Read La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga
—Pues sí que es una mala noticia —aceptó Mel—. Sobre todo, y no quiero sonar borde, si tenemos en cuenta que tampoco parecéis muy operativos, que se diga.
La doctora Mowatt asintió, comprensiva.
—Me temo que hemos sufrido ciertas… bajas —dijo—. Patrullas que no regresaron, individuos que abandonaron las instalaciones en secreto para no volver jamás… Ahora hemos establecido una rutina de vigilancia de todas las salidas para evitar futuras pérdidas de recursos humanos. La verdad es que ahora somos menos de cien, entre soldados y científicos, cuando deberíamos ser en torno a mil para poder funcionar a pleno rendimiento. Tenemos que adecuar nuestras ambiciones a ese hecho. Y nuestros problemas giran en torno a que ninguno de nosotros puede salir al exterior sin llevar un traje de protección.
—¿Así que por eso optáis por quedaros bajo tierra? —El tono de Travis tenía cierto componente acusador.
Pero la doctora Mowatt no pareció detectarlo.
—Ahora entendéis por qué disponemos de poca información. Si no fuese por los ojos vigía…
—¿Los qué? —Mel no estaba segura de haber oído correctamente.
—Los ojos voladores. Son robots de vigilancia. Los llamamos ojos vigía. De no ser por ellos, hubiésemos estado ciegos todo este tiempo. Pero ahora, gracias a vosotros seis —dijo la doctora Mowatt con una amplia sonrisa—, puede que tengamos un modo de ver más allá.
—Vimos cómo os capturaron —reveló Taber—. Y cómo escapasteis.
—¿Y no se os pasó por la cabeza, no sé, echarnos una mano o algo así? —Travis estaba francamente sorprendido.
—Los ojos vigía no tienen capacidad ofensiva —dijo Taber—. Y no tenía sentido enviar a nuestras tropas, a riesgo de sufrir bajas y de alertar a los alienígenas de nuestra presencia, sin tener garantías sólidas de éxito.
—¿Y no pensasteis sencillamente que lo correcto en esa situación era ofrecer ayuda a quienes la necesitan? —insistió Travis.
—Una posición muy idealista pero ingenua, señor Naughton —dijo Taber a la vez que movía su oscuro bigote—. Lo correcto y lo incorrecto no son consideraciones relevantes para un militar. La superioridad en el campo de batalla es el único factor determinante en la guerra.
—Y puede que vosotros seáis quienes nos proporcionen esa superioridad —apuntó la doctora Mowatt—. Todos vosotros. Por eso hicimos que el ojo vigía os siguiese y, cuando juzgamos que la situación era segura, que entrase en contacto con vosotros y os trajese aquí. Habéis estado en el interior de una nave alienígena. Tenéis información sobre los cosechadores que nosotros no poseemos. Podéis ayudarnos a hacer lo correcto. —Miró a Travis—. ¿Lo haréis?
—Pero si no hubiésemos escapado tras haber sido capturados —dijo—, si no pudieseis sacar ningún provecho inmediato de nosotros, si solo estuviésemos luchando por sobrevivir ahí fuera, nos hubieseis ignorado, ¿verdad que sí? Nos hubieseis dejado en las cariñosas manos de los cosechadores.
—No hubiésemos tenido otra elección —afirmó la doctora Mowatt.
Siempre hay elección
, pensó Travis.
—¿Nos ayudaréis? —reiteró la directora científica.
Aunque en aquel momento no la tenían, independientemente de las deficiencias del Enclave. Travis esperó hablar por todos.
—Por supuesto —dijo.
Simon no podía creerlo. En un momento se encontraba languideciendo en una celda, esperando ser ejecutado, y al siguiente estaba allí, disfrutando de la clase de comodidades que solo imaginaba que existiesen en el Savoy u otro hotel de lujo, no a bordo de una nave alienígena, especialmente para el disfrute exclusivo de alguien que ni siquiera había llegado a la categoría de esclavo. Tenía que tocarlo todo continuamente (la silla acolchada, la decorada mesa en la que habían dispuesto un suculento banquete para su deleite) para asegurarse de que lo que lo rodeaba era sólido, sustancioso, y no una ilusión o una extensión de los hologramas que había visto durante el procesamiento. Todo era real.
