La torre prohibida (24 page)

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Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

BOOK: La torre prohibida
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—Aún no ha llegado el momento. Pero llegará. Ya falta poco. Recuerda esto: sólo el alma importa.

—¿Qué hay en el cofre? —dijo Jack de pronto, al acordarse de él y relacionarlo con las revelaciones del indio.

—Tendrás que abrirlo y mirar dentro para averiguarlo.

—¿Y el demonio grabado en la piedra de la cueva? ¿Y ese número que estaba escrito en la fotografía y en el papel que encontré en mi escritorio?

Las preguntas se agolpaban en la mente de Jack. No entendía nada, pero era cierto lo que le había dicho el viejo indio: sentía que todo aquello era verdad. Aunque también deseaba, con la misma intensidad, que no lo fuera.

—El demonio por el que me preguntas es eso, un demonio. El demonio que todos llevamos dentro. Eres tú, y yo, somos todos. La totalidad del mal que debemos vencer en nuestro camino a lo largo de la vida. Y el número… —Pedroche vaciló y suspiró largamente—. A su debido tiempo lo sabrás.

Dicho esto, antes de que Jack pudiera replicar, Pedroche se disolvió en el aire, en una tenue nube apenas perceptible, sin dejar rastro. Como el humo ya diluido de su cigarro, que ahora tampoco estaba en el cenicero.

—¡Qué…!

Jack se puso en pie y movió los brazos como un ciego que trata de tocar algo con el extremo de sus manos. Pasó por encima del asiento que había ocupado el anciano y sintió un escalofrío. Sólo eso.

—¿Quién anda ahí? —dijo en ese momento una voz que provenía del piso superior.

La siguió el sonido de unos pasos en los escalones que llevaban abajo. Al poco, la figura robusta de un hombre de mediana edad, también indio, apareció en el umbral del salón, mirando a Jack con sorpresa y cara de pocos amigos.

—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?

—Yo… Estaba hablando con Pedroche.

El fornido indio soltó una carcajada nada humorística.

—¿Con Pedroche? ¡Pedroche soy yo!

—Usted no…

Ante el estupor de Jack, el indio cambió el gesto. Se acercó más a él y le escrutó con la mirada.

—Yo conozco su cara. ¿No viene usted por aquí algunos sábados con su hijo? Sí, ahora me acuerdo… La última vez llevaba un coche teledirigido. Y me compró un collar.

La hostilidad del hombre se aplacó un poco al reconocer a Jack. Se dio cuenta de que no estaba bien.

—¿Necesita que avise a alguien?

—No, yo…

Sin perder de vista su figura, tan distinta a la del viejo Pedroche que él conocía, Jack abandonó el salón y se dirigió a la salida de la vivienda.

—Perdone —dijo al abrir la puerta y salir sin mirar atrás.

Sólo le quedaba ya una última cosa por hacer antes de llamar al doctor Jurgenson y que éste avisara a la policía: abrir el cofre que había hallado en Monument Valley. El cofre hasta el que le había guiado el espíritu ancestral de Pedroche. Acabar de una vez con su locura, hacer eso último, y luego que pasara lo que tuviera que pasar. Quizá algún día lograra comprender lo que había ocurrido. La verdad de todo.

La verdad.

Eso era lo que había dicho Pedroche: descubrir la verdad. ¿Estaría realmente en el interior del pequeño cofre de metal?

El coche se hallaba en una zona oscura. Jack abrió la puerta, se sentó en el asiento del conductor y, antes de volver a cerrarla, dejó fija la luz interior, que se había encendido al abrir. Luego aspiró profundamente y se giró hacia el otro asiento para coger el cofre.

Pero no estaba allí. Nervioso, miró hacia el suelo. Debía de haberse caído con algún bache o un frenazo.

—¡Maldita sea!

No conseguía verlo. Se inclinó y exploró con la mano la zona bajo el asiento. Allí no había nada. Volvió a maldecir, se irguió y entonces lo vio al fin, sobre el asiento. Donde debía estar desde el principio. Se sobresaltó, pero sólo le duró un segundo. Antes de disponerse a abrir el cofre, una vez más cruzó un rayo de esperanza por su torturada mente. Quizá fuera cierto que la esperanza es lo último que se pierde. ¿Y si Amy y Dennis no estaban muertos? ¿Y si lo que había visto en su casa no era más que otra de sus alucinaciones?

Pero lo que encontró en el interior de la caja metálica le hizo volver a la realidad. La terrible realidad.

—Un… revólver… —musitó incrédulo.

Lo tomó en su mano y lo examinó con aprensión. Nunca le habían gustado las armas, y por eso nunca había tenido ninguna, ni siquiera de caza. Apenas sabía cómo usar el revólver, salvo apretar el gatillo. Sin embargo, como si tuviera voluntad propia, el tambor se deslizó hacia fuera y quedó al descubierto. Faltaba una bala de las seis que completaban su carga.

Una bala, como la que tenía en el centro de su frente Amy, tirada en la cama de su dormitorio.

