En el fondo Carter no dejaba de pensar en la nueva tumba. Cualquier tipo de problema con la tumba de Tutankhamón afectaría a su trabajo. Él habría preferido trabajar en la sombra, lejos de la prensa y de todo ser vivo en el Valle de los Reyes. La mera idea de saberse inmerso en una dinámica de reuniones diarias con los periodistas de The Times para explicarles qué había pasado ese día en el yacimiento le ponía los pelos de punta. Más cuando sabía por experiencia que habría muchos días en los que no pasaría nada interesante. Pronto el trabajo se convertiría en algo rutinario, faltaría la sal necesaria para condimentar una buena noticia.
Pero estaba claro que Carnarvon no veía las cosas del mismo modo.
Durante unos segundos, los tres continuaron desayunando en silencio hasta que el aristócrata se decidió a dar un giro a la conversación.
—Por cierto, Howard, supongo que se habrá ocupado de arreglar lo que comentamos el otro día sobre la limpieza del área. Resultaría muy incómodo trabajar en el emplazamiento de la tumba con los escombros que rodean la entrada de Ramsés VI justo encima de nosotros.
El egiptólogo permaneció en silencio e inmóvil. No se lo había comentado a nadie, ni siquiera a Evelyn, pero la idea de volver a mover de aquí para allá capazos llenos de arena y escombros le aterrorizaba. No había tenido tiempo de estudiar en profundidad el ostracon y temía toparse con la tumba cuando apenas había digerido la emoción y la responsabilidad del último hallazgo.
—Howard, ¿se encuentra bien? —preguntó lady Almina, que observaba con preocupación el semblante de Carter.
Este abandonó sus reflexiones y volvió a la realidad.
—Le preguntaba, Howard —insistió el conde—, si ha dispuesto la limpieza de escombros de la zona para que podamos trabajar con comodidad…
—Sí…, por supuesto. Todo estará previsto para que en no más de una semana, a mi regreso de El Cairo, comencemos los trabajos en la antecámara. Para entonces el exterior debe estar perfectamente limpio y acondicionado, de modo que podamos acometer la tarea con comodidad y seguridad.
—Seguro que así será —convino lord Carnarvon recuperando la sonrisa.
Providencial como siempre, lady Evelyn entró en ese momento en el salón y Carter supo que era la excusa perfecta para cambiar de tema.
—Buenos días a todos —dijo la joven con una sonrisa deslumbrante al tiempo que se agachaba para dar un beso a sus padres—. Me dijeron en la recepción que estabais aquí, y me alegro porque tengo un hambre voraz.
Lucía un vestido negro; en la mano derecha llevaba una chaqueta de punto del mismo color y un pequeño bolso. Dejó la chaqueta y el bolso en una mesa auxiliar y ocupó la única silla que quedaba libre.
—Howard…, Evelyn… —dijo el conde—, si nos disculpáis, nosotros nos retiramos. He de hablar con el director del hotel sobre nuestra estancia aquí en los próximos meses. También quiero preguntarle si dispone de espacio en el edificio para que lo usemos a modo de almacén y si podríamos utilizar algunos salones para llevar a cabo improvisadas reuniones con el equipo.
—Magnífica idea, señor —dijo el arqueólogo mientras se ponía en pie sin perder la sonrisa—. Una parte del material puede quedarse en mi casa de Elwat el-Diban, pero no estaría de más emplear a modo de almacén alguna de las habitaciones menores con que cuentan en el hotel y que siempre quedan libres.
Cuando lord y lady Carnarvon cruzaron la puerta del salón, Carter aún seguía en pie.
—¿Te vas a quedar ahí plantado todo el día?
—Disculpa. Poco antes de que llegaras he tenido un pequeño desencuentro con tu padre.
—¿De qué se trata en esta ocasión?
—Quiere firmar la exclusiva de la noticia del descubrimiento de la tumba con The Times, si es que no lo ha hecho ya y no ha querido decírmelo.
