En cuanto al resto de supuestas anticipaciones científicas, la carta al director las cuestionaba todas. No hacía falta ser especialmente avezado, decía, como para imaginar que era conveniente lanzar el cohete en el momento en el que la distancia que este tuviera que recorrer fuera la menor posible, lo que se conseguiría si se hacía de forma vertical, es decir, cuando a la Luna le restasen cuatro días, una hora, diecisiete minutos y veinte segundos para llegar al cénit. En ese momento, el punto idóneo para el lanzamiento debía situarse, tal y como mencionaba el observatorio de Cambridge en la novela de Verne, entre 28º de latitud norte y 28º de latitud sur. Como el eje de rotación de la Tierra está inclinado 23º 27’ respecto al plano de la eclíptica y la órbita de la Luna ofrece un ángulo de 5º con ese plano, únicamente el área de latitudes antes indicado ofrecía la posibilidad de hacer un disparo como el requerido. O lo que es lo mismo: podía escogerse Texas o Florida. Pero como el primero de esos estados tenía más ciudades próximas, lo cual podría provocar peligros a la hora del lanzamiento, se opta por Florida, donde únicamente Tampa aparecía como ciudad destacada. Por tanto, concluía la carta, no es que Verne anticipe Cabo Kennedy, sino que la NASA, muchos años después, siguió el mismo razonamiento simplemente porque es el más lógico.
Pero aún había más: la carta al director señalaba algunos sonoros errores de Julio Verne en sus novelas. Para empezar, el informe de Cambridge que Verne cita en su obra considera necesaria una velocidad de 12 000 yardas por segundo (aproximadamente, 11,2 kilómetros por segundo) para lograr que el proyectil escapara del campo de atracción de nuestro planeta. Pero olvida el rozamiento. Barbicane estima que la resistencia del medio será insignificante al calcular que el proyectil atravesará la atmósfera en cinco segundos. Obviamente, Verne y Barbicane se equivocan estrepitosamente. Eso, por no mencionar la metedura de pata de Verne cuando los expedicionarios deciden lanzar al espacio el cadáver de uno de los perros, que había muerto como consecuencia de un golpe en la cabeza en el momento del disparo del cohete.
Los protagonistas abren la puerta del cohete y, escribió Verne: «… el cadáver de
Satélite
fue proyectado al exterior. Apenas se escaparon unas moléculas de aire y la operación funcionó tan bien que, más tarde, Barbicane no tuvo miedo de deshacerse de esta manera de los residuos inútiles que molestaban dentro del proyectil».
En la carta al director su autor se burlaba de ese párrafo. ¿Cómo podía concebirse siquiera que pudieran abrir una puerta del cohete y lanzar el cadáver del perro sin ninguna consecuencia? Por otro lado, ¿así pensaba deshacerse Barbicane de la orina y de las heces de los expedicionarios? Si Verne era un visionario con información privilegiada, se preguntaba el autor de la carta, ¿cómo no se le ocurrió vestir de otro modo a sus héroes y no hacerlos viajar ataviados con levita y chistera? ¿No vio en sus visiones que los futuros astronautas llevarían un complejo sistema para recuperar la orina y el sudor para obtener agua y que los residuos sólidos se almacenarían y no se arrojarían al exterior de la nave?
¿Y qué decir del momento en el que, en la segunda de las novelas, Ardan propone un brindis en el espacio?
En efecto, el novelista cometía un error de bulto, según el criterio del profesor de francés, a la hora de describir el fenómeno de la ingravidez. Planteaba que a medida que el proyectil se alejara de la Tierra y se aproximara a la Luna experimentaría la disminución de la atracción gravitatoria terrestre, pero aumentaría la lunar. Y anticipa que habría un punto en que ambas atracciones se equilibrarían, y entonces los tripulantes experimentarían una insólita ingravidez.
En la novela se recoge un episodio que ilustra bien el error de Verne al respecto, añadía el autor de la carta. Se trata del instante en el que Miguel Ardan, para celebrar que han llegado a ese imaginario punto del espacio en el que las atracciones de la Tierra y de la Luna se equilibran, coge una botella y tres vasos y propone un brindis. Verne no explica cómo pudo conseguir echar el líquido en el interior de los vasos.
Si Verne era un profeta, concluía, lo disimuló muy bien. Su gran mérito había consistido, como el novelista había declarado en numerosas ocasiones, en trabajar como una mula. Recuérdese lo que él mismo declaró al periodista Robert H. Sherard: «Me despierto todas las mañanas antes de las cinco —quizá un poco más tarde en invierno—, y a las cinco ya me encuentro en mi escritorio y permanezco trabajando hasta las once […]. Soy un gran lector, y en cada ocasión que leo lo hago con un lápiz en la mano. Siempre llevo un cuaderno conmigo e inmediatamente apunto […] algo que me interese o que pueda ser de posible uso en mis libros…».
