La travesía del Explorador del Amanecer (21 page)

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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Habían dejado atrás la ciudad, y el fondo marino seguía subiendo; ahora estaba sólo a unos treinta metros bajo el barco. El camino había desaparecido. Navegaban sobre una región semejante a un parque abierto, salpicado de pequeños bosquecillos de colorida vegetación. De pronto Lucía casi lanzó un chillido de entusiasmo: había visto Gente.

Eran entre quince y veinte, todos montados en caballos de mar, no esos caballos de mar diminutos, que a lo mejor has visto en los museos, sino caballos bastante más grandes que sus jinetes. Lucía pensó que debía ser gente noble, pues alcanzó a ver el brillo del oro en sus frentes y las banderolas de telas de color esmeralda y naranja que ondeaban detrás de sus cabezas en la corriente. Entonces...

—¡Oh, malditos peces! —dijo Lucía.

Pues un cardumen completo de pequeños y planos peces, que nadaba muy cerca de la superficie, se había interpuesto entre ella y la Gente de Mar. Pero aunque le quitaron la visión, le permitieron ver lo más interesante de todo. De súbito un feroz pececillo, de una especie que ella jamás había visto, subió rápidamente desde las profundidades, mordió y capturó a uno de los peces planos y se sumergió con él en la boca. Todos los Seres del Mar estaban sentados en sus caballos y miraban atentamente lo que acababa de ocurrir. Parecían hablar y reír. Antes de que el pez cazador volviera donde ellos con su presa, otro pez, de la misma especie, salió del grupo de la Gente de Mar. Lucía estaba totalmente segura de que un Hombre de Mar muy grande que se encontraba montado en su caballo al medio del grupo, era el que lo había enviado, o soltado, como si hasta ese momento lo hubiese tenido retenido en su mano o en su muñeca.

—¡Pero por Dios! Si es una cacería, o más bien una de esas cacerías con halcones. Sí, eso es. Ellos cabalgan con esos pececillos feroces en sus muñecas, tal como, hace tanto tiempo, solíamos hacerlo nosotros con los halcones, cuando éramos reyes y reinas en Cair Paravel. Y luego los echan a volar, o mejor dicho
nadar,
hacia los otros. Como...

Se detuvo repentinamente, pues la escena estaba cambiando. La Gente de Mar había visto al
Explorador del Amanecer.
El cardumen se dispersó en diferentes direcciones y la propia Gente de Mar subía para saber qué significaba esa inmensa cosa negra que se había atravesado entreellos y el sol. Ya estaban tan cerca de la superficie que, si se hubieran encontrado en el aire en lugardel agua
,
Lucía habría podido hablarles. Eran hombres y mujeres
,
todoscon una especie de coronita y muchos usaban cadenas de perlas, pero no llevaban otra ropa. Sus cuerpos eran de color marfil viejo y sus cabellos morado oscuro. El rey, que se encontraba en el centro (nadie podía tomarlo por otra cosa que por el rey), miraba con orgullo y ferocidad a Lucía, esgrimiendo una lanza en su mano. Sus caballeros hicieron lo mismo. Los rostros de las damas estaban llenos de estupor. Lucía pensaba que, con toda seguridad, nunca antes habían visto un barco ni a un ser humano; y ¿cómo podrían verlo en los mares más allá del Fin del Mundo, donde nunca antes había llegado un barco?

—¿Qué miras con tanta atención, Lu? —preguntó una voz muy cerca de ella.

Había estado tan absorta en su contemplación, que se sobresaltó al oír la voz y, al volverse, se dio cuenta de que tenía dormido el brazo después de estar tanto rato apoyada sobre la baranda en la misma posición. Drinian y Edmundo estaban a su lado.

—Miren —les dijo.

Ambos miraron, pero, casi al instante, Drinian susurró:

—Sus Majestades, dense vuelta de inmediato; así, con la espalda hacia el mar. Y que parezca como si no estuviésemos hablando de nada importante.

—Pero ¿por qué? ¿Qué pasa? —preguntó Lucía mientras obedecía.