—Me lo contó hace un par de días…
—¿Ya lo sabías? —Carter parecía indignado—. ¿Por qué no me lo comentaste?
—Fue en el almuerzo, poco antes de la fiesta. Estábamos hablando de mi boda para el 8 de octubre del próximo año y papá cambió de tema y se puso a hablar de dinero; dijo que la oferta que le había propuesto el periódico era suculenta y que suponía una buena oportunidad para empezar a hacer negocios con la arqueología.
—La arqueología no es un negocio…
—Eso díselo a papá, Howard. —Evelyn mordió una tostada untada con una gruesa capa de mantequilla—. ¿Qué hay de malo en ello?
—Los periodistas son pertinaces en su trabajo. Se lo he dicho a tu padre: no dejarán de venir porque no tengan acceso a la tumba, vendrán igual y se las arreglarán para encontrar la forma de meterse en ella o de escribir cualquier falacia sobre el hallazgo. Lo único que cuenta es llenar páginas. ¿Sabes cuántos periodistas había ayer en la fiesta?
—A mí no me parece mal que hablen de la tumba. Es publicidad.
—Sí, Evelyn, pero resulta que a nosotros no nos interesa la publicidad. Y mucho menos que en los próximos meses haya periodistas ociosos dando vueltas por la necrópolis.
—Te preocupa que miren donde no deben mirar.
Carter no dijo nada. Era evidente que cuanta menos gente pisara el Valle de los Reyes en el futuro, más tranquilo estaría todo.
—¿Tienes idea de quién era el que se acercó anoche a tu ventana? —preguntó ella.
—No. Ni siquiera he preguntado a Ahmed si observó algo extraño. No quiero preocuparle ni que comente mi inquietud con el resto del servicio. Empezarían a sospechar y… conozco a los egipcios: en menos de una hora todo Gurna sabría que ayer pasó algo raro en casa, la historia rodaría como una bola de nieve y terminarían diciendo que alguien entró en mi despacho y robó algún tesoro de Tutankhamón. Inventarían mil y una patrañas y ya nada se podría hacer.
—Ahmed es de confianza.
—En efecto, lo es, tengo plena confianza en él. Pero no puedo decir lo mismo del resto del personal. Un comentario fuera de lugar, aunque sea bienintencionado, puede llevar al traste con todo. Créeme, los conozco muy bien.
Los dos amigos continuaron desayunando y mirando sin demasiada atención el ajetreo de la calle.
—Imagino que no has tenido tiempo de avanzar en la traducción del ostracon… —preguntó ella.
—No, hoy pasaré el resto del día en casa y aprovecharé para trabajar en otros asuntos. Mañana iré a El Cairo para cerrar toda la documentación de los permisos y poder empezar a limpiar la antecámara. Pero no te preocupes, el ostracon viene siempre conmigo. —Carter se señaló el bolsillo del pantalón y sonrió divertido por primera vez en toda la mañana.
—¿Cómo están las cosas por la capital? —preguntó la joven haciendo referencia a la tensa situación política de los últimos meses.
—Prácticamente no ha cambiado nada. Egipto ha conseguido la independencia pero sabe que no puede dejar de contar con el apoyo británico y francés. El panorama es un tanto ambiguo. Los egipcios están contentos de dirigir el país, de tener al rey Fuad I como nuevo gobernante, pero en realidad todo continúa en manos del alto comisionado lord Allenby, es decir, de los extranjeros. Hasta que el próximo año no redacten una nueva Constitución, todo seguirá igual.
—Y aun así no creo que nada cambie. En cualquier caso, eso no afecta a tus excavaciones en el Valle de los Reyes.
—No quiero comenzar la búsqueda hasta que no sepa exactamente por dónde empezar. Y para eso lo último que necesito es que haya mirones en Biban el-Moluk.