—¡Dios mío! ¡Oh no, Díos mío! Los he matado yo…

Capítulo 32

D
e vuelta por el camino que llevaba a la clínica, con Julia a su lado, Jack dirigió al cielo una mirada aprensiva. Hacía rato que habían empezado a formarse sobre sus cabezas unos densos nubarrones. Temía que fueran el preludio de otro tornado y quería llegar cuanto antes a la clínica. Pero avanzaban muy despacio desde que reanudaron la marcha, tras huir del enjambre. El tobillo de Julia no parecía roto, aunque estaba un poco hinchado y le molestaba. Acelerar el ritmo no era, por tanto, una opción.

Ella caminaba renqueando a su lado, muy seria y con aire molesto. A Jack se le ocurrió intentar animarla contándole algo, pero eso no era tan fácil. Únicamente tenía recuerdos dispersos sobre sí mismo. Podría decirle que era periodista, pero sería incapaz de mencionar un solo tema sobre el que hubiera escrito o nombrar un sitio en el que hubiera estado.

Níger. Allí has estado.
El pensamiento atravesó fugazmente su cabeza. Pero tenía razones para desconfiar de él. En la capital de Níger era donde la joven de su pesadilla moría asesinada. Estaba mezclando sus sueños con recuerdos.

—¿Estás bien? —le preguntó a Julia.

—Estoy bien, sí. —Era obvio que no—. Puedes dejar de preguntármelo cada cinco minutos.

Salvo para contestarle a su insistente pregunta, ella no había abierto la boca desde hacía más de una hora.

—Lo siento.

Julia no lograba desembarazarse de la imagen de aquella pobre mujer vomitando sangre e insectos… La culpa era de Jack.

—Haces bien en sentirlo. Tú eres el responsable de todo.

—¿Yo? ¿Y de qué soy yo responsable, según tú?

—De todo —repitió Julia exasperada.

En otras circunstancias, Jack habría intentado resolver la discusión de un modo amigable. Pero después de lo que había ocurrido, eso era pedir demasiado. Incluso los hombres más pacientes tienen un límite. Jack habló entre dientes cuando dijo:

—Yo no he matado a esa mujer.

—¿De verdad crees que no? Está muerta porque tú tenías que salir de la clínica. —Alzó la voz—. ¡Tú tenías que ser mejor que todos nosotros!

Un trueno retumbó entre las nubes cargadas como si viniera a apoyar el argumento de Julia.

—No me ha quedado más remedio. ¡Parece que estáis todos ciegos! ¡Y tú…!

Aunque estaba furioso, y aquello eran acusaciones injustas, Jack supo que se arrepentiría de acabar la frase.

—¿Yo, qué? ¡Atrévete a decir lo que piensas!

Los nubarrones de tormenta crecían deprisa. El cielo estaba ahora cubierto por un manto gris oscuro. Jack y Julia se habían detenido en un alto, recortados contra él, uno frente al otro. La luz de un rayo los iluminó, seguido del estruendo del trueno. Muy cerca. Ambos sintieron en sus cuerpos la vibración que transmitió al aire. Justo después le siguió otro relámpago cegador, que pareció imprimir en el cielo sus siluetas. Se arriesgaban a ser alcanzados por uno de esos rayos, pero ninguno quería ponerse a cubierto antes que el otro.

—¡Tú eres…!

El trueno se tragó la voz de Jack. Esta vez el ruido y el relámpago fueron simultáneos. La tormenta estaba justo encima. El cielo pareció rasgarse y liberar la tromba de agua presa en los nubarrones. Cayó a chorros, sobre la tierra sedienta y sobre ellos dos.

Agua fresca y pura.

Jack vio que Julia se empapaba en un segundo. Su cuerpo esbelto y femenino quedó al instante marcado en las ropas caladas. Tenía los ojos de un gris profundo, igual que el cielo. Lo miraban con una intensidad salvaje entre los cabellos mojados.

Jack no terminó su frase. Se lanzó hacia Julia sin pensar en los rayos, ni en el enjambre, ni en nada. Y ella se lanzó también hacia él.

Ya estaban besándose incluso antes de llegar a estrecharse uno contra otro. Sus movimientos eran torpes, como los de dos adolescentes saturados de pasión y deseo. Las centellas y las explosiones se multiplicaban a su alrededor. El aire cargado los envolvía. Ni siquiera la lluvia torrencial lograba disipar la luz eléctrica que lo inundaba todo. Iban a morir allí arriba, pero a ninguno de los dos le importaba.

Julia le arrancó a Jack los botones de la camisa mientras él trataba de quitarle su camiseta. No conseguían dejar de besarse. De buscar cada parte del cuerpo del otro. Por fin se quedaron desnudos. Sentir la lluvia fría sobre su piel febril les arrancó a ambos una sonrisa. Se transformó en un éxtasis de placer cuando Jack entró en Julia. Todo cuanto pudo. Ella le clavó las uñas en la espalda al echar hacia delante las caderas y sentirle tan dentro. Gimió en su oído. Ambos gimieron.

Ninguno de los dos recordaba cómo o cuándo había sido su primera vez, o ninguna de las otras. La amnesia convertía así al otro en el único y primer amante de toda su vida.

