—No me refería a la necrópolis de los funcionarios —repuso el tesorero—, sino al lugar que emplearon como morada de eternidad las reinas y algunos soberanos de la familia que precedió a la llegada de los pueblos pastores que nos invadieron. Es un emplazamiento que ya no se usa y queda lejos del círculo de acción del clero de Amón.
—Toda la necrópolis está fuera del círculo de acción del clero de Amón —sentenció Tutankhamón—. No pueden decir nada. Por otra parte, no me gusta ese lugar, Maya —protestó el joven rey—. ¿Por qué das por hecho que el clero de Amón descubrirá este proyecto?
—Sabes tan bien como yo que en la tierra de Kemet es difícil guardar un secreto.
—Sólo conocen este proyecto tres personas —dijo el rey—. Amenemhat, tú y yo. Sabes que mi esposa, Ankhesenamón, guarda cama por el delicado estado de salud que acarrea su embarazo. Ella no sabrá nada de todo esto hasta que se reponga. Akhenatón también era su padre. Además, Ankhesenamón tiene un especial vínculo con la ciudad que él fundó; allí pasó sus primeros años y vive desconsolada por las noticias que llegan desde aquel lugar. Sólo os pido que seáis esclavos de vuestra palabra.
—Faraón, Vida, Salud y Prosperidad —intervino de nuevo el tesorero en un intento de frenar la euforia del soberano—. No olvides el papel que pueden desempeñar en este asunto… —Maya hizo una pausa y añadió en un susurro apenas audible—. .. dos de las personas más turbias de la corte.
—¿Te refieres a Ay y a Horemheb? —preguntó el joven rey.
Maya se limitó a asentir con la cabeza.
—Comprendo tu temor, mi fiel tesorero, pero en mi mano está recortar sus funciones y tenerlos controlados. No en vano soy el faraón. —La voz de Tutankhamón resonó con fuerza y rabia en el salón del palacio real.
—Ay tiene mucho poder en el gobierno… —advirtió Maya—. En el estado actual de las cosas, Horemheb es prácticamente un corregente.
—Ellos también estuvieron junto a mi padre.
—Sí, pero ahora arriman el hombro al clero de Amón. Especialmente Ay. Sólo ambiciona los puestos más elevados del gobierno. Entre sus objetivos más claros está el de…
—Lo sé, Maya. Ay ansia hacerse con el trono de las Dos Tierras. Quiere quitarme de en medio. Es un hombre codicioso e insaciable; no tiene escrúpulos. Lo conozco perfectamente. Él no debe saber nada de lo que se haya dicho en esta reunión, ni tampoco Horemheb.
—Horemheb me preocupa menos. No parece tan ambicioso, ni tiene las prisas que devoran las entrañas de Ay. El general Horemheb, como jefe de los ejércitos, cuenta con poder suficiente, esperará su momento pero no lo provocará. No me cabe duda de que es más inteligente que Ay.
—Ninguno de los dos debe interponerse en nuestro camino —atajó el faraón queriendo zanjar el tema de las oposiciones en la corte.
—No olvides que la ciudad de Akhetatón está siendo abandonada de forma paulatina —le recordó el tesorero—. El transporte de los objetos de la tumba del faraón, Vida, Salud y Prosperidad, nos obligará a contar con decenas de hombres. Tarde o temprano, alguien se irá de la lengua.
—En ese caso emplearemos prisioneros de guerra y luego los aniquilaremos.
El tesorero observaba atónito al faraón. Era evidente que un proyecto de esa envergadura no podía pasar desapercibido, pero Maya prefería que el propio rey se percatara del peligro y que, si realmente quería llevarlo a cabo, lo hiciera bajo su responsabilidad y ateniéndose a las consecuencias.
—Insisto, mi fiel tesorero Maya, en que es mi deseo que se construya una nueva tumba para colocar en ella los restos de mi padre el faraón Akhenatón, Vida, Salud y Prosperidad. Que las palabras de esta conversación no salgan de este salón y que caiga fulminado por la fuerza aniquiladora de Sekhmet
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quien así no lo cumpla.
El faraón no podía haber sido más claro. Y era deber de Maya aceptar sus órdenes.
—Queda solamente saber en qué términos y cómo se podría realizar —dijo el tesorero, admitiendo así que se sometía a los mandatos de su señor.
—Existe una zona en la necrópolis —intervino Amenemhat— que podría encajar con lo que estamos buscando. La piedra es de buena calidad y todavía no ha sido perforada para recibir los restos de ningún dios.
—Explícame dónde está —dijo Tutankhamón.
—Se encuentra a pocos pasos de donde hemos comenzado a excavar tu morada de eternidad. Está en un lado del valle, y podría convenirnos porque es fácil esconder su presencia.
—Ten presente que la tumba, una vez acabada, debe permanecer fuera de la vista —señaló el joven soberano—. Sólo quedará constancia de ella en los archivos de los capataces para que en la excavación de futuras galerías no se profane por error este lugar sagrado.