Y era al comandante Shurion al que debía agradecer aquel súbito cambio en su suerte.
Fue él quien admitió que había sido un error por su parte haber dejado a Simon con el resto. Simon no tenía que estar en aquellas celdas y deseó que pudiese perdonarlo por su error y que se pusiese cómodo en los nuevos aposentos a los que lo habían acompañado, donde podría comer algo y relajarse. El comandante le dijo que hablaría más tarde con él.
Y lo cierto es que había sido tan razonable, tan cercano, que Simon empezó a pensar que los oficiales de los cosechadores no eran los únicos que habían emitido un juicio equivocado. Quizá el comandante Shurion tuviese razón, después de todo.
Simon se sentó a la mesa y probó unos cuantos platos. Solo fue plenamente consciente del hambre que tenía cuando empezó a comer. También tenía mucho sobre lo que pensar y una imperiosa pregunta que responder. ¿Por qué? ¿Por qué lo habían llevado allí?
Quizá los cosechadores tratasen a los seres humanos de un modo distinto. Quizá los alienígenas no estuviesen tan obsesionados con aspectos superficiales como la apariencia, el desarrollo físico, el hecho de llevar gafas o el haber besado, o no, alguna vez a una chica. Quizá fuesen capaces de ir más allá de los aspectos superficiales y ver lo que subyace.
Quizá el comandante Shurion apreciase más a Simon que el resto de los adolescentes. Quizá por eso lo había llevado a aquel lugar, para negociar algún acuerdo entre los humanos y los cosechadores. Quizá los rigores que había tenido que sufrir hasta entonces no eran más que un malentendido y, después de todo, había sido escogido para ayudar a restablecer la situación.
Eso estaría bien, ¿verdad? Simon Satchwell restableciendo la situación. El pobre Simoncete, salvándolos a todos. Simon el Simplón elevado de perdedor a líder. Simon empezó a sentir cierto orgullo mientras seguía comiendo y bebiendo aquel líquido que sabía un poco a champán. Haría que Coker mordiese el polvo. Y Travis, Travis lo miraría con agradecimiento y admiración. Porque ellos seguían en las celdas; pero él, Simon, no. Había sido elegido.
Merecía respeto, siempre lo había merecido y, por lo que parecía, al fin iba a tener aquello que tanto había anhelado.
Prácticamente los mandaron a la cama, como si fuese parte de un ritual.
—¿No es hora de que te acuestes, Melanie?
Mel había dado aquella costumbre por perdida, como los demás aspectos del viejo mundo. Pero en cuanto Travis decidió por todos que harían lo correcto y ayudarían al Enclave en la medida de lo posible (¿Le sorprendió que lo hiciese? Por supuesto que no), la doctora Mowatt les dijo que ya podían marcharse y que habría una reunión a la mañana siguiente, ya que, como afirmó: «Seguro que os vendrá de maravilla una buena noche de descanso». Hora de acostarse, vaya.
Pero Mel jamás podría pasar una buena noche.
No era que la cama, que se encontraba en una pequeña habitación en la tercera planta del Enclave, no fuese cómoda. Estaba tumbada sobre ella, completamente vestida, y lo cierto es que lo era; al igual que la cama del dormitorio de Harrington, que también era bastante aceptable. Lo que no le permitía caer rendida era su mente, sus recuerdos. Un recuerdo en concreto.
Ella, en las escaleras de su casa. Su padre, el viejo Gerry Patrick, aquel grosero y violento mamarracho, respirando con dificultad a causa de la enfermedad. Su padre, persiguiéndola escaleras arriba. Agarrándola de la muñeca… Lo había hecho tantas veces, eso de sujetarla hasta dejarle marcas. Se giró, se volvió, dio un manotazo para liberarse. Y lo consiguió. Y su padre se inclinó hacia atrás, perdió el equilibrio, se escurrió, cayó, se desplomó sobre el recibidor. Se rompió el cuello. Murió.