—Jamás se debe permitir a los marineros que vean
esto
—dijo Drinian—, porque algunos hombres podrían enamorarse de las mujeres de mar, o del propio país submarino y se arrojarían por la borda. Ya antes he oído de cosas como éstas que ocurren en mares extraños. Siempre es mala suerte ver a
esta
gente.

—Pero nosotros sí las conocíamos —dijo Lucía—. En los viejos tiempos, en Cair Paravel, cuando mi hermano Pedro era el gran Rey. Ellos subieron a la superficie y cantaron en nuestra coronación.

—Deben haber sido de otra especie, Lu —dijo Edmundo—. Ellos podían vivir en el aire tanto como en el agua y creo que éstos no pueden hacerlo. Por su aspecto, pienso que haría rato que habrían salido a la superficie y empezado a atacarnos si hubiesen podido. Parecen muy feroces.

—De cualquier forma... —comenzó Drinian.

Pero en ese momento se oyeron dos ruidos: uno fue un “plaf”, y el otro, una voz que gritó desde la cofa:

—¡Hombre al agua!

En seguida todos tuvieron mucho trabajo. Algunos marineros subieron a toda prisa para amarrar la vela; otros se precipitaron abajo a coger los remos; y Rins, que estaba de turno en la popa, comenzó a manejar el timón con gran fuerza, para dar vuelta y regresar al lugar donde había caído el hombre. Aunque ya todos sabían que no se trataba precisamente de un hombre, sino de Rípichip.

—¡Caramba con ese ratón! —dijo Drinian—. Da más problemas que toda la tripulación junta. Si se presenta cualquier lío, es seguro que él se meterá. Deberían ponerle grillos, pasarlo por debajo de la quilla, abandonarlo en una isla desierta, cortarle los bigotes... ¿Alguien alcanza a ver a ese sinvergüenza?

Todo esto no significaba que a Drinian le desagradara Rípichip. Al contrario, le gustaba mucho y, por lo tanto, estaba muy asustado por él, y el asustarse le ponía de pésimo humor, tal como cuando cruzas la calle frente a un auto, y tu mamá se enoja contigo muchísimo más de lo que se enojaría un desconocido. Nadie temía que Rípichip pudiera ahogarse, ya que era un excelente nadador; lo que preocupaba a los tres, que sabían lo que ocurría bajo el agua, eran aquellas lanzas largas y crueles en manos de la Gente de Mar.

Pocos minutos después el
Explorador del Amanecer
había dado vuelta y todos pudieron ver esa gota negra enel agua, que era Rípichip. Estaba parloteando con gran emoción, pero como su boca se llenaba de agua constantemente, nadie podía entender lo que decía.

—Va a revelar todo si no lo hacemos callar —gritó Drinian.

Y para evitarlo, corrió a la borda, él mismo bajó una cuerda y gritó a los marineros:

—Está bien, está bien. Vuelvan a sus puestos. Espero que podré remolcar un
ratón
sin su ayuda.

Y apenas Rípichip empezó a trepar por la cuerda, con muy poca agilidad debido a que su pelaje mojado lo hacía más pesado, Drinian se inclinó hacia él y murmuró:

—No digas nada. Ni una sola palabra. Pero cuando el Ratón subió estilando a cubierta, parecía no tener el más mínimo interés en la Gente de Mar.

—¡Dulce! —chillaba—. ¡Dulce, dulce!

—¿De qué estás hablando? —le preguntó Drinian, con rabia—. Y tampoco tienes que sacudirte encima de
mí.

—Les digo que el agua es dulce —dijo el Ratón—. Dulce y fresca. No es salada.

Al principio nadie le dio importancia a esto. Pero, en seguida, Rípichip recitó una vez más la antigua profecía:

“Donde las olas se hacen dulces,

no dudes, Rípichip,

allí está el extremo oriental”.

Y al oírla, todos comprendieron por fin.

—Rynelf, tráeme un balde —dijo Drinian.

