La tumba de Verne (15 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: La tumba de Verne
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A las ocho de la mañana sonó el teléfono. Era la policía de Cuenca, y Alexia comprendió el motivo del regreso de
Moro
a sus sueños.

Un par de horas más tarde Alexia supo cómo había ocurrido todo.

A eso de las siete de la mañana, doña Herminia se desmayó en casa del maestro de escuela. Había sucedido nada más ver el cadáver de Gerardo García Ávalos. Pero, en realidad, el vahído no era auténtico, sino una estratagema para que la policía no la sacara de la casa de inmediato y la sentara en una silla de la cocina. Desde allí, mientras fingía que le costaba sorber el agua del vaso que una agente le había puesto entre las manos, doña Herminia entreabría uno de sus dos ojos, ahora sí provistos de las lentes adecuadas para no perder ripio, y fisgaba en la casa.

Había llamado a la policía más o menos a las seis de la mañana, tras su última visita al baño. La luz de la habitación de arriba de su vecino seguía encendida, y luego estaba aquel hombre que había visto salir de la casa por la noche.

¿Había visto a alguien más?, le había preguntado un policía de mirada severa y labios finos. Ella dijo que no. Salvo a aquel hombre y las luces encendidas, no había visto nada más.

—¿Y cómo fue que se le ocurrió telefonear a la policía?

—Pues porque no era costumbre del maestro eso de tener la luz encendida toda la noche.

—Podría habérsele olvidado simplemente, ¿no cree? —le dijo el policía con un tonillo que a doña Herminia no le gustó nada.

—El caso es que yo estaba en lo cierto, ¿no? —se defendió.

Y estaba en lo cierto. Algo le había ocurrido al maestro de escuela: nada menos que la muerte.

Desde su fingido soponcio, doña Herminia vio a los policías ir y venir, fotografiar, apuntar, escudriñarlo todo con guantes de látex… Les oyó hablar del juez, al que habían telefoneado. Y, en un momento de descuido, doña Herminia se escabulló de la cocina para ver cómo era el resto de la casa y salir de dudas sobre lo que se decía de aquel hombre que lucía sombrero en sus paseos y que era de tan pocas palabras. Pero, cuando estaba a punto de entrar en el salón, escuchó la voz del policía de marras a su espalda.

—¿Adónde cree que va? —El tipo la miró con más severidad aún. A continuación, gritó—: Que se lleven a esta mujer a su casa, no vaya coger frío, que hace relente.

Fue así como terminó la aventura de doña Herminia, a quien con tanto trajín de policías y misterios se le había cortado al fin la diarrea.

Una policía muy mona, con los ojos bien pintados y un buen pecho disimulado por el uniforme, se la llevó. Pero una vez más la voz del policía sieso sonó a su espalda:

—¿Sabe usted si este hombre tenía familia?

—Una hija, que yo sepa —respondió doña Herminia. Era la última frase que tenía asignada en aquella historia.

Localizaron a Alexia sin dificultad. La policía demostró su eficacia y también su delicadeza al explicarle lo sucedido: que una vecina había visto luces en casa de su padre, que le pareció extraño, que avisó a la policía y que, en fin, habían encontrado a don Gerardo desnucado a los pies de la escalera.

Alexia se quedó muda. Ella, la abogada elocuente y hábil, no sabía qué decir. Escuchó el resto del relato envuelta en una bruma de desolación. El policía dijo algo del juez y de la causa de la muerte. Creyó escuchar también las palabras «accidente», «desgracia» y «autopsia». Y, al final, el detective dijo que lo sentía profundamente.

Media hora más tarde, vestida con un traje oscuro de pantalón diseñado por Giorgio Armani, Alexia se acomodó en el asiento de cuero de su Volvo C30 D4 Summum. Sus manos hicieron todo lo necesario para que el vehículo se pusiera en marcha rumbo a Cuenca, pero su mente estaba muy lejos de allí. La imagen de su padre, vestido con aquellos sombreros suyos, parecía reflejarse en el cristal del coche continuamente.

El cielo manchego era una masa gris mientras el Volvo de Alexia devoraba los kilómetros que la separaban del cadáver de su padre. Durante cada minuto del trayecto sus pensamientos la torturaban. Se reprochaba las palabras de la noche anterior, su gesto agrio y su ira al ver las fotografías de Julio Verne. No debía haber sacado a relucir aquel viejo asunto por el que su padre y ella discutieron muchos años atrás. Pero ya no podía hacer nada al respecto, y ahora se preguntaba qué razón había tenido para defender el recuerdo de un hombre con quien compartió dos años de su vida y hacia tiempo que no había vuelto a ver.

Cuando la silueta de Cuenca se recortó al fin sobre el fondo ceniciento del cielo, Alexia advirtió que estaba llorando en silencio. ¿Cómo había podido reprocharle la noche anterior a su padre que, de haber estado junto a su esposa aquel lejano día, ella no habría muerto? ¿Qué podría haber hecho Ávalos si en lugar de estar en Francia aquel día hubiera estado en casa?

