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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

La tumba perdida (25 page)

BOOK: La tumba perdida
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—Se lo agradezco. Un vaso de limonada me refrescará. Hoy es un día especialmente caluroso, y más para estar en esta época del año… Nunca conseguiré acostumbrarme al clima de este país.

—Que sean dos, Ahmed, por favor.

El egipcio asintió con la cabeza y se retiró con discreción.

—Le he traído un documento oficial relativo a la excavación. —El francés echó mano a una carpeta que llevaba dentro del maletín—. Son meros trámites burocráticos para continuar con los trabajos el próximo año. Imagino que es su deseo y el de lord Carnarvon que se prorroguen un año más…

—En efecto, monsieur Lacau —dijo Carter con ciertas reservas. Todo aquello que relacionara al director del Servicio de Antigüedades con los papeleos de la tumba lo ponía en guardia.

—Es un simple formalismo, créame —añadió el francés al advertir la mirada de Carter.

—Le creo, pero, como bien sabe, lord Carnarvon se encuentra indispuesto y su esposa ha regresado a Inglaterra. Me gustaría que él y sus abogados vieran el documento en cuestión antes de que yo lo firmara. Lo más oportuno será esperarle. Confiemos en que pronto salga de su convalecencia y que en breve esté en condiciones de volver a Luxor y supervisar los trabajos como lo ha hecho hasta ahora.

Carter miró sin demasiada atención los dos folios mecanografiados que le había entregado el director.

—La firma de lord Carnarvon no es indispensable. Usted está avalado para este tipo de formalismos.

—Lo sé, monsieur Lacau. —Carter se levantó y dejó los papeles sobre la estantería que había junto al gramófono—. Pero entienda que, por un lado, no se trata de un asunto urgente y, por otro, yo me debo a las decisiones de lord Carnarvon. Me consta que él no pondrá ningún inconveniente, pero comprenda este gesto de deferencia hacia el conde.

En aquel momento llamaron a la puerta del despacho y Ahmed entró con una bandeja y un par de vasos con limonada; los puso sobre una mesita auxiliar que había junto a la silla de Lacau y volvió a dejarlos solos.

—Quisiera comentarle algo que vi el otro día en el Valle de los Reyes —dijo entonces Carter— y que llamó poderosamente mi atención.

—Adelante, mi querido amigo.

Carter miró al francés con sorpresa. Nunca se había considerado su amigo, y no le agradaba que se dirigiera a él con tanta confianza. Ofreció un cigarrillo a su invitado y, después de que éste lo rechazara amablemente, se encendió uno mientras se dirigía hacia la ventana.

—El mismo día que me avisaron de forma precipitada de la enfermedad de lord Carnarvon, vi indicios de que alguien había estado excavando junto a las cabañas de los obreros de época ramésida que hay en el centro de la necrópolis.

—Eso es imposible. Lord Carnarvon es el único que tiene permiso para realizar exploraciones científicas en el Valle de los Reyes.

—Pues le aseguro, mi querido amigo —dijo el inglés con sorna—, que frente al muro de una de las cabañas de los obreros alguien hizo un pozo de gran tamaño y luego volvió a taparlo. No era ninguna exploración científica.

—¿Está seguro de que no se trata de un malentendido? —insistió el francés con tono condescendiente—. Quizá sus obreros han estado removiendo la tierra para facilitar el transporte de las piezas por el sendero del valle…

—Estoy absolutamente seguro. Además del trazo junto a las cabañas, he comprobado que se ha removido la tierra en otras zonas de la necrópolis real. Siempre en lugares alejados del tránsito normal de los turistas.

—Si está tan seguro —dijo el director intentando buscar una respuesta acorde con la queja del arqueólogo—, ponga la correspondiente denuncia tanto en mi oficina como en la de las autoridades locales. Solamente así podremos llegar hasta el final de este asunto.

Apoyado junto a la ventana, la exasperación de Carter crecía por momentos. Su nula capacidad para mantener la paciencia lo convertía en una bomba de relojería. Su invitado, por el contrario, lo observaba como si nada desde la distancia.

—Insisto en que alguien, no sé quién pero puedo imaginarlo, está buscando algo en el centro del valle. La arena estaba removida. Conozco bien el lugar donde trabajo.

—Si pone una denuncia, algo que al parecer le desagrada en extremo, interrogaremos a los guardas del valle por si vieron algo. Por otra parte, el señor Adamson, el joven que guarda la tumba de Tutankhamón, tuvo que oír ruidos, esas cabañas no están a más de una veintena de metros de la entrada a la tumba.

—Adamson pasó la noche dormido —repuso Carter mirando fijamente al francés—. Alguien lo narcotizó. No recuerda nada desde que, como todas las tardes al ponerse el sol, uno de los guardas le llevó el agua para el té. Se preparó uno y no recuerda más. Se despertó justo antes del amanecer: estaba tirado en el suelo de la antecámara y le dolía mucho la cabeza.

