antes habían estado cavando un pozo de más de cuatro metros de profundidad hasta aquella misteriosa cámara funeraria. Lyon vio que Carter se acercaba a las cabañas ramésidas mientras caminaba con Harry Burton en dirección al laboratorio de restauración, al fondo del valle. El egiptólogo inglés se paró frente a los restos del hoyo. Sólo un viejo lobo del desierto como él sería capaz de detectar la manipulación del terreno. Y así fue. El secretario de Jehir Bey vio que el arqueólogo se agachaba, tomaba con la mano derecha un puñado de arena y la dejaba escurrir entre los dedos. A su lado, Burton lo miraba con los brazos en jarras. Lyon no podía oír la conversación que mantenían pero podía imaginarla. A continuación, Carter se levantó y recorrió con la mirada el camino que llevaba hasta donde se encontraban Lyon, sus hombres y los policías. El inglés permaneció unos segundos mirando en su dirección, como si hubiera dado con la clave del enigma de la arena removida.
Poco después los dos ingleses continuaron su camino hacia el almacén, pero de vez en cuando alzaban la mirada hacia la parte alta occidental del valle, donde el secretario del gobernador de Kena y sus hombres seguían escondidos, fuera del alcance de su vista.
—¡Señor Carter! ¡Señor Carter!
De repente un muchacho había entrado en escena. El valle hacía de cámara de resonancia y Lyon pudo oír sus gritos desde donde se encontraba. El joven egipcio corría veloz desde la entrada de la necrópolis. Carter y Burton lo oyeron y se detuvieron. Aquel muchacho parecía tener algo importante que decirle. Cuando por fin les dio alcance, Lyon vio que Carter escuchaba atentamente sus palabras, ponía una mano sobre el hombro del chico y después miraba con expresión de preocupación a su colega. El arqueólogo parecía dar órdenes de manera precipitada a Burton, quien asentía y hacía gestos con las manos para que su amigo se calmara. Al francés sólo le bastó ver que Carter salía corriendo en dirección al coche que le había llevado hasta la entrada del valle para tener la certeza de que algo grave había sucedido.
—¿Qué sucede, señor? Parece que hay movimiento entre los obreros de los ingleses.
La voz de Kamal sacó a Lyon de su particular teatro arqueológico. Bajó los prismáticos y observó la escena desde la distancia.
—Volvamos a Luxor. Algo ha pasado, tiene que ser grave para que Carter haya abandonado precipitadamente la excavación. —El secretario se levantó al instante y al verle, sus hombres hicieron lo propio—. No os dejéis nada. Recoged todo el material que habéis traído.
La orden de Lyon fue seguida al pie de la letra por los cuatro egipcios. Recogieron con premura capazos, lámparas, palas y cuerdas, y luego los cinco comenzaron a desandar el camino que habían recorrido con la puesta de sol. La falta de sueño y el cansancio acumulado de la noche no fueron obstáculo para que bajaran a la carrera por el borde de Biban el-Moluk que daba al valle occidental.
Pronto llegaron al lugar donde habían dejado un coche y una pequeña camioneta. Los hombres arrojaron los aperos a la parte trasera de la camioneta y subieron a ella. El secretario entró con Kamal en el coche y él mismo condujo hasta el embarcadero.
Cuando llegaron allí, vieron que un transbordador acababa de abandonar la orilla en dirección a la zona oriental de Luxor. En él reconoció a Carter acompañado de su fiel Ahmed Gerigar.
—Hasta dentro de treinta minutos no creo que llenemos otra embarcación. ¿Tienen prisa?