—Sí, señor Carter, ¿qué cree que puede haber detrás de esa pared? —añadió Arthur Merton, el corresponsal de
The Times
—. ¿Acaso nos espera otra habitación repleta de tesoros como ésta?
—¡Eso sería magnífico! —replicó el gobernador de Kena con cierta sorna.
Carter se armó de paciencia para no saltar con una respuesta fuera de lugar. Lord Carnarvon lo miró severamente para aplacar su brusquedad. La cámara de Burton volvió a disparar.
—Señores, tengan un poco de paciencia —contestó Carter—. En unos minutos todos conoceremos la respuesta a esa pregunta. Sería arriesgado aventurar cualquier tipo de conjetura. Es la primera vez que se descubre una tumba de esta calidad en el Valle de los Reyes, aunque se haya constatado que fue saqueada hace miles de años, seguramente en dos ocasiones… —Carter dijo esas últimas palabras mirando al gobernador y a su compañero de asiento, monsieur Lacau. Éste permaneció impasible, como si la observación no fuera con él—. Sería muy atrevido por nuestra parte —continuó el egiptólogo— argumentar cualquier teoría. No hagamos apuestas sin sentido. Haya lo que haya ahí detrás, seguro que nos ayuda a reconstruir la historia de este período del Egipto faraónico. En definitiva, la verdadera causa que nos reúne a todos aquí… ¿no es así, caballeros?
—Aguarden unos instantes —concluyó lord Carnarvon.
Carter, mazo en mano, descargó con el primer golpe la rabia contenida que le azoraba y siguió golpeando con fuerza la fina capa blanca que cubría el muro y que servía de soporte a los sellos del faraón que daban nombre a la tumba. Mientras, Carnarvon retiraba los escombros que iban cayendo tras el delgado revestimiento de estuco.
No tardaron en oírse las primeras voces de asombro. En lo alto de la puerta, la iluminación eléctrica que se había instalado en la antecámara reflejaba destellos dorados que nacían de una pared de oro. Los asistentes estaban atónitos. Todos menos dos: Carter y Carnarvon. El detalle no pasó desapercibido para Jehir Bey y monsieur Lacau, quienes, tras las primeras voces de asombro, cruzaron una mirada cómplice. Lady Evelyn, que los había estado observando desde el comienzo, se percató de aquel gesto cargado de significado. No necesitaba más pruebas para confirmar lo que sospechaba desde hacía tiempo.
Cuando quiso darse cuenta, Carter, con ayuda de su colaborador Arthur C. Mace, ya había hecho un agujero enorme y no había duda de lo que habían encontrado. Tras la pared protegida por las dos estatuas que representaban al
ka
de Tutankhamón, a apenas unos centímetros de la propia entrada, había una inmensa capilla de madera dorada y pasta vitrea de un azul intenso. Era una enorme caja que ocupaba casi por completo la cámara funeraria, con sólo un espacio angosto alrededor. Se trataba del manto más externo que recubría la sepultura del faraón.
En un momento en que Carter se detuvo para tomar aliento, todos los asistentes aclamaron el hallazgo con un fervoroso aplauso. Los arqueólogos se dieron la vuelta para agradecer la improvisada ovación.
Carter miró a su colega Mace y a lord Carnarvon y vio que en sus ojos había paz y sosiego. Después de tantos meses teniendo que ocultar la entrada a la cámara funeraria, por fin podían actuar con normalidad; sabían que la meta de su trabajo sería el momento en que se toparan con la momia del rey.
Después de retirar los últimos escombros del estrado, lord Carnarvon, alumbrándose con una lámpara manual, se dispuso a entrar en la cámara funeraria. Con cuidado, salvó el gran desnivel que había entre la tarima, el suelo de la antecámara y la nueva estancia. La pared de oro que, entre murmullos, estaba en boca de todos los presentes era en realidad la parte externa de una enorme capilla dorada. Al contrario que el resto de los aposentos de la tumba, en esa habitación sí había pinturas. Sobre un fondo amarillo se veían escenas en las que aparecía el faraón Tutankhamón ante algunas divinidades; varios textos presentaban a sus protagonistas.
Carnarvon siguió junto a Carter el embuste de descubrir las nuevas habitaciones. Sin embargo, una pintura en la pared oriental le sorprendió. No se había percatado de ella la vez anterior. Un grupo de hombres —sacerdotes a tenor de los vestidos blancos que llevaban— tiraban de un trineo en el que reposaba, en un lecho funerario, la momia del rey cubierta por una máscara; todo ello protegido por una especie de kiosco rematado por un friso de cobras. Bajo esa pintura, una pequeña entrada daba acceso a una habitación diminuta. Al frente de los objetos almacenados en ella había una figura sedente del dios Anubis sobre un escriño dorado. El perro negro que representaba a este dios estaba identificado con el mundo de los muertos. Anubis era, según las creencias de los antiguos egipcios, el guardián de la necrópolis, de ahí su representación en las pinturas de las tumbas y en la estatuaria funeraria. Su presencia protegía la sepultura para la eternidad.