—¿Tienes alguna idea de dónde está, si en algún lugar concreto de la necrópolis o incluso cerca de la de Tutankhamón?
—Ni siquiera sé de quién es, aunque tengo mis sospechas. Tampoco tengo claro dónde puede estar, pero realmente ése no es el problema. Lo que puede suceder es que los periodistas me sigan allá donde vaya. He pensado pedir la tumba de Seti II como laboratorio. La de Ramsés XI servirá de almacén. Están muy cerca de la de Tutankhamón; la de Seti II, al sur del valle, y la de Ramsés XI, al norte, junto a la de Yuya y Tuya que descubrió el bueno de Davis. Al menos así podría moverme sin que nadie sospechara y acotar algunas zonas.
—Lo que no me explico es cómo vas a hacer para excavar sin que nadie te observe.
El egiptólogo volvió a sonreír.
—Es cuestión de esperar el momento oportuno —dijo, seguro de sí mismo—. Ya encontraré la manera. No habrá que excavar mucho. Cuando consiga descifrar la inscripción completa, ésta nos dará la ubicación exacta. No te inquietes. Confia en mí.
De pronto Carter se puso muy serio. Miraba sin pestañear hacia la entrada del salón. Lady Evelyn se dio cuenta enseguida.
—¿Qué sucede? —preguntó dejando con brusquedad la taza sobre el plato—. ¿Qué pasa?
Carter hizo un gesto con la mano para indicarle que no hablara y se tranquilizara. Al poco se oyeron unos pasos sobre el entarimado. La muchacha giró la cabeza hacia donde miraba su amigo y vio a un grupo de egipcios encabezado por un hombre vestido elegantemente con un traje azul oscuro. Todos lucían un distinguido sombrero tarbush de color rojo cuyo fleco negro bailoteaba al ritmo de sus andares. La comitiva se detuvo frente a la mesa.
—Buenos días, señor Carter.
El arqueólogo inglés se puso de pie.
—Buenos días, excelencia. Permítame que le presente a lady Evelyn Herbert, hija de lord Carnarvon. —Carter se giró hacia su amiga—. Lady Evelyn, le presento a su excelencia Jehir Bey, gobernador de la provincia de Kena.
—Señorita, es un verdadero placer conocer a la hija de tan importante caballero —dijo el del traje azul al tiempo que tomaba la mano de la joven para besarla.
Ella no se levantó de la silla y contempló al hombre desde abajo. El gobernador de la provincia de Kena, a la que pertenecía la ciudad de Luxor, era un individuo delgado y enjuto; una excepción entre aquellos de sus compatriotas, amigos de la glotonería, que llevaban años instalados en los puestos de poder. Vestía a la moda de los políticos de la época, con ropa occidental. La joven se percató de la holgura de las prendas, lo que le daba un aspecto abandonado, poco apropiado para alguien que desempeñaba un importante cargo en la administración. O eso o en los últimos meses había adelgazado varios kilos y no había tenido tiempo de mandarse confeccionar nuevos trajes. Lo que lady Evelyn desconocía era que Jehir Bey siempre vestía las ropas más caras y siempre holgadas, hechas a medida por los mejores sastres de El Cairo. Por lo demás, se rodeaba de un séquito siniestro y sombrío con el único fin de hacerse notar entre sus compatriotas. Los extranjeros lo conocían y sabían que cuanto más lejos estuvieran de él, mejor.
Su inglés era casi perfecto, de no ser por la tendencia a vocalizar las «th» como eses, algo que en más de una ocasión había provocado la risa de algún convidado, generando momentos incómodos para todos. Por otra parte, abusaba de las coletillas y frases hechas, pero nadie podría negar que el egipcio era un hombre culto.
—Ayer pasé por su casa de Elwat el-Diban y no lo vi en la fiesta. Debía de estar muy ocupado en otros menesteres, señor Carter —dijo el egipcio con cierto tono de reproche.
—En efecto, señor. Estaba en mi despacho terminando unos trabajos pendientes.