Se lo pasaron, lo sumergió y luego lo subió. En el balde, el agua brillaba como si fuera un espejo.

—Tal vez su Majestad desee probarla primero —dijo Drinian a Caspian.

El rey tomó el balde en sus manos, lo llevó a sus labios y probó un sorbo; luego tomó un trago largo y levantó la cabeza. Su cara había cambiado. No sólo sus ojos, sino todo en él parecía más radiante.

—Sí —dijo—. Es dulce. Esto sí que es agua. No estoy seguro de que no me matará. Pero sería la clase de muerte que habría escogido, si hubiese sabido antes de su existencia.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Edmundo.

—Se..., se parece a la luz más que cualquier otra cosa —dijo Caspian.

—Eso es lo que es —dijo Rípichip—. Luz que se puede beber. Debemos estar muy cerca del Fin del Mundo ya.

Hubo un momento de silencio y luego Lucía se arrodilló en la cubierta y bebió agua del balde.

—Es lo más delicioso que jamás he probado —dijo con una especie de resuello—. Pero es bien fuerte. Ahora no tendremos necesidad de
comer
nada más.

Y uno a uno, todos bebieron agua y por largo rato permanecieron en silencio. Se sentían demasiado bien y demasiado fuertes para soportarlo; y de pronto empezaron a notar otro resultado. Como ya he dicho antes, desde que abandonaron la isla de Ramandú, les había llamado la atención tanta luz, el sol tan grande (aunque no demasiado caluroso), el mar tan brillante y el aire tan resplandeciente. Ahora la luminosidad no disminuyó, sino, por el contrario, aumentó, pero ellos podían soportarla. Podían mirar derecho hacia el sol sin pestañear y podían ver más luz de la que nunca antes habían visto. Y la cubierta, la vela y sus propias caras y sus cuerpos eran cada vez más luminosos, y hasta las cuerdas brillaban. A la mañana siguiente, cuando salió el sol, esta vez cinco o seis veces más grande de lo habitual, todos lo miraron fijamente y pudieron ver cada pluma de las aves que salían volando de él.

Durante ese día casi no se habló a bordo, hasta que, a la hora de la cena (nadie quería comer, el agua era suficiente para ellos), Drinian dijo:

—No puedo entenderlo. No hay ni una gota de viento, la vela cuelga sin vida, el mar está tan parejo como un estanque y, así y todo, nos movemos tan rápido como si hubiera un ventarrón detrás de nosotros.

—También he estado pensando en eso —dijo Caspian—. Tenemos que haber caído en una fuerte corriente.

—Hmm —dijo Edmundo—. Eso no es muy agradable, si es cierto que el mundo tiene un borde y que nos estamos acercando a él.

—¿Quieres decir —preguntó Caspian— que podríamos..., bueno, ser vaciados al otro lado?

—Sí, sí —gritó Rípichip, aplaudiendo con sus patas—. Esto es tal como siempre lo he imaginado: el mundo semejante a una gran mesa redonda y las aguas de todos los océanos vaciándose sin fin por sus bordes. El barco se ladeará hacia adelante, asomará la cabeza por un momento y, durante algunos segundos, podremos ver por encima del borde..., y entonces, abajo, más allá del fin..., abajo, el torrente, la velocidad...

—¿Y qué piensas que nos esperará en el fondo, eh? —preguntó Drinian.

—El país de Aslan, quizás —dijo el Ratón con ojos brillantes—, o tal vez no existe un fondo. Tal vez se hunda por siempre jamás. Pero sea lo que fuere, creo que nada podría valer más la pena que haber mirado más allá del Fin del Mundo, aunque sólo fuera por un momento.

—Pero oigan —dijo Eustaquio—. Todo esto es una tontería. El mundo es redondo, quiero decir redondo como una pelota, no como una mesa.

—Nuestro
mundo lo es —asintió Edmundo—. Pero ¿lo será éste?

