—Algo hay de eso —concedía Ávalos, pero se cerraba en banda.
—De modo que el mensaje no era indescifrable, ¿no?
Ávalos no despegaba los labios. En su rostro, siempre aquella beatífica expresión suya.
El nuevo artículo del que Capellán le hablaba se había publicado sospechosamente poco después de que el maestro hubiera recibido la carta del tal Nemo, de modo que el periodista había sumado dos y dos llegando a la conclusión de que había gato encerrado. No podía ser mera casualidad que el reportaje se centrara en los juegos de palabras y mensajes cifrados que Verne acostumbraba a incluir en sus novelas. Capellán lo había leído varias veces esforzándose por descubrir aquello que el maestro callaba.
Ávalos afirmaba en las páginas de aquella revista que el afamado autor de
Veinte mil leguas de viaje submarino
o
La vuelta al mundo en ochenta días
había trufado sus novelas de criptogramas, juegos de palabras y mensajes cifrados que durante mucho tiempo nadie tuvo en cuenta sin advertir el papel estelar que jugaban en su obra y, en opinión de Ávalos, también en la vida del escritor. Aseguraba que la influencia de Edgar Allan Poe había sido determinante en muchas de las novelas de Verne, no solo por el uso de jeroglíficos, sino porque incluso algunas de sus obras se asentaban sobre cuentos anteriormente publicados por Poe. Sin ir más lejos, recordaba, la primera novela publicada por Verne,
Cinco semanas en globo
[25]
, tenía antecedentes en cuentos de Allan Poe en los que el viaje en globo jugaba un papel decisivo. Verne incluso llegó a escribir
La esfinge de los hielos
[26]
, una suerte de segunda parte de la obra de Poe titulada
Narración de Arthur Gordon Pym
.
A continuación, el reportaje descendía al terreno de lo concreto, apuntando que era frecuente que Verne usase el llamado
Cifrado de César
, consistente en desplazar el alfabeto hacia la derecha o hacia la izquierda tantas veces como se estableciera, y ese número se adoptaba como cifra para encontrar el sentido oculto del texto. Este sistema recibía el nombre de Julio César, pues fue el famoso general romano quien lo popularizó. En otras ocasiones, Verne empleaba el
Cifrado de Vigenère
, en el que no se emplea un único alfabeto, sino veintiséis.
Ávalos proponía como primer ejemplo de los juegos crípticos de Verne la novela titulada
La jangada
, que se desarrollaba en el Alto Amazonas.
Ávalos informaba al lector de que a lo largo de su vida Verne elaboró miles de fichas con criptogramas y logogrifos, y recordaba que varias de sus novelas arrancaban precisamente con la resolución de uno de esos enigmas. Por ejemplo, en
Los hijos del capitán Grant
[27]
los protagonistas se enfrentan a un mensaje críptico triple, puesto que el azar ha puesto en sus manos una botella que, suponen, el capitán Grant lanzó al mar antes de su naufragio conteniendo un texto escrito en tres idiomas diferentes (inglés, francés y alemán), con el agravante de que el agua había borrado diversas partes del mismo.
De igual manera, en
Viaje al centro de la Tierra
[28]
los héroes vernianos deberán descubrir la clave de un galimatías antes de estar en disposición de iniciar su extraordinaria aventura.
¿Y qué decir del desconocido idioma con el que se comunicaba la tripulación del
Nautilus
,el maravilloso submarino del capitán Nemo? Se trataba de un lenguaje que Verne califica de sonoro, armonioso y flexible, y del cual únicamente nos ofrece una muestra en una frase que ha dado lugar a toda suerte de interpretaciones: «
Nautron respoc lorni virch
».
¿Acaso creó Verne un lenguaje propio? Podría pensarse tal cosa, dado que esas palabras no son reconocibles como pertenecientes a ningún idioma concreto. ¿Qué quiso decirnos Verne? El profesor Aronnax, uno de los principales personajes de
Veinte mil leguas de viaje submarino
, interpreta que la frase equivalía a: «Nada a la vista», lo cual en sí mismo también resulta gracioso y propio de Verne, pues parece otro juego de los suyos debido a que Nemo, en latín, significa «Nadie». No obstante, Ávalos recordaba en el artículo que había muchas interpretaciones sobre ese idioma incomprensible por parte de los especialistas.
Por último, el reportaje se detenía brevemente en los trucos inventados por el autor francés para dar nombre a algunos de sus personajes. Por ejemplo, le gustaba emplear palabras que podían leerse en uno y otro sentido. Era el caso de Ardan, uno de los protagonistas de
De la Tierra a la Luna
[29]
, que recordaba el nombre de Nadar, uno de los pioneros del vuelo en globo, fotógrafo y amigo personal de Verne
[30]
.