—Eso me dijeron.
—Yo tampoco le vi a usted, excelencia. No recuerdo que nos presentaran —dijo Evelyn. Su réplica fue como un dardo envenenado.
—Mis disculpas, señorita. Solamente estuve unos minutos, apenas hubo tiempo para el protocolo. Espero que sepan disculpar mi descortesía, debería haber puesto más ahínco en la búsqueda de los anfitriones.
Carter y Evelyn cruzaron una mirada fugaz. Por un momento los dos pensaron si tendría algo que ver con la presencia en la ventana la noche anterior.
—Me han dicho que estaba aquí —continuó el gobernador—. Quería expresarle mi más sincera enhorabuena por el trabajo realizado y por el hallazgo de la tumba del faraón Tutankhamón. Si necesita cualquier cosa de mi departamento, no dude en ponerse en contacto con monsieur François Lyon, mi nuevo secretario.
El egipcio señaló a uno de los hombres que le acompañaban, el cual saludó a los dos ingleses con una inclinación de cabeza. De cabello rubio y ojos claros, Lyon vestía un elegante traje de lino blanco.
—Es usted muy amable. Encantado de conocerle, monsieur Lyon —replicó Carter estrechando la mano que le acercaba el francés.
—La noticia ya ha dado la vuelta al mundo, no hay ciudad donde no se hable de Luxor —dijo el nuevo secretario del gobernador en su extraño acento.
—Eso le beneficia a usted, excelencia —repuso Carter volviendo la cabeza al egipcio.
—Eso nos beneficia a todos —apostilló Jehir Bey—. Tenga cuidado y proteja con esmero los tesoros de nuestros antepasados. Cualquier pérdida sería terrible. Cuente conmigo para reforzar las medidas de seguridad que considere necesarias.
—Se lo agradezco sinceramente. Ya he apalabrado con lord Carnarvon la colocación de una gruesa puerta de hierro para cerrar la entrada principal de la tumba. La recogeré mañana en El Cairo. Además, hombres de confianza estarán apostados en el centro del valle día y noche.
—Me alegra oír eso, señor Carter. Sería trágico que se perdiera alguna pieza antes de que se realizara el primer inventario. ¿No lo cree usted así, señorita?
—Por supuesto. Pero me consta que mi padre y el señor Carter están haciendo lo necesario para evitar cualquier tipo de contratiempo.
Siguió un momento de tenso silencio.
—¿No nos habíamos visto antes, señor Carter? —preguntó Lyon en el intento de reconducir la conversación de forma amigable.
El inglés hizo una mueca de sorpresa.
—No lo sé, caballero, soy bastante mal fisonomista. Es posible que hayamos coincidido en alguna ocasión, pero, si le soy sincero, lamentablemente no recuerdo su rostro ni su nombre. Espero que sepa disculparme, monsieur Lyon.
El francés se limitó a sonreír con cordialidad.
—Muy bien, amigo mío —dijo por fin Jehir Bey—. Lady Evelyn, ha sido un verdadero placer conocerla. Es usted una joya comparable al más fino de los tesoros descubiertos en la tumba de Tutankhamón. Señores…
Dicho esto, abandonó el salón acompañado de su comitiva.
Carter no se sentó hasta que el camarero volvió a cerrar la puerta tras ellos.
—¿«El más fino de los tesoros descubiertos en la tumba de Tutankhamón»? —repitió Evelyn con sorna—. Qué ridículo… ¿Qué sabrá él de lo que habéis descubierto en el valle?
—Eso es precisamente lo que me preocupa. Se supone que nadie más que nosotros ha entrado en la tumba, sin embargo todo el mundo parece conocer su interior. Ahí tienes la confirmación de lo que te decía antes: contar un secreto en Egipto es publicarlo en las portadas de todos los periódicos nacionales e internacionales. Además, el comentario sobre los posibles robos estaba fuera de lugar.