Ahí residía, a juicio del redactor de la carta al director, el verdadero andamiaje de las novelas de Verne, y no en ninguna virtud profética.
Alexia no leía jamás aquellas publicaciones, de manera que desconocía que su compañero de cama hubiera remitido una demoledora respuesta al reportaje firmado por su padre, del cual no había mencionado una sola palabra a su pareja. Del mismo modo, estuvo al margen del feroz intercambio de argumentos que ambos contendientes mantuvieron en los números sucesivos de aquella revista. Por ello, la bomba le estalló en la cara de la manera más inesperada, precisamente en una de las escasas ocasiones en que su padre aceptó su invitación de cenar junto a ella en Nochebuena.
La velada transcurrió bajo los parámetros esperados si se mezclan en una coctelera a un padre excéntrico cuyas aficiones siempre habían encontrado el reproche en su hija, a una hija que muy rara vez veía a su padre y del que se avergonzaba profundamente por escribir libros absurdos, y a un novio de ideas fijas y mente cuadriculada que ve por primera vez al padre de su pareja.
El inestable equilibrio en el que toda la cena se desarrollaba se quebró en el segundo plato. Alexia había encargado el menú a un exclusivo servicio de catering, puesto que la cocina no era precisamente su fuerte. Varias personas de su entorno habían puesto por las nubes la calidad del besugo que cocinaban en aquella empresa, y ella había pensado que podía ser una excelente elección como plato fuerte de la cena.
Años después, en la soledad del piso de su difunto padre, Alexia no conseguía recordar cómo se prendió la mecha que hizo que el frágil espíritu navideño de aquella velada saltara por los aires. Alguien debió de mencionar algo sobre Julio Verne. Tal vez ocurrió cuando su padre preguntó al novio de su hija a qué se dedicaba exactamente y el otro respondió con su habitual engolamiento que era profesor de francés, que había hecho su tesis sobre la influencia de la ciencia y el industrialismo en las novelas de Julio Verne y que, precisamente, hacía un tiempo que cruzaba cartas con un lunático en una revista de tres al cuarto a propósito de si Verne era o no un visionario.
Ávalos empalideció. Eso sí lo recordaba Alexia. Al fin había identificado a su adversario, y el otro hizo lo propio al reconocer en el padre de su novia al lunático que acababa de mencionar. Pero lejos de hacer las paces, los dos contendientes olvidaron el besugo y se emplearon con saña durante toda la noche.
A eso de las once y media, Ávalos expresó su deseo de irse a un hotel a dormir. Por supuesto, anunció, no podía permanecer bajo el mismo techo que ocupaba aquel petimetre que se burlaba de él y de sus ideas. En cuanto a ti, le dijo a su hija, tú verás si este imbécil cuadriculado es el hombre que más te conviene. A continuación, firmó su frase con un portazo.
Alexia rompió con su pareja tres meses después. Ambos sabían que su relación había quedado herida de muerte en Nochebuena, con un besugo como mudo testigo.
Desde entonces, habían transcurrido una docena de Navidades. Desde su ruptura con él, no había vuelto a ver al envarado profesor de francés. Sí, era cierto que alguna vez había pensado en él y se había preguntado qué habría sido de su vida, pero más por curiosidad que porque realmente añorara su compañía o sus besos. Y, ahora, ahí estaba ella, sentada en el suelo del estudio de su padre, rodeada de libros despanzurrados y papeles aventados. Ella, la abogada de prestigio, la mujer fría y poco dada a la ensoñación, se sentía atrapada irremediablemente por uno de aquellos misterios que tanto apasionaban a su padre.
¿Qué maldita ironía traía a Julio Verne de nuevo a su vida? Precisamente habían sido aquellas fotografías que adornaban las paredes del estudio las que habían exhumado el recuerdo de aquel antiguo amor y… En ese instante, Alexia recorrió las paredes con su mirada. ¿Cómo no lo había advertido antes?, se reprochó. ¿Dónde estaban las fotografías de la tumba de Julio Verne? ¿Quién se las había llevado?
—¡Dios mío! —exclamó.
No quedaba rastro alguno de la sepultura del escritor. No le había preguntado a su padre quién había hecho aquellas fotografías. ¿Eran obra suya? ¿Dónde estaba aquella tumba y qué significaba en todo aquel enrevesado asunto?
Alexia lamentó una vez más no haber hablado sobre todo aquello con su padre la noche anterior. Ahora, todas sus preguntas quedarían sin respuesta. Nadie más que Gerardo García Ávalos tenía la solución.