—Para que no haya problemas, se seguirá el método de trabajo tradicional. Contaremos con obreros de confianza para los primeros esbozos. Si fuera necesario, más adelante emplearíamos prisioneros de guerra.
—En cualquier caso —intervino el tesorero real—, recomiendo que no se abandone la ejecución de su propia morada; buscaremos hombres para trabajar en ambos lugares.
Amenemhat estaba de acuerdo.
—Es más —dijo—, creo que lo ideal sería comenzar una tercera excavación. Aunque solamente fuera un pozo. Algo que dispersara la atención de los trabajos… para no reclamar las miradas de nadie.
Maya aprobó la idea del capataz asintiendo con la cabeza. Tutankhamón hizo lo propio. Estaba satisfecho. Una vez más, sus deseos se cumplirían.
—Podéis retiraros —indicó el monarca.
Los dos funcionarios hicieron una reverencia y recularon por el amplio salón de recepciones sin dar la espalda al faraón.
Antes de que salieran, Tutankhamón ya se había levantado y se había marchado por la misma puerta por la que había entrado.
De vuelta en el jardín, Maya y Amenemhat estaban deseosos de comentar el nuevo plan del rey de las Dos Tierras.
—Llevabas razón —dijo el capataz—, siempre se sale con la suya y parece tener las cosas muy claras.
—Son muchos los que creen que es un simple juguete en manos del clero de Amón, pero se equivocan. El joven rey es más peligroso y tenaz de lo que piensan. Sabe cuándo ceder en la negociación y cuándo es el momento de exigir. Como ahora…
—Sin embargo, desde mi punto de vista, pretender trasladar a momia de Akhenatón a Uaset es una locura.
—El faraón, Vida, Salud y Prosperidad, no puede consentir que, después de que asesinaran a su padre, los sacerdotes de Amón quieran también reorganizar la política en Men-nefer o aquí, en Uaset, la capital religiosa —explicó Maya.
—¿Crees entonces que es una suerte de provocación al poderoso clero de Amón? —preguntó el capataz, sorprendido por las palabras del jefe del Tesoro.
—Algo así.
—Él es consciente de que la noticia del traslado se sabrá tarde o temprano. Aunque pida silencio por nuestra parte, los obreros no tardarán en hacer correr el rumor. El enterramiento tendrá que ser escondido en algún lugar. Uaset no es tan grande como parece.
—En efecto, Amenemhat. No sé si se da cuenta de que con todo esto está poniendo su vida en peligro, al igual que lo hizo su padre. A éste la apuesta le salió mal y lo pagó con la suya. Quizá Tutankhamón quiera vengar el legado de su padre…
—En cualquier caso, eso no nos compete. Somos funcionarios, nos dedicamos a la construcción y a la administración de los bienes para poder llevar a cabo las obras.
—Si todo se redujera a eso, amigo mío, sería más fácil. Pero entre el faraón, Vida, Salud y Prosperidad, y yo hay un vínculo más estrecho. Su padre me pidió que velara por él, y así intento hacerlo. Más allá de mis deseos de provocación o venganza respecto de los sacerdotes de Amón, estoy seguro de que quiere tener cerca de su lugar de reposo los restos de su padre. Es consciente de que su reinado no será largo.
—Es un joven valiente, de eso no me cabe duda —afirmó Amenemhat.
Los dos hombres cruzaron el jardín en dirección a la salida, donde los hombres del capataz aguardaban con la silla en andas para llevarlo al embarcadero del Nilo. A una decena de pasos Maya se detuvo para despedirse y continuar con su tarea diaria en la Oficina del Tesoro, cuya sede se encontraba en el propio palacio.
—Aquí nos separamos, pero antes dime: ¿realmente existe un lugar en el cementerio donde puedes excavar una tumba de esas características y que pase desapercibida?
Su pregunta había sonado a incredulidad.
—Sí, es cierto. El sitio que he mencionado es completamente virgen. Los archivos no hablan de la presencia de ninguna tumba en las inmediaciones.
—¿Y cómo piensas ocultarla?
—Eso es muy sencillo. Si el faraón, Vida, Salud y Prosperidad, está decidido a que pase desapercibida, no se opondrá a que la ocultemos con arena y piedras. No será una morada de eternidad convencional: nadie irá allí a realizar sacrificios ni ofrendas. La ocultaremos y su recuerdo se perderá.
—Es difícil ocultar algo así —pensó el tesorero en voz alta.
Amenemhat caminó hacia su silla y, después de sentarse en ella, levantó la cabeza y, dirigiéndose a su amigo, sentenció:
—Si quieres ocultar algo a la gente, ponlo a la vista de todos.
El ruido de la calle se mezcló con sus últimas palabras cuando las puertas de palacio se abrieron.
Habían pasado varias semanas desde el descubrimiento de la antecámara de la tumba de Tutankhamón y desde la furtiva entrada nocturna de sus descubridores.