—Lo que usted está insinuando es muy grave, casi me atrevería a decir que escapa a mi ámbito de trabajo y entra de lleno en el de la administración local. ¿Afirma que los guardas durmieron a su vigilante para realizar excavaciones ilegales en el Valle de los Reyes?

—Así es, monsieur Lacau. —La voz del arqueólogo sonó desafiante.

—Denuncie entonces. Será la única manera de…

—¡Será la única manera de no conseguir nada! —saltó de pronto Carter—, ¿Sabía que hace dos días intentaron envenenar a lady Evelyn en el Winter Palace? ¿Usted cree que hay algo que pueda justificar un hecho tan atroz?

El francés bajó la mirada, bebió un trago de zumo y permaneció en silencio.

—Ya lo sabía…, ¿no es así? —dijo el egiptólogo—. No parece afectarle mucho lo que pudo haber sido una tragedia.

—No tenía ni la más remota idea de ese hecho —respondió al fin Lacau mirando fijamente a Carter.

—¡Por favor! Usted y yo sabemos qué está pasando en el Valle de los Reyes y quién está detrás de todo esto. ¿Le da exactamente igual que encuentren lo que puede ser la tumba intacta de uno de los reyes más importantes de la historia del antiguo Egipto? ¿Qué clase de director del Servicio de Antigüedades es usted que permite la realización de excavaciones ilegales y el tráfico de antigüedades?

El francés permanecía tranquilo en la silla; dio un nuevo sorbo a la limonada y aquello pareció encender aún más a Carter. Pero fue Lacau quien habló.

—Ésa es una acusación muy grave que no estoy dispuesto a tolerar —dijo manteniendo la calma—. La única razón por la que supongo que no quiere denunciar lo que, según usted, es algo público y notorio, es que usted mismo esté involucrado en ello.

—¿Cómo se atreve?

—No pierda los papeles, Carter, seamos francos. Como le hice saber en su momento, sé por mis informadores de la oficina del gobernador de Kena que usted encontró hace tiempo un ostracon en el que se dan las claves para situar diferentes tumbas del Valle de los Reyes. Desconozco dónde y cómo apareció. Pero el caso es que usted lo tenía. No sé si le ayudó a descubrir la tumba de Tutankhamón, pero al parecer para usted tiene mucho valor, al menos eso es lo que se deduce de las excavaciones que continúa realizando en el valle junto a la tumba… Imagino que si el resto del mundo supiera que ha descubierto la tumba de Tutankhamón mirando una suerte de libro de instrucciones, todo ese halo romántico de tesón, empeño, tenacidad, etcétera, que rodea al descubrimiento se desvanecería inmediatamente. ¿No es así, señor Carter? Se dejarían de vender periódicos y el interés por la tumba decrecería hasta caer casi en el olvido… Algo que ni a usted ni a lord Carnarvon les interesa.

—No puede poner en duda la honestidad del trabajo del equipo de lord Carnarvon que muy orgullosamente dirijo —repuso el inglés intentando salvar su integridad.

—Yo no digo eso, señor Carter. Me temo que estamos hablando de cosas diferentes. Ya trabajó de espaldas a la ley cuando no entregó a las autoridades competentes la pieza de la que hablamos. No querrá que por ese error ahora actuemos todos de la misma forma evadiendo las formalidades que demanda un caso delictivo como el que apunta…

Las palabras del director del Servicio de Antigüedades sonaban repletas de hipocresía y engaño. Carter sabía que Jehir Bey confiaba a Lacau todos sus trapicheos con el tráfico de antigüedades, pero desconocía hasta qué punto el francés estaba inmerso en esa mafia.

—Veo que ese gobernador corrupto e inmoral —dijo Carter al fin— lo tiene tan atemorizado como a los pobres egipcios que trabajan para él. Puede que yo no haya entregado esa pieza, pero, hasta donde yo sé, no he cometido ningún delito, no he saqueado ninguna tumba, ni he traficado en el mercado negro. Las bibliotecas de todo el mundo cuentan con publicaciones científicas en las que narro con detalle las campañas de excavación realizadas en Luxor desde hace décadas.

Al oír aquello, el director del Servicio de Antigüedades levantó las cejas e hizo girar los ojos; el mensaje de Carter le sonaba a la típica cantinela exculpatoria de alguien acorralado.

—Nadie pone en duda su trabajo científico —le espetó el francés—, pero reconozca al menos que ha cometido un error con este ostracon. Tendría que haberlo entregado a las autoridades.

—¿Por qué deduce que es importante para mí? ¿Acaso lo ha visto? Si es así, le agradecería que denunciara a quien lo ha robado con fines oscuros y especulativos; de lo contrario, empezaré a creer que colabora con él.

-Le aseguro que las cosas son más complicadas de lo que aparentan. Me gustaría convencerle de que los dos estamos en cierto modo en la misma situación, pero imagino que no me creería. El tráfico de antigüedades no se puede cortar de la noche a la mañana. Todos los días tenemos noticia de la aparición en los mercados de Luxor de ushebtis
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, fragmentos de collar, máscaras de ataúdes que han sido arrancadas sin ningún pudor… Y ante eso, ¿sabe qué podemos hacer?