Al llegar a Cuenca, Alexia creyó haber agotado sus lágrimas, pero descubrió que no era así inmediatamente después de pisar con sus zapatos de tacón en la calle Alfonso VIII y ver el ajetreo que había en la casa de su padre.

—¿La señora Alexia García?

La abogada miró al hombre que había salido a su encuentro. Calculó que tendría unos cuarenta y cinco años de edad. Mostraba una expresión seria, severa. No era demasiado alto, y tal vez le sobraba algo de peso, pero no mucho. Parecía un hombre meticuloso.

—Sí, soy yo.

—Inspector Carmona. —El policía alargó su mano en forma de saludo—. Soy yo quien la telefoneó. —Carraspeó un poco antes de añadir—: Lamento mucho lo de su padre.

—¿Qué ha sucedido? —Alexia se dio cuenta de que le temblaba la voz.

El inspector Carmona se lo explicó de nuevo: la llamada de doña Herminia, una vecina del edificio de enfrente; la llegada de una patrulla; el hallazgo del cuerpo de don Gerardo ahí —indicó el policía—, a los pies de la escalera… El resto lo escuchó Alexia a través de un visillo de dolor que apenas le permitía ver más allá del inspector Carmona.

—¿Cuándo vio usted a su padre por última vez?

—Anoche —respondió ella con dificultad—. ¿Dónde está mi padre?

—Su cuerpo ha sido trasladado al depósito forense —explicó el funcionario—. Comprenda que dadas las circunstancias, y aunque puede haber sido simplemente un desgraciado accidente, haya que comprobar lo ocurrido.

«Le harán la autopsia», pensó Alexia. Le parecía imposible que un día le hicieran la autopsia a su padre. El mundo que pisaba se tambaleaba de nuevo, como cuando con quince años su madre se fue de su lado.

—Le ruego que me disculpe, pero me gustaría hacerle algunas preguntas más.

Ella asintió maquinalmente y a instancias del inspector recordó el último encuentro con su padre. Era el día del aniversario de su boda, explicó, e iba a celebrar la efeméride con una cena en compañía del recuerdo de su difunta esposa. El policía arqueó una ceja y Alexia supuso que tal vez ya había oído hablar de lo peculiar que era el difunto. Con esfuerzo, pasó por alto la incredulidad del policía y prosiguió confesando la discusión que había mantenido con su padre. Con la voz entrecortada completó su relato admitiendo cuánto lamentaba ahora haberle levantado la voz. El policía movió la cabeza comprensivamente.

—¿Sabe si su padre vio ayer a alguien más?

—Sí, a
Tapioca
—respondió ella sin pensar.

—Perdón, ¿a quién ha dicho? —El policía había detenido la punta de su bolígrafo sobre la hoja de un bloc de notas.

—Disculpe, no sé lo que me digo —se excusó Alexia—. Ayer estuvo en casa un amigo de mi padre, un periodista.

—¿Cómo se llama ese periodista?

Alexia no recordaba el nombre de pila de
Tapioca
, aunque estaba segura de que su padre se lo había dicho. Tardó unos segundos en recordar al menos el apellido.

—Capellán. Se apellida Capellán, pero no recuerdo el nombre.

—¿Cómo es ese hombre?

—Unos cuarenta años, con barba de varios días. —Alexia cerró los ojos esforzándose en recordar todos los detalles posibles—. Tiene el cabello corto, rubio, con entradas. Lleva gafas. —Abrió los ojos y miró al policía—. Es un poco más bajo que yo. —Observó que el inspector Carmona dirigía la mirada a los tacones que ella lucía—. Escribe sobre misterios.

—¿Misterios?

—Sí, ya sabe: el grial, los templarios, parapsicología y todo eso. —Alexia estaba tan incómoda como siempre cuando tenía que mencionar en público las aficiones de su padre.

—Ya he advertido que a su padre también le gustaban esas cosas, visto lo visto en su biblioteca.

Alexia se sintió aún más incómoda y temió enrojecer, algo que no le ocurría hacía muchos años.

—Y, dígame, ¿ese hombre estaba aún aquí cuando usted se marchó?

—No. Yo me quedé más tiempo. Cuando me fui mi padre se quedó solo.

—Es bastante extraño —comentó Carmona.

—¿A qué se refiere?

—La vecina que nos avisó dijo haber visto a un hombre saliendo de casa de su padre de madrugada.

Alexia tragó saliva y miró involuntariamente al lugar donde, según le había dicho el inspector, habían encontrado el cuerpo sin vida de su padre.

—¿Creen que fue un asesinato?

—¿Su padre era un hombre ordenado? —preguntó Carmona escurriendo el bulto.

—¿Qué quiere decir?

—Me refiero con sus cosas, con sus libros y papeles.

—Estoy segura de que sabía dónde tenía hasta la última de sus notas, si se refiere a eso. En cuanto a los libros, los tenía en más estima que… —Se interrumpió al darse cuenta de que estaba a punto de decir que su padre cuidaba más a sus libros que a su familia—. Quiero decir que para él eran su vida.