En el mundo real estaba muerto, pero seguía vivo en sus sueños, como Freddy Krueger pero sin los cuchillos en los dedos. Las acusaciones que su padre le lanzaba eran más afiladas que cualquier cuchillo: «Me dejaste morir, Melanie. Querías que muriese. Me mataste, acabaste con tu propio padre». No le permitiría dormir. No podía dormir. Especialmente cuando, que Dios la ayudase, aquellas palabras fantasmales tenían algo de verdad. No lo mató deliberadamente, no lo empujó. La muerte de su padre había sido un accidente. Pero… se alegraba de que hubiese muerto. Y lo más deprimente de todo era que, si su mente seguía viéndose plagada de recuerdos de su padre, al que aborrecía, ¿por qué apenas recordaba a su madre, a la que amaba?
Qué injusto podía llegar a ser el mundo.
Mel rodó hasta quedar de lado, flexionó las rodillas y las abrazó. En el pasado, en momentos solitarios como aquel, hubiese encontrado consuelo en la fotografía en la que salían Jessica y ella, que tenía escondida y a salvo en su dormitorio, como una carta de amor. La fotografía en la que ambas se abrazaban en una fiesta. La fotografía en la que ambas sonreían, reían, felices (o en su caso, olvidando temporalmente la tristeza). La que podría ser de un novio con su novia, si ella o Jessie fuesen un chico. Y Mel agradecía que Jessie no lo fuese.
Chicos. Los chicos se parecían demasiado a su padre. Ellos también le podían hacer mucho daño. Con una o dos excepciones, por supuesto. Como Travis. Porque confiaba en Travis… aún lo quería, como en el pasado. Lo intentó con él. Salieron juntos. Lo besó, pero no funcionó. No se sentía bien. Hasta las manos de Travis le recordaban a las de su padre cuando la tocaba. A veces pensaba cómo sería que fuese Jessie la que la tocara de ese modo… Jessie tampoco tenía novio pese… pese a ser preciosa. ¿Por qué sería?
Mel deseó tener la foto con ella, pero la había perdido. Estaba en el bolsillo de sus pantalones vaqueros, de los que se deshizo antes del procesamiento. Seguían allí, por supuesto, a menos que los cosechadores hubiesen quemado las ropas de los cautivos (cosa que resultaba bastante probable). Incinerada, perdida para siempre como el mundo que le habían arrebatado, despojándole de su última esperanza de ser feliz.
Pero Jessica seguía allí. Jessica estaba a tan solo unos metros de distancia, saliendo de su habitación. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué estaría haciendo en aquel momento, sola? ¿Ya se habría quedado dormida? ¿O estaría despierta, tumbada al igual que Mel, o dando vueltas por la habitación, o sentada, con la mirada perdida y sus ojos verdes apagados? ¿Estaría sola? ¿Estaría triste? ¿Cómo no iba a estarlo?
¿Le gustaría que llamasen a la puerta y que fuese su amiga?
Quizá la pérdida de la fotografía le hubiese hecho un favor a Mel. ¿Qué sentido tenía mirar como alma en pena un retrato del pasado, una imagen plana y sin vida hecha de productos químicos y tinta de colores? Jessie, la auténtica, estaba cerca. Mel solo tenía que dar, ¿cuántos, cien pasos? Y podría verla. ¿Por qué no? ¿Por qué esperar? Sonaba muy agorero, pero mañana podían estar todos muertos.
Mel bajó los pies de la cama y se levantó. Sintió que le temblaban un poco las piernas.
Jessie se alegraría de verla. Su rostro se iluminaría, como hacía siempre que algo le agradaba. E invitaría a Mel a pasar y a sentarse. En las sillas. O en la cama.
Mel salió al pasillo. La luz eléctrica desprendía un brillo cegador, como el de un interrogatorio. Mel se sentía vulnerable bajo ella.
Y Jessie se sentiría infeliz, visiblemente dolida, y diría algo como que no podía seguir adelante, que no podía afrontar sola la cruda realidad de aquel angustioso mundo. Y Mel le diría que no tenía por qué hacerlo. Que no estaba sola.