No había duda, la sepultura del Faraón Niño era un lugar excepcional para trabajar: estaba repleta de objetos preciosos —lo que algunos llamaban «tesoros»— y de información histórica y arqueológica, algo que sólo parecía interesar al bohemio Carter; el resto de los mortales que pasaban por allí enloquecían con el brillo del oro y con eso tenían bastante. Autoridades o amigos de las autoridades entraban en la tumba como si visitaran una cafetería de moda. Su mera presencia ralentizaba los trabajos y, sobre todo, ponía a prueba la paciencia de Carter.
Podría pensarse que en esas semanas la tarea se había convertido en algo automático y rutinario. Sin embargo, a cada paso siempre había algo que hacía renacer el interés de todos por la excavación. A pesar de la inercia, nadie olvidaba que estaban ante el mayor descubrimiento de la historia de la arqueología.
Antes de mover cualquier objeto, era obligado dibujarlo en el lugar exacto donde se encontraba y fotografiarlo con la etiqueta numérica que lo clasificaba o sin ella. Al mismo tiempo, Carter iba tomando notas preliminares en fichas de cartulina: el lugar donde se había hallado, una descripción del objeto y la copia de los textos en jeroglífico si los hubiere. En ocasiones añadía una primera opinión sobre el significado y la utilidad original de la pieza.
Nunca antes un arqueólogo había trabajado en algo parecido, por lo que en cierto sentido todos eran novatos en esa dinámica de trabajo. Estaban inventando la arqueología. Era la primera vez que se encontraba una tumba real intacta en el Valle de los Reyes. Años antes, Theodore Davis se había topado con la tumba de Yuya y Tuya, los bisabuelos de Tutankhamón, pero sólo era una cámara de pequeño tamaño con dos enormes ataúdes de madera y algunos muebles. El hallazgo de Biban el-Moluk requería un trabajo meticuloso y programado al detalle.
El plan diseñado por Carter enlentecía las tareas, pero era necesario. El resultado no podía ser más esmerado. Cada uno de los miembros del equipo tenía una labor específica muy bien detallada en el proyecto general. Entre ellos destacaba Harry Burton, el fotógrafo del Metropolitan de Nueva York. Aunque en realidad se llamaba Henry, hacía años que todos le llamaban Harry. Había comenzado a excavar como arqueólogo en la necrópolis de Tebas, pero su carrera pronto dio un giro de ciento ochenta grados hacia la fotografía. Su conocimiento de las obras de arte, enriquecido durante años de formación en Italia, y su talento para medir la luz, la posición y el encuadre de los objetos y su perfeccionamiento de la técnica fotográfica le habían convertido en el mejor experto en fotografía arqueológica del momento. Las cámaras de grandes placas que usaba de permitían conseguir negativos sobre vidrio con los que obtenía claridad y tonalidades increíbles en imágenes en blanco y negro. A esto había que añadir su dominio de la luz artificial. Muchas de las fotos debían tomarse in situ —en el interior de a tumba— con luz eléctrica, una tarea para la que no todos los fotógrafos estaban preparados. Carter, conocedor de sus extraordinarias habilidades, no dudó en llamarlo. Y Burton, por su parte, no vaciló en dejar el museo neoyorquino para trabajar en el proyecto de su introvertido amigo.
Esa mañana de viernes, día festivo en la excavación, el egiptólogo inglés le había hecho llamar para que le visitara en su casa de Elwat el-Diban. A la hora convenida, Harry Burton aparcó frente a Castle Carter, sacó de la parte trasera del vehículo sus aparatosos artilugios de trabajo y fue hacia la puerta de entrada.
—Hola, Howard, buenos días, ¿se puede?
Burton saludó desde la puerta del despacho de Carter. Detrás del fotógrafo, Ahmed intentaba disculparse por no haber anunciado a tiempo su llegada. Se le había adelantado, como de costumbre, aprovechando la confianza que tenía con su colega y la conocida lentitud del egipcio.
—Hola, Harry. Pasa, sí, por supuesto. Te agradezco que hayas venido —dijo Carter mientras se levantaba y ordenaba los papeles que cubrían su escritorio.
Junto al fotógrafo entró uno de los hombres del servicio portando el trípode y la voluminosa cámara. Burton llevaba una bolsa de tela y un maletín con el resto del material. El arqueólogo se adelantó para estrechar la mano de su amigo. Luego despidió al criado, disculpó con una sonrisa al fiel Ahmed y cerró la puerta del despacho.
—No te preocupes —dijo Burton—, tenía que acercarme de todos modos para traerte esto. —Con una sonrisa, Burton sacó de la bolsa una caja de vino de Fortnum & Mason.
—Dios santo, ¿dónde has conseguido eso?
La cara de sorpresa de Carter llenó de satisfacción a su amigo. No era fácil sorprender a un inglés que había vivido desde la adolescencia en aquel país.
—No preguntes y saca dos vasos del mueble bar.
Carter cogió un par de vasos de vidrio azul de uno de los armarios que había en el despacho.
—Me llegó ayer por la tarde en el pedido que hago todas las semanas a El Cairo —explicó Burton mientras Carter dejaba los vasos en una pequeña bandeja plateada—. Es para ti.