—¿Puede acompañarme un momento arriba?

Alexia asintió y siguió al policía evitando pisar el lugar donde su padre había muerto. Al llegar al último piso del inmueble, allí donde Ávalos tenía su guarida, se quedó muda de asombro.

—¿Esto estaba así anoche?

La abogada puso sus manos en la boca ahogando un grito. Los armarios estaban abiertos, cientos de papeles alfombraban el piso, los libros yacían maltrechos: un campo de batalla sembrado con los cadáveres de miles de palabras sin dueño.

—No —respondió Alexia—. Anoche todo estaba en orden y clasificado.

Recordó cuando ella misma, involuntariamente, había tirado al suelo las novelas
Drácula
y
La historiadora
. Una profunda vergüenza se unió a su dolor.

—¿Su padre tenía enemigos? ¿Guardaba algo de valor en casa que justifique un robo?

—Mi padre era un maestro de escuela jubilado —explicó Alexia—. No tenía otros ingresos que los de su pensión. Le gustaba escribir, era un apasionado de los misterios, como ve por los títulos de estos libros, pero no se metía con nadie. Aunque…

De pronto, una imagen se cruzó en la mente de Alexia. Vio a su padre abriendo el armario. Ávalos cogía un puñado de sobres de color ocre. La imagen era tan clara como el sonido de las palabras del difunto: «Supongo que me parece más seguro que custodies tú este tesoro. Nadie sospechará de una abogada con la cabeza tan bien amueblada como tú. Es importante. Y peligroso».

—¿Aunque…? —preguntó el policía.

Alexia reflexionó durante unos segundos. Podía repetir al policía las últimas palabras que su padre le había dicho, pero ¿y si todo era una de aquellas teorías absurdas? ¿No era mejor que la gente recordara al difunto como un maestro de escuela, como un hombre que dedicó su vida a la enseñanza, en lugar de subrayar aún más sus excentricidades hablando de los peligros imaginarios que creía que lo acechaban? Ya era suficiente riesgo que algún día alguien recuperase los artículos que su padre había escrito a propósito del incidente de Roswell
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, o sobre los supuestos experimentos realizados por la CIA en los años cincuenta y sesenta para controlar el pensamiento de asesinos cuyas mentes activaba después a voluntad para matar a quien quisiera. ¿Qué dirían si salieran a la luz sus reportajes sobre la muerte del cantante John Lennon en los cuales su padre proponía que las más oscuras agencias de inteligencia americanas habían diseñado un plan al que Ávalos denominaba «Operación Caos» para acabar con figuras incómodas de la cultura norteamericana? ¿Cómo evitaría ella la vergüenza si se recordaba que su padre cuestionó que los astronautas americanos hubieran llegado a la Luna, y que toda aquella historia del Apolo XI podía ser un maldito fraude?
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Alexia se dijo que no, que ya era suficiente. Estaba harta de ser objeto de las chanzas de los demás por culpa de las ideas extravagantes de su padre. Si alguien había robado en su casa, si alguien lo había asesinado, la policía lo descubriría sin necesidad de que ella colaborara en engordar los chismes que circulaban sobre G. G. Ávalos.

—Quería decir que, aunque no tenía un duro, nadie está a salvo de que los demás piensen que sí que lo tienes.

El inspector Carmona la atravesó con la mirada. Alexia no bajó los ojos y se empleó a fondo para ofrecer la imagen de credibilidad que tantas veces le había servido para ganar casos comprometidos.

—Comprendo —dijo lacónicamente el policía. Después sacó del bolsillo interior de su chaqueta una tarjeta—. Este es mi número, por si recuerda alguna otra cosa. No la molesto más. Supongo que tendrá mucho de lo que ocuparse ahora.

Alexia procuró respirar con calma. El policía bajó por las escaleras y ella descubrió que un abismo se abría a sus pies. El inspector Carmona estaba en lo cierto: tenía mucho de lo que ocuparse. A su padre le harían la autopsia y se determinaría qué pudo sucederle. Ella era la única familia que el difunto tenía, de modo que convenía arreglar los papeles para el sepelio. Y entonces cayó en la cuenta de que no sabía qué debía hacer. Su padre jamás le había dicho si prefería ser incinerado o no. Tras reflexionar unos instantes, decidió que lo enterraría junto a los restos de su madre, si es que tal cosa era posible. Debería preguntar en el Ayuntamiento del pueblo donde ella descansaba si se permitía ese tipo de enterramientos.

Mientras en las habitaciones de abajo aún se escuchaba el ir y venir de la policía, Alexia se dejó caer en el suelo del estudio y contempló desolada en qué había acabado todo: los libros destripados, los papeles aventados, las ideas esparcidas… Al cabo de unos minutos se dio cuenta de que estaba recogiendo papeles y que los estaba apilando sin ningún criterio sobre la mesa de nogal. Advirtió entonces que la maleta en la que Ávalos guardaba la máquina de escribir Olivetti estaba junto a la mesa, y se preguntó si acaso su padre tenía pensado ir a alguna parte.

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