—A no ser que… —El brillo de la esperanza cruzó por sus ojos fugazmente—. A no ser que
Tapioca
tenga algo que decir sobre todo esto.
La idea de que Miguel Capellán, rebautizado sin saberlo como
Tapioca
, pudiera arrojar luz sobre aquel misterio tuvo la virtud de insuflar una inesperada energía a Alexia. No obstante, se preguntó si realmente podía confiar en
Tapioca
. En realidad, no sabía nada de él. Tan solo que era amigo de su padre y que se trataba de un periodista que escribía sobre los mismos temas que Ávalos tan bien conocía. Los mismos temas que provocaban en ella urticaria con solo oír hablar de ellos.
¿Y si había sido Capellán el hombre que doña Herminia, la vecina de la calle Alfonso VIII, vio salir de madrugada de casa de su padre? ¿Sería acaso
Tapioca
el posible ladrón y el presunto asesino? ¿No le había confesado su padre que le había prestado copias de los dos primeros documentos recibidos en aquellos sobres ocres firmados por un tal Nemo? Bien podía haber sucedido, pensó, que Capellán hubiera regresado al domicilio de Ávalos exigiendo el resto de la información y, al no acceder el maestro de escuela a entregársela, lo hubiera asesinado.
Alexia dudó sobre qué hacer durante unos segundos, infinitamente más tiempo del que una mujer como ella hubiera dedicado a semejantes cuestiones en cualquier otra circunstancia. Pero, tras aquella brevísima reflexión, se entregó a la búsqueda de la vieja agenda telefónica de su padre, donde sabía que él tenía anotados cientos de números de teléfono. Como ella bien conocía, Ávalos mostraba una resistencia numantina a las nuevas tecnologías. No tenía ordenador personal, teléfono móvil o blackberry.
—Al menos habías dejado atrás la escritura cuneiforme sobre barro —rutó Alexia.
La última vez que Alexia lo había visitado pudo ver la ajada agenda telefónica en su dormitorio, sobre una de las mesillas de noche, la más próxima al lado de la cama que tradicionalmente su padre ocupaba. De modo que bajó los escalones todo lo deprisa que sus tacones se lo permitieron y segundos después marcó el número del teléfono móvil de Miguel Capellán.
La conversación fue breve: le informó de la muerte de su padre sin añadir más detalles de los necesarios y le preguntó a continuación si tendría la amabilidad de venir por Cuenca para ayudarla en ciertas cuestiones.
Tapioca
dijo que sí, que no habría problema, y que de hecho estaba en la ciudad en aquel momento. Pero, aclaró, se encontraba reunido con un inspector de policía, un tal Carmona, y no sabía cuánto tardaría. Se acababa de enterar de la muerte de Ávalos, mintió, y agregó que no tenía palabras para expresar su conmoción. La acompaño en el sentimiento, dijo. Ella le dio las gracias y admiró en silencio la diligencia del funcionario Carmona. Luego trató de mostrarse encantadora en su justa medida.
—Le quedaría muy agradecida si, cuando termine su reunión, pudiéramos vernos —dijo en el tono más neutro de cuantos encontró en su repertorio.
Él prometió acudir en cuanto le fuera posible. Alexia colgó el teléfono y se obligó a ir al Instituto Forense.
… Seguramente recordarás, querido Maurice, las historias que nuestro padre nos contó a propósito de las tormentosas relaciones que el abuelo y el tío Jules mantuvieron una vez que terminó sus estudios de Derecho en agosto de 1850. El abuelo exigía su inmediato regreso a Nantes para ayudarlo en el bufete familiar, pero el tío se negaba a abandonar París para no perder los contactos que se había procurado. No quería renunciar a la amistad con Dumas y con los extraños amigos que el famoso novelista tenía.
Nuestro padre nos confesó que el abuelo se negó a dar dinero a Jules, lo que provocó que pasara penurias, e incluso hambre. Supimos que malvivió para poder escribir mediocres aventuras teatrales junto a su amigo Aristide Hignard, pero desconocíamos que Aristide había ingresado en la masonería. Y mucho menos podíamos imaginar que la sabiduría de los masones era similiar a la de un niño si se la compara con los conocimientos de los hombres sin rostro.
Imagina mi sorpresa cuando tiempo después supe que esos hombres misteriosos infiltraban peones entre masones, rosacruces o illuminati para influir en esas sociedades con sus ideales.
Pero más desconcertado quedó nuestro tío uno de aquellos días en que frecuentaba la Biblioteca Nacional para ahuyentar el hambre y reconoció entre los lectores presentes al amigo delicado y hermoso de Dumas. Jules me confesó que, cuando lo vio acercarse a él y lo saludó, enrojeció. Pero las sorpresas no habían hecho sino empezar, pues resultó que aquel muchacho era George Sand
[61]
, la famosa novelista autora de
Rosa y blanco, Lelia
y
Consuelo.