Ávalos mencionaba otros ejemplos del estilo burlón de Verne, como sucedía con Hector Servadac
[31]
, protagonista de la novela homónima. Si leemos su apellido al revés, nos encontramos con la palabra francesa
cadavres
, que significa «cadáveres». Y en
El secreto de Maston
[32]
aparece Pierdeux, cuyo apellido se puede fragmentar en
pi-er-deux
, que en español correspondería con «pi-erre-dos»; es decir, la fórmula para calcular el área de un círculo.
El último ejemplo que citaba Ávalos sobre la criptografía en las novelas vernianas tenía que ver con
Mathias Sandorf
[33]
. Este aristócrata húngaro, que urde una trama contra la monarquía austro-húngara, diseña un mensaje complejo disimulado en tres columnas y seis filas con seis caracteres cada una. De modo casual aquel galimatías llega a manos de dos vagabundos, Zirone y Sarcany, que son capaces de comprender lo que allí se dice.
Pero la gran pregunta a la que conducía aquel artículo era la misma que había impulsado a Capellán en las últimas semanas a buscar información sobre la figura de Julio Verne: ¿por qué el novelista francés empleaba de forma constante los acertijos y los criptogramas? ¿Qué razón había para su continuo uso en unas novelas que desde siempre se han creído dirigidas a un público infantil y juvenil? Aquello debía de tener alguna explicación, pensaba. Un hombre no se dedica a crear jeroglíficos a puñados durante toda su vida si no hay algún motivo que vaya más allá del mero ejercicio mental, y no cabía duda de que Ávalos debía de saber algo al respecto. Algo que tenía que ver con aquellos folios que guardaba bajo llave en el armario situado tras la vieja mesa de madera de nogal sobre la que descansaba la Olivetti.
¿Quién sabe?, se animó a sí mismo, tal vez aquella misma tarde el viejo zorro le confesase algo del asunto en el que andaba metido.
El viento se hacía insoportable cuando Capellán llamó a la puerta de Ávalos.
C
ambia… Todo cambia», cantaba Mercedes Sosa en el viejo tocadiscos de Ávalos. «Pero no cambia mi amor por más lejos que me encuentre», susurró el maestro jubilado mirando la mesa dispuesta para dos.
Y entonces escuchó el timbre y suspiró profundamente. En su suspiro había gotas de alivio, pues al fin había llegado Capellán, y de preocupación, porque aún no había dado con la idea que le permitiera quitárselo de encima cuanto antes aquella noche tan especial para él.
Unos minutos más tarde Miguel Capellán olfateaba el aroma procedente de la cocina.
—¿No me diga que me va a invitar a cenar? No era necesario. —Sus ojillos azules chisporrotearon tras las lentes de diseño al ver dos cubiertos en la mesa del salón. No había nada que le gustara tanto a Capellán como cenar bien y cenar de gorra.
Instintivamente, Ávalos lo alejó del salón y subió por las escaleras hasta su guarida. Capellán lo siguió.
—Lamento decirte que no es a ti a quien espero para cenar —confesó Ávalos, aun sabiendo los riesgos que corría al sincerarse ante un entrometido como Capellán. Y sus peores temores se materializaron de inmediato.
—¿Una cena romántica? —El periodista miró con sorna al escritor, y al percibir la duda en Ávalos prosiguió con su chanza—. ¿De modo que sí? ¡Una cita con una mujer! ¡Santo Dios! Si me lo hubiera dicho no hubiera venido a molestarlo.
Por un momento, Ávalos pensó que había juzgado mal a su amigo. Tal vez no fuese tan insensible y torpe, tal vez tomaría de inmediato el chaquetón un tanto raído que se había quitado al poco de entrar en la vivienda y saldría de inmediato, respetando la intimidad de su anfitrión. Pero su recién nacida esperanza murió al tomar la primera bocanada de aire.
—¡Joder! Pues me quedo hasta saludar a la afortunada —anunció Capellán dejándose caer sobre el sillón de lectura de Ávalos, el mismo que siempre ocupaba sin importarle lo más mínimo que el dueño de la casa no tuviese otra alternativa que sentarse en una austera silla de madera situada frente a su mesa o en el sillón del propio escritorio.
Ávalos iba a replicar. Le iba a pedir que, por favor, no jugara a aquel juego. Capellán no podía quedarse para conocer a la invitada porque la invitada…
—¿Cuándo me va a contar la historia de ese tío suyo, el tal Tomás? —preguntó Capellán interrumpiendo el discurrir de los pensamientos del maestro. Ávalos le había dicho que aquel tío suyo era el culpable de que escribiera con una Olivetti, pero nunca le había revelado los detalles del asunto—. Estoy por comprarle yo a usted un ordenador portátil para tirar a la basura de una vez esa máquina de escribir. Y no le vendría mal tampoco un teléfono móvil, que cualquier día le pasa a usted algo y no puede avisarme.