—¿Quieres decir —preguntó Caspian—, que ustedes tres vienen de un mundo redondo, redondo como una pelota, y nunca me lo habían dicho? ¡Es el colmo! Porque nosotros tenemos muchos cuentos de hadas en los que hay mundos redondos, y a mí siempre me han encantado. Jamás creí que existieran en realidad, pero siempre he deseado que existieran, y he anhelado vivir en uno de ellos. ¡Oh! Daría cualquier cosa por... Quisiera saber por qué ustedes pueden entrar a nuestro mundo y nosotros nunca podemos entrar al de ustedes. ¡Si tuviera la oportunidad! Debe ser muy emocionante vivir en algo semejante a una pelota. ¿Alguno de ustedes ha estado en los lugares donde las personas caminan cabeza abajo?

Edmundo negó con la cabeza y dijo:

—No es así —y agregó—: No hay nada de emocionante en un mundo redondo cuando vives en él.

El verdadero fin del mundo

Rípichip era el único a bordo, además de Drinian y los dos niños Pevensie, que había visto a los hombres de mar. Se había zambullido inmediatamente, en cuanto vio al rey del mar blandiendo su lanza, pues tomó esto como una especie de provocación o desafío y quiso arreglar el asunto en ese momento y ahí mismo, pero la emoción de descubrir que el agua era fresca y dulce distrajo su atención y, antes de que se acordara nuevamente de la Gente de Mar, Drinian y Lucía lo sacaron del agua y le advirtieron que no comentara lo que había visto.

Tal como se dieron las cosas, casi no debieron haberse molestado, ya que, en ese momento, el
Explorador del Amanecer
se deslizaba por una parte del mar que parecía estar deshabitada. Ninguno, salvo Lucía, volvió a ver a la Gente, e incluso ella misma sólo los vislumbró. Durante toda la mañana siguiente navegaron en aguas bastante poco profundas, y el fondo estaba cubierto de algas marinas. Justo antes del almuerzo, Lucía vio un gran cardumen pastando entre las algas. Comían sin parar y se movían en la misma dirección. “Tal como un rebaño de ovejas”, pensó Lucía. De pronto vio, en medio del cardumen, a una niña marina más o menos de su edad, una niña de aspecto tranquilo y solitario, que llevaba una especie de cayado en sus manos. Lucía pensó que se trataba seguramente de una pastora o, mejor dicho, de una pez-tora y que el cardumen era en realidad un rebaño pastando. Tanto los peces como la niña estaban bastante cerca de la superficie. Y cuando la niña, deslizándose en el agua poco profunda, y Lucía, asomándose por la borda, se encontraron frente a frente, la niña alzó la vista y la fijó en los ojos de Lucía. Ninguna de las dos pudo hablar y un instante después la Niña de Mar desapareció a popa. Pero Lucía nunca olvidaría su cara. No tenía esa expresión de temor ni de furia que vio en las caras de las demás Gente de Mar. A Lucía le gustó la niña y estaba segura de que a la niña le gustó ella. De una u otra forma se habían hecho amigas en esos cortos segundos. Probablemente no habría muchas oportunidades de encontrarse nuevamente, ni en ese mundo ni en otro; pero si alguna vez lo hacían, ambas correrían con los brazos abiertos.

Después de esto, el
Explorador del Amanecer
navegó durante varios días, deslizándose suavemente hacia el este en un mar sin olas y sin viento en sus obenques ni espuma bajo la proa. Cada día y cada hora la luz se hacía más brillante, pero aún la podían mirar. Nadie comía ni dormía y ninguno lo necesitaba, sólo recogían baldes de deslumbrante agua de mar, un agua más fuerte que el vino y, no sé por qué, más líquida y mojada que el agua común, y brindaban unos con otros en silencio bebiendo largos tragos. Uno o dos de los marineros, que al iniciar el viaje eran algo viejos, cada día se volvían más jóvenes. Todo el mundo a bordo se sentía lleno de felicidad y emoción, pero no una emoción que los impulsara a hablar: mientras más avanzaban, menos hablaban, y cuando lo hacían, era sólo en susurros. La quietud de aquel último mar se estaba apoderando de ellos.

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