Carter aguardó a que el propio director le diera la respuesta.

—Absolutamente nada —continuó el francés—. Me consta que quien usted acaba de mencionar no es trigo limpio, pero le aseguro que no podemos hacer nada al respecto. Esos malditos vendedores son como una tumba sellada: dan pistas falsas, se pasan las piezas de unos a otros y al final llegas a un callejón sin salida. —Lacau hizo una pausa para tomar aire y prosiguió—: ¿Se acuerda de lo que pasó cuando descubrió la tumba de Userhat en la región de el-Khokha, a unos cientos de metros de aquí? El relieve de la reina Tiyi era una verdadera maravilla. Usted lo publicó y pocos meses después alguien entró en la tumba, serró el retrato y ahora se admira en las colecciones reales de Bruselas. ¿Tuvo usted la culpa de eso? Yo creo que no. Como creo que no es justo que ahora me acuse a mí de colaborar con el mercado negro.

—Eso no pasaba con Gaston Maspero —replicó Carter—. Él supo mantener el problema bajo control cercando a la familia Abderrassul. Lo que ahora vivimos puede ser infinitamente más peligroso que lo que sucedió hace cuarenta años con el escondite de momias reales de Deir el-Bahari.

Mientras escuchaba a su colega, Lacau observaba con atención la decoración de aquel pequeño despacho. En uno de los muebles que había junto a la ventana, una caja de vino destacaba entre los papeles. Era la caja de la prestigiosa Fortnum & Mason que Burton le había regalado el día que hizo las fotografías del ostracon en su casa. La tapa, ligeramente abierta, dejaba ver el interior. Y lo que había dentro llamó la atención del director francés. No brillaba pero parecía tener luz propia. Algo le miraba desde el interior de aquella caja de madera.

En cuanto Carter se percató de lo que pasaba, su rostro se demudó, la expresión de rabia y enfado que había tenido hasta ese instante desapareció. Lacau se levantó, se acercó a la caja y observó el interior. Dentro parecía haber una extraña figura de semblante infantil, sonrisa apenas esbozada y mirada inocente.

—Tenga cuidado…, es muy delicado —advirtió Carter sin poder impedir lo que estaba a punto de suceder.

El francés le hizo caso y con prudencia deslizó del todo la tapa de la caja de vino. Dentro había una magnífica cabeza de niño saliendo de una flor. Era una pieza soberbia tallada en madera, cubierta de estuco y pintada con vivos colores. Descansaba sobre una peana de color verde de la que nacía un tallo que acababa en un loto abierto: el símbolo del renacimiento y de la creación. De la flor blanca emergía el cuello del niño, con la cabeza erguida y el cráneo ligeramente alargado. Tenía el cuero cabelludo rapado, pero el artista había dibujado con esmero los diferentes puntos oscuros de donde nacería el cabello, dando a la pieza un realismo sorprendente. En la oreja izquierda el chiquillo aún portaba el engarce de metal de lo que a buen seguro en la antigüedad había sido un pendiente de oro. No quedaba nada de él ni del que indudablemente había llevado en la otra oreja, en la que sólo quedaba un ancho agujero. Sobre la frente no lucía símbolo regio alguno, pero una pieza de esas características solamente podía proceder del taller real. Era la imagen de un faraón niño.

Algunas partes de la policromía habían comenzado a desprenderse y dejaban ver las vetas de la madera que había debajo. Pero el contexto de la figura era perfectamente visible. La gran brecha que rasgaba de arriba abajo el rostro del joven rey no disminuía un ápice la belleza intrínseca de aquella maravillosa obra de arte. Toda ella estaba en un excelente estado de conservación.

Monsieur Lacau la giró en sus manos, observándola, durante varios minutos. Lo hacía con sumo cuidado, como quien disfruta de una preciosa joya, y a cada instante descubría un nuevo detalle que le sorprendía más que el anterior. El dibujo que afinaba los dos ojos abiertos, las arrugas que marcaban con precisión el cuello, la sonrisa apenas esbozada, la delicadeza con que se había perfilado la cara… transportaban al observador a un viaje imaginario hacia el antiguo Egipto.

Realmente le resultaba difícil desprenderse de aquella reliquia que había cautivado sus sentidos.

—Es la cabeza de un muchacho saliendo de una flor de loto —dijo por fin Carter rompiendo el sagrado silencio que se había instalado en su despacho.

—Eso ya lo veo. Es una pieza magnífica… Cuenta con los rasgos propios del arte de la época de Amarna y los últimos destellos de la época de Amenofis III… ¿De dónde proviene? —preguntó el francés con tono inquisitivo—. No recuerdo haberla visto entre las fichas de los objetos descubiertos en la tumba en los últimos meses. ¿Es una compra que ha realizado para Carnarvon recientemente?

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