Por lo rápido que le iba el pulso, se diría que los cien pasos que separaban su dormitorio del de Jessica eran cien mil.
Y abrazaría a Jessica y Jessie se lo permitiría. Y Jessie apoyaría la cabeza sobre su hombro y sus cabellos; negro y rubio, parecerían muy distintos cuando sus mechones se entrelazasen, pero no importaría. Y Mel pronunciaría el nombre de Jessica y Jessie la miraría a los ojos y se verían con toda claridad la una a la otra y entonces lo sabría. Jessie lo sabría.
Mel se detuvo ante la puerta de Jessica. Le costaba respirar. Llamó. Le temblaba la mano.
Y en su fantasía, Mel la besaría. Y Jessica…
Pero claro, puede que ya estuviese dormida. Puede que hubiese echado el cerrojo.
—¿Quién es? —No estaba dormida.
—Mel.
—Pasa.
El cerrojo no estaba echado.
Y Mel entró y Jessie estaba sentada en la cama, sola.
—Mel. —Su rostro no se iluminó—. Parece que esta noche soy de lo más popular.
Porque no estaba sola en la habitación. Alguien estaba sentado en la silla.
Y Mel sintió que el corazón le dio un vuelco y no pudo contener las lágrimas, tan amargas como fútiles.
—Hola, Mel —dijo Antony Clive.
Si Mel hubiese estado en el pasillo unos minutos antes, se hubiese topado con Tilo dirigiéndose hacia la habitación de Travis y hubiese visto la expresión de desconcierto en el rostro de la chica. Tilo había decidido ir a visitar a Travis a aquellas horas, una decisión que no esperaba tener que tomar por sí misma. Esperaba que fuese él quien la hubiese invitado.
Aún había muchas cosas que no sabía, o que no alcanzaba a comprender, acerca de su novio. Cosa que tampoco es que le sorprendiese. Solo lo conocía desde hacía unas semanas y, teniendo en cuenta los rigores de la vida desde la enfermedad, especialmente tras la llegada de los cosechadores, no habían tenido mucho tiempo para charlar con tranquilidad y despejar incógnitas. Cuando recordó que la primera reacción de Travis al encontrarla en la casita de sus abuelos fue pegarle un puñetazo en la boca, pensó que era sorprendente no ya que se llevasen bien, sino que fuesen pareja. Pero, al fin y al cabo, estaban juntos porque Tilo sabía de Travis todo lo que necesitaba para mantener aquella relación: que lo quería.
De hecho, lo quiso desde el primer momento.
En Harrington le dijo que tendría que esperar y ella accedió, aunque a regañadientes. En Harrington. Antes de que llegasen los alienígenas. Antes de que estos redujesen el colegio a cenizas. Tilo no veía ningún motivo por el que esperar. No había tiempo que perder. Era lo que sintió durante el procesamiento, que la vida era misteriosa, fascinante, valiosa. Había que vivir la vida y disfrutar del momento. Tenía que estar con Travis ahora mismo. En todos los sentidos. Seguro que él sentiría lo mismo.
Vale, ya sabía que Travis podía llegar a ser un poco intenso. Era plenamente consciente de que el asesinato de su padre lo había marcado de forma más permanente que cualquier herida física, del mismo modo que la enfermedad los había marcado a todos. Por ello, Travis lo veía todo en términos absolutos, en blanco y negro. Conceptos abstractos como la moralidad eran muy importantes para él (aunque ella tampoco se desvivía por ser mala, ni nada de eso). Poseía convicciones y el valor para defenderlas. No es que a Tilo le volviese loca su cuerpo: era el sentido del deber de Travis, su fuerza interior, lo que más le atraía de él, las cualidades que más apreciaba. Quizá fuese porque a ella también le gustaría tenerlas. Pero ir a por él con tanta decisión tampoco es que fuese de cobardes, ¿verdad? ¿Cómo iba a estar mal lo que quería hacer? La noche anterior, en la celda, necesitaba consuelo y Travis se lo proporcionó. Pues aquella noche era ella la que quería proporcionarle algo a cambio, y con creces.