Al parecer, aquella misteriosa dama acostumbraba a vestir esas prendas, y no era la única de sus costumbres que provocaba el escándalo, pues todo el mundo comentaba que tras haber contraído matrimonio con apenas dieciocho años con Jules Sandeau, con quien escribió su primera novela y del cual tomó prestado parte del apellido para su seudónimo, había tenido innumerables amantes, entre ellos el mismísimo Frédéric Chopin.
A pesar de rondar los cincuenta años de edad, seguía siendo una mujer fascinante y, como Jules comprobó, guardaba muchos secretos.
Nuestro tío quedó perplejo al observar el descaro con que le habló. Le preguntó si sabía cuál era su verdadero apellido. A lo que Jules respondió negativamente. Ella se lo dijo: Dupin. Al parecer, esperaba que aquel apellido le resultara familiar a nuestro tío, pero Jules no entendía adónde pretendía ir a parar la escritora. Entonces, ella le habló de un personaje creado por un escritor norteamericano apenas conocido en Europa: Edgar Allan Poe. Le dijo que Auguste Dupin era un detective protagonista de algunos relatos de misterio escritos por Poe, y le recomendó encarecidamente que leyera a ese americano, pues su lectura lo ayudaría en el futuro.
Jules iba a preguntar en qué podía ayudarlo el tal Poe, pero la misteriosa dama se levantó y se alejó sin responder. Jules no podía sospechar que aquel encuentro no había tenido nada de casual. Como tampoco lo tuvo su amistad con Pitre-Chevalier, seudónimo bajo el cual se escondía Pierre Chevalier, bretón como nuestra familia, y que dirigía la revista
Musée des familles
. Fue en aquella publicación, como bien sabes, donde nuestro tío comenzó a demostrar su valía como escritor, pero desconocía que estaba siendo examinado por los hombres sin rostro para una empresa mucho más importante.
Mientras tanto, ocasionalmente Jules era invitado a casa de Alexandre Dumas, y allí escuchaba las conversaciones que sobre política y sobre los más variados temas entablaban sus misteriosos invitados. Ya conocía a George Sand y al orondo Alphonse-Louis Constant, a quien algunos de los presentes llamaban Éliphas Lévi. Y en una de aquellas veladas le presentaron a un hombre de unos cuarenta años, provisto de un bigote oscuro, amplias entradas y mirada perdida. Era Gérard de Nerval, el famoso y excéntrico escritor que había abrazado doctrinas esotéricas en Oriente.
A Jules le fascinaba la autoridad con la que allí se hablaba de política, como si aquellos enigmáticos personajes fueran capaces de deponer y nombrar gobiernos. Pero aún más le sorprendió la crítica feroz que todos hacían a la Iglesia, cuyo poder, sostenían, se apoya en el miedo. Si el pueblo tuviera formación, no tendría miedo y la Iglesia perdería sus prebendas, decían.
Una de aquellas noches Dumas dejó caer una idea que, a la larga, cambiaría la vida de nuestro tío. El novelista expuso en voz alta su convicción de que si alguien fuera capaz de construir novelas de aventuras divulgando los descubrimientos científicos de la época tendría un éxito rotundo. A lo que George Sand apostilló, mirando a nuestro tío, que una novela es un escondite perfecto para enseñar más cosas a quien sepa descubrirlas. Y preguntó a Jules si ya había leído a Edgar Allan Poe, como ella le había recomendado.
Resultó que sí, que Jules había leído a Poe. Aquel americano le había seducido de inmediato, especialmente sus relatos de viajes en globo, que permitieron a nuestro tío escribir su segundo reportaje en la revista
Musée des familles
y que tituló
Un viaje en globo.
¿Te das cuenta, Maurice? Nuestro tío estaba siendo seducido por un poder cuya fuerza y origen aún desconocía. Alguien activaba en su favor los resortes necesarios para conducirlo a donde los hombres sin rostro deseaban.
Aunque no puedo afirmarlo, no me sorprendería que fueran ellos quienes facilitaron el encuentro de nuestro tío con el explorador y escritor Jacques Arago
[62]
. Como sabes, Arago había dado la vuelta al mundo, y había tenido la genial ocurrencia de narrar sus experiencias.
Así, mientras Jules combatía el hambre trabajando precariamente como secretario del Teatro Lírico, discutía con nuestro abuelo y lo martirizaban los problemas estomacales y las parálisis faciales, alguien movía los hilos para que el joven Verne se convirtiera en la pluma al servicio de una idea que pretendía cambiar el mundo…