Tras disfrutar durante unos minutos del nuevo hallazgo, el aristócrata quiso compartir su gloria con el resto de los invitados. Fue monsieur Lacau, en su calidad de director del Servicio de Antigüedades Egipcias, el siguiente en entrar y ver con sus propios ojos los contenidos de la cámara funeraria. Junto a él iba lady Evelyn. Carter permaneció siempre dentro, en el papel de anfitrión.
Poco a poco, todos los invitados pudieron disfrutar del hallazgo. Lo hicieron en grupos de no más de tres personas; no había espacio para más. Entre la pared y la capilla dorada apenas había medio metro de distancia, lo que los obligaba a avanzar de lado. Hubo incluso quien, por no salir con restos de pan de oro pegados a la barriga, tuvo que conformarse con echar un vistazo desde la entrada.
No hubo exclamaciones ni aspavientos. Sobraban las palabras. El rostro de cada uno de ellos reflejaba la emoción del momento. Cualquier comentario lo habría estropeado. Carter les mostraba las capillas doradas: abría las puertas de las más exteriores y cuando llegaba a la última les indicaba los sellos intactos; la prueba de que más allá se encontraba el cuerpo del soberano, esperándolos desde hacía casi tres mil quinientos años.
Los invitados caminaban con sigilo, como si temieran despertar al faraón de su sueño eterno. Eran conscientes de que, en cierto modo, estaban perturbando su descanso.
A medida que los asistentes iban saliendo y se arremolinaban en el exterior de la tumba, el bullicio fue en aumento, pero no tanto por sus voces como por las preguntas de los turistas y curiosos que aguardaban fuera y que querían saber qué habían visto y, por supuesto, si había alguna posibilidad, por remota que fuera, de bajar y ver la tumba.
Los rumores sobre el número de momias, las figuras descubiertas y el material de que estaban hechas habían sido propagados con celeridad por el servicio de Carter. Apoyadas en el muro de piedra que rodeaba la entrada a la tumba, decenas de personas registraban, cámara en mano, aquel momento histórico. No se marcharon hasta que comprendieron que no iban a conseguir nada.
El sol comenzaba a ponerse en el Valle de los Reyes.
A última hora de la tarde, sólo quedaban en la tumba algunos miembros del equipo. Cuando Carter cerró el candado de la gruesa verja de hierro que protegía la tumba del Faraón Niño, le acompañaban lord Carnarvon, lady Evelyn y dos de sus más cercanos hombres de confianza, encargados de vigilar el lugar durante esa noche.
—Ornar nos acercará en el coche hasta Elwat el-Diban —dijo Carter—, Allí podremos tomar una copa de vino y charlar tranquilamente hasta la hora de la cena.
Camino del coche, Carter observó el lugar del valle donde había mandado trabajar a Ahmed y a un grupo reducido de hombres. Allí ya no quedaba nadie. Su fiel sirviente debía de haber acabado la tarea y regresado a casa, tal como le había ordenado. El arqueólogo buscó con la mirada a la hija de Carnarvon, pero ésta, emocionada todavía por lo que acababan de vivir, ni se dio cuenta.
Una vez dentro del automóvil, los tres recorrieron en silencio los casi cuatro kilómetros que separaban el centro del valle de la casa, disfrutando de los últimos rayos de sol sobre los riscos que protegían la entrada a la necrópolis.
Cuando Omar paró el motor frente a Elwat el-Diban, los tres descendieron del vehículo.
—Parece que todo ha salido a pedir de boca —dijo lord Carnarvon estirando las piernas y abotonándose la chaqueta.
—Yo no estaría tan seguro de eso, señor.
—¿A qué se refiere?
El egiptólogo no respondió. Permaneció callado junto al coche mientras cruzaba una mirada fugaz con lady Evelyn.
—¿Dónde está Ahmed? —La voz de la joven sonó como un susurro en el silencio del desierto.
—¡Ahmed! —El grito de Carter rompió la quietud de la puesta de sol. Sin esperar respuesta, echó a correr hacia la entrada de la casa. La hija de lord Carnarvon lo siguió. Carter sacó su juego de llaves mientras el chófer corría hacia la parte trasera de la vivienda. Nada más entrar en Castle Carter vieron que la puerta del despacho estaba abierta. El silencio en el interior de la casa no presagiaba nada bueno. Desde un extremo del pasillo los tres ingleses vieron que el chófer encendía la luz del almacén del fondo. Allí había dos hombres maniatados y amordazados. Evelyn lanzó un grito ahogado. Lord Carnarvon, tras exclamar un «¡Santo Dios!», se dirigió hacia allí todo lo rápido que su cojera se lo permitió, y ayudó a desatar a los dos egipcios. Mientras, Carter, seguido por la joven, más asustada que nunca, entró en su despacho. Llevándose las manos a la boca, lady Evelyn a duras penas reprimió otro grito de espanto. El fiel Ahmed Gerigar yacía en el suelo.
Carter se arrodilló junto a él para tomarle el pulso.
—¿Está… muerto? —consiguió decir ella, con pánico en el rostro.
—No, tranquila, sólo ha perdido el conocimiento.
La muchacha reaccionó y cogió un vaso con agua que había sobre una mesita.