Sus orgasmos llegaron con un instante de diferencia, entre los truenos y los relámpagos de la tormenta, que volvía a alejarse. Estaban sincronizados con ella. Con el agua, el viento, el cielo, la hierba. Así se sintieron mientras sus cuerpos se agitaban por el placer, abrazados con tanta fuerza que sus latidos se superponían.

La lluvia empezó a amainar, llevándose tras de sí las nubes y los restos de la tormenta. Quizá pensando que había sido demasiado benevolente. Y, casi al instante, surgió de nuevo el sol implacable, acompañado de un calor pegajoso que no tardó en robarles la frescura de sus cuerpos.

Comenzaron a vestirse sin saber muy bien qué decir. Fue Julia la que acabó rompiendo el embarazoso silencio.

—Si no sabes coser los botones, te los pongo yo.

Hablaba de la camisa que había medio arrancado del cuerpo de él. A pesar de las cosas terribles que habían visto ese día, Jack no pudo evitar sorprenderse. Acababan de hacer temerariamente el amor a la intemperie, en una colina, bajo una tormenta. Pero lo único que se le ocurría decir a Julia era que estaba dispuesta a coserle los botones de la camisa que le había roto. Ella no era una mujer como las otras. Desde luego que no.

—No hace falta, gracias. Puedo coserlos yo mismo.

—Vale.

—¿Nos vamos?

—Sí. Pero no me preguntes otra vez si estoy bien…

Reemprendieron la marcha. Sólo media hora después les hubiera costado demostrar que había llovido. El sol, en su punto más alto, volvía casi blanco el azul del cielo. El calor era tan abrasador como siempre. Más aún. Aunque sólo fuera por la añoranza que sentían de la frescura de la lluvia. La tierra y la vegetación que iban atravesando estaban casi completamente secas de nuevo y la sed volvía a azotarles.

Jack se juró a sí mismo que nunca más se alejaría de la clínica sin llevar una botella de agua. Porque intentaría de nuevo salir de ella, por las buenas o por las malas. Nada ni nadie iban a hacerle desistir. Se preguntó si podría decirse lo mismo de Julia. Le bastaba con preguntárselo, pero el día ya había sido lo bastante duro como para arriesgarse a una nueva discusión.

Ella estaba otra vez callada y sumida en sus reflexiones. Debió de notar que la estaba mirando y dirigió la vista hacia él. A Jack le gustaba la forma en que miraba siempre a los ojos: directamente y con una honestidad sin tapujos.

Julia le dedicó una sonrisa, que, como de costumbre, le iluminó la cara y reveló lo hermosa que era. Debería sonreír más veces, se dijo Jack.

—¿Qué piensas? —le preguntó éste.

—Nada. Cosas mías.

Después de dos horas andando, llegaron al tramo final del camino de regreso. Ya lograban distinguir la familiar silueta del edificio de la clínica.

—¿Jack? —dijo Julia de pronto.

—¿Sí?

—En mi pesadilla soy yo la que muero.

Él se dio un poco de tiempo para asimilar la inesperada revelación. Y también para tratar de imaginarse lo que sería soñar cada noche con la propia muerte, como si estuviera ocurriendo de verdad. Era un milagro el simple hecho de que Julia no se hubiera vuelto loca. Jack no tenía ya la menor duda: era aún más dura por dentro que por fuera. Vaciló un momento. No estaba seguro de si quería o no hacerle la pregunta obvia que cualquiera haría, pero al final venció la curiosidad.

—¿Y cómo mueres?

A lo largo de los últimos tres años, Julia había muerto más de mil veces en sus sueños, siempre del mismo modo. Pero oír a Jack referirse en voz alta a ese hecho, hizo que sintiera un escalofrío. Era la primera vez que iba a contar a alguien su pesadilla.

—Voy montada en un coche. Lo conduce un hombre de unos cuarenta años. Sé que lo conozco. Mi yo en el sueño lo conoce. Pero todavía no he conseguido recordar quién es. Quizá mi padre, no lo sé. De vez en cuando se gira para hablarme. Aparta demasiado tiempo la vista de la carretera. Está muy serio y parece enfadado. O muy preocupado, no estoy segura. Cuando empecé a tener la pesadilla, en el hospital donde me llevaron después de mi accidente, no conseguía oír nada de lo que el hombre decía. Pero eso está cambiando. Cada vez entiendo más.

Habían ido reduciendo el paso conforme Julia hablaba. Ahora estaban parados del todo, justo en el límite donde comenzaba la esplendorosa hierba del jardín de la clínica. La contemplaron como si anunciara las puertas del paraíso. Había unos aspersores funcionando y gotas minúsculas de agua fresca les mojaban los brazos y la cara. A Jack le rugió el estómago sólo de imaginarse saciando al fin la sed que lo había acosado desde por la mañana.

—Tú primero, por favor —dijo.

Julia se arrodilló junto al aspersor más cercano. No era fácil beber de él. Se empapó antes de conseguir tragar algo de agua. Luego le llegó el turno a Jack, que acabó apañándoselas para llenarse el estómago.

Se quedaron los dos sentados sobre la hierba mojada, a la sombra de un árbol. Satisfechos y agotados.

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