Ávalos se mordió el labio inferior. Realmente Capellán resultaba incorregible. No sería fácil quitárselo de encima. Tras mirar alrededor y comprobar que desde todos los ángulos de su refugio lo miraba aquel hombre de mármol que emergía de la tierra en las fotografías con las que había empapelado la estancia, el maestro jubilado tomó una decisión: tal vez con algo de charla y un regalo inesperado podría espantar al periodista. Y una vez tomada la decisión puso en marcha el plan, empezando con algo de charla.
—Está bien, te contaré algo sobre el tío Tomás, pero luego te marchas sin esperar a mi visita, ¿estamos?
Capellán entornó los ojillos, se retrepó por el sillón de cuero y asintió levemente con la cabeza mientras una sonrisa bobalicona se pintaba en su rostro.
—Esta máquina de escribir —Ávalos acarició el cuerpo gris de su vieja compañera Olivetti Línea 98— no es una máquina cualquiera. Es la última de las cinco que he tenido durante toda mi vida, y la última que tendré. —Su voz adquirió una fuerza especial de pronto e interrogó a su invitado mirándolo a los ojos—: ¿Qué sabes tú de las Olivetti?
A Capellán la pregunta le cogió desprevenido. ¿Qué coño iba a saber él de las puñeteras Olivetti?
—Que las inventó un italiano —dijo encogiendo los hombros. A continuación recorrió con la mirada la habitación atestada de libros. De pronto reclamó su atención el hecho de que Ávalos tuviera junto a la mesa la pequeña maleta en la que se guardaban esas máquinas. Nunca la había visto allí. ¿Pensaba llevársela a alguna parte?
—Un italiano, sí —admitió Ávalos—. Camillo Olivetti fundó la fábrica en 1908 en el Piamonte, y ya en 1929 producían quince mil máquinas. El éxito fue increíble. —Ávalos dejó de mirar al periodista y volvió sus ojos hacia una de las dos ventanas del estudio. Seguidamente inició un relato dirigido a un público invisible, como si hubiera olvidado a su inoportuno amigo.
Se le escuchó decir que en enero de ese mismo año 1929, gracias a un ingeniero catalán llamado Julio Capará, la firma italiana se asentó en Barcelona, creándose así la marca Hispano-Olivetti. El crecimiento de los pedidos hizo que en 1940 la empresa adquiriera un hermoso solar en la Ciudad Condal. Durante la posguerra, dado que se trataba de una compañía con capital italiano e Italia había sido aliada de Francisco Franco, gozó de un pleno apoyo institucional. En los años sesenta ya trabajaban allí más de treinta mil operarios.
—Pero para entonces hacía tiempo que el tío Tomás era millonario. —Ávalos añadió el sorprendente dato en un tono tan neutro como si hubiera dicho que en la calle el viento arreciaba.
—¿Cómo que el tío Tomás era millonario? —La atención de Capellán pasó de inmediato del estuche de la Olivetti al rostro de Ávalos.
Ávalos ahogó una sonrisa. Sabía que había captado la atención del periodista. El cebo estaba lanzado. La primera parte de su plan para que se marchara parecía dar resultado. Miró disimuladamente su reloj de bolsillo y decidió dedicar cinco minutos más a aquella historia. Después pondría en marcha la segunda parte de la estrategia, la del inesperado regalo para Capellán.
—¿Te he contado que yo nací en un pequeño pueblo de Cuenca hace muchos años?
—Ni más ni menos que sesenta y siete, ¿no? —replicó Capellán.
—Sesenta y siete —repitió Ávalos mirándose las manos salpicadas de vejez, como si en la piel blanca que dejaba entrever las venas azuladas pudiera leer el resto de la historia que pretendía confiar a Capellán—. ¿Quién lo diría?
Ávalos, explicó, fue el menor de cuatro hermanos. Había nacido en un minúsculo pueblo manchego que no mencionó. Habló de una familia de campesinos de posición relativamente acomodada gracias a que su padre se había dejado el lomo de sol a sol arrebatando a la tierra su fruto y pagando el peaje diario de su sudor. Había nacido en 1944. Por entonces, el hermano mayor, llamado Celestino como su padre, tenía ya quince años y ayudaba al cabeza de familia más de lo que hubiera sido aconsejable para un muchacho tan joven. Las dos hermanas, Margarita y Clarisa, aguardaban desde niñas a un hombre que las sacara de aquel pueblo. En cuanto a él, resultó el más delicado de salud de toda la prole, y también el más diestro a la hora de contar y de leer.
Un día, don Celestino habló con Celestino hijo. ¿Se había dado cuanta él de lo avispado que era el pequeño Gerardo? Celestino hijo retorcía entre los dedos la gorra de pana que acostumbraba a llevar y asintió en silencio. Con esfuerzo, acertó a decir que sí, que Gerardo era más listo que el hambre. Y entonces Celestino padre le dijo a su primogénito que no podía permitirse dar estudios a dos varones. (Sobre la formación de las hijas nadie se planteó otra cosa que no fuera que aprendieran en la cocina lo que la madre, Engracia, tenía que enseñarles). Celestino hijo bajó los ojos negros y comprendió.