—Ahmed, espabila… Ahmed… ¡despierta! —gritó Carter al tiempo que le movía bruscamente la cabeza a derecha e izquierda en el intento de que volviera en sí.
Los ojos del egipcio empezaron a entreabrirse. En una nube de imágenes en movimiento, Ahmed vislumbró a su señor. Viendo que volvía en sí, la hija de Carnarvon le acercó el vaso de agua a los labios.
—Lo siento,
mudir
… —farfulló el egipcio tras beber un poco.
—Tranquilo, Ahmed. Descansa, no te fatigues —le serenó el arqueólogo.
—Lo siento, no pude hacer nada…
Al oír estas palabras, Carter miró con preocupación a su amiga. Evelyn comprendió esa mirada al instante: el ostracon. Se irguió y corrió a ver el cajón del escritorio donde debía hallarse.
—¡Howard, no está! ¡Ha desaparecido!
—¿Qué es lo que ha desaparecido? —La voz de Carnarvon sonó como un trueno en el despacho—. Santo Dios, ¿qué le ha pasado al bueno de Ahmed? —El conde se agachó junto a Carter.
—Parece que ha recibido un golpe que lo ha dejado sin sentido. Ya está mejor —explicó Carter al tiempo que se levantaba y se acercaba a su escritorio.
El cajón, en efecto, estaba vacío. Carter introdujo su mano en vano. Alguien se había llevado el ostracon.
El arqueólogo puso los brazos en jarras, agachó la cabeza e intentó encontrar una respuesta a aquel sinsentido.
Y entonces lo vio.
En el suelo, junto a la ventana, había varias plumas amarillas. Automáticamente, Carter levantó la cabeza hacia la jaula de su Pájaro de Oro. Estaba vacía. Unas pocas plumas más delataban la tragedia. Intuyó, por la experiencia de casos similares en sus años en Egipto, lo que había pasado: seguramente una cobra se había colado por la ventana entreabierta y había devorado al pajarillo. Carter sacó un mantel de una mesa auxiliar y cubrió la jaula.
Lady Evelyn se dio cuenta al instante de lo sucedido.
El inglés no dejaba de mirar la ventana de su despacho. Hacia allí miraba también la hija de Carnarvon. En la esquina donde solía apostarse el hombre de Jehir Bey, no había nadie.
Carter no creía en las historias sobre maldiciones; eran producto de la fábula y la sinrazón de los egipcios. Sin embargo, el robo del ostracon y la muerte de su pájaro —causada seguramente por una cobra, el símbolo de los faraones por antonomasia— le llevaron a recordar el comentario que Arthur Weigall había hecho con relación a lord Carnarvon: «Si prosigue con los trabajos, a usted, señor, le quedarán seis semanas de vida». Sintió un nudo en el estómago.
—Eso es absurdo… —pensó en voz alta.
—¿Qué es absurdo, Howard?
La voz de Carnarvon le hizo volver a la realidad.
—Nada…, señor…, estaba pensando en… el pobre Ahmed.
El egipcio había recobrado el sentido y, medio incorporado con ayuda del lord inglés, bebía agua.
—Habrá que llamar a la policía y denunciar lo sucedido —dijo Carnarvon.
—Con todos mis respetos, no creo que eso nos convenga, señor, sólo conseguiríamos empeorar las cosas —repuso Carter con severidad—. El suceso trascendería y los comentarios entre los obreros serían completamente desafortunados.
Carter no estaba pensando en el robo del ostracon sino en la muerte del pájaro. El que había propiciado aquel hecho sabía perfectamente cómo jugar con la sensibilidad y credulidad de los egipcios. Miró las plumas del pobre animal, recordó de nuevo la frase de Weigall y volvió a estremecerse. Más que a los muertos o a las fuerzas del Más Allá, Carter temía a los vivos. Y creía saber con quién debía andarse con cuidado.
En aquel paisaje fantasma ni siquiera se oía el sonido del viento.
La desolación del escenario que el faraón tenía ante sus ojos lo estremeció. La ciudad de Akhetatón, la capital que había construido su padre bajo el Horizonte de Atón, se había convertido en pocas estaciones en un lugar tan yermo como las raíces secas de un árbol sin simiente. Nada podría nacer de aquel paisaje estéril. Nada salvo amargura y fatalidad, la misma amargura y fatalidad que reflejaba el rostro de los escasos habitantes que deambulaban por sus calles como espectros venidos del inframundo.
Las pocas familias que habían decidido quedarse a vivir allí iban abandonando la ciudad paulatinamente. Desde que el Faraón Hereje había dejado el trono de las Dos Tierras, la vida en aquel lugar no era sencilla. Más que vida era una lenta agonía a la espera del dramático final.
Incluso las grandes tumbas que se había mandado excavar en la zona norte y sur de la ciudad habían sido cerradas y abandonadas antes de que nadie fuera enterrado en ellas. Cavidades inconclusas que se convirtieron en el improvisado lugar de refugio y descanso para transeúntes que, no haciendo caso a las noticias que contaban de fantasmas y sucesos trágicos acaecidos en este lugar maldito, se atrevían a hacer una parada en aquel espacio sombrío.