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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (43 page)

BOOK: La tierra en llamas
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—Contáis con los guerreros de todo un pueblo para ese menester —replicó Asser, extendiendo el brazo en un gesto que abarcaba a todos los ocupantes de los bancos.

—¿Por qué habría de echar mano de los guerreros de mi pueblo, si ya tengo a lord Uhtred para que me defienda?

—Porque lord Uhtred no es de fiar —remachó el obispo con voz cortante.

—Todos habéis escuchado a este galés, a este feto malparido —dije a los hombres allí sentados—. ¿Acaso ha nacido el sajón que se fíe de lo que diga un galés? ¿Cuántos de los aquí presentes no habéis perdido amigos, hijos o hermanos a manos de los galeses? Si los daneses son los peores enemigos de Mercia, los galeses no les van a la zaga. ¿Vamos a recibir lecciones de lealtad de un galés?

Escuché cómo el padre Pyrlig farfullaba algo a mis espaldas, pero en galés. Sospecho que me insultaba, pero de sobra sabía por qué me había expresado de semejante modo. Estaba apelando a la profunda desconfianza que, de antiguo, los galeses inspiraban a los habitantes de Mercia. Desde los tiempos remotos en que nuestros antepasados se establecieran en Mercia, los galeses se habían dedicado a saquear tierras sajonas, llevándose el ganado, las mujeres y las riquezas. Llamaban a nuestro territorio la
tierra perdida y,
desde siempre, en los corazones de los galeses anida el deseo de obligar a los sajones a volverse al otro lado del mar. Razones más que suficientes para que pocos de los presentes mostrasen simpatía hacia tan ancestrales enemigos.

—¡Los galeses son cristianos —gritó Asser— y, en estos momentos, todos los cristianos debemos estar unidos para hacer frente a la inmundicia pagana que amenaza nuestra fe! Mirad —añadió, señalándome de nuevo con el dedo—, lord Uhtred luce el símbolo de Thor. ¡Es un idólatra, un pagano, un enemigo de nuestro Señor Jesucristo!

—También es amigo mío —afirmó Etelfleda— y, por mi vida, que respondo de él.

—Es un idólatra —repitió el obispo, que pensaba que ése era el peor insulto que podía dedicarme—. ¡Quebrantó su juramento de fidelidad! ¡Mató a un santo! Es enemigo declarado de cuanto tenemos por más sagrado, es…, es… —y se quedó sin palabras.

Guardó silencio, porque me había subido al estrado y, propinándole un fuerte empellón en el pecho, lo había obligado a sentarse. Me apoyé en uno de los brazos de la silla que ocupaba, y le dije:

—¿Acaso aspiráis al martirio? —le pregunté.

Tomó aire como si fuera a contestarme, pero debió de pensar que más le valía guardar silencio; con una sonrisa, contemplé aquel rostro iracundo y le pasé una mano por su macilenta mejilla, antes de volverme junto a los bancos.

—Estoy aquí para luchar por lady Etelfleda —proseguí—, que ha venido para luchar por Mercia. Si alguno de vosotros pensáis que mi ayuda va a suponer un descalabro para vuestra tierra, estoy seguro de que la dama tendrá a bien dispensarme de mi juramento y me marcharé.

Ninguno de los señores parecía desear tal cosa. Se revolvieron incómodos hasta que Ælfwold, que había padecido las incursiones de las hordas de Haesten, terció para encauzar la discusión.

—No disponemos de suficientes hombres para plantar cara a Haesten —dijo con desánimo—, no sin la ayuda de Wessex.

—Pero con eso no podemos contar, ¿no es así, obispo? —tan encolerizado estaba que no dijo nada; se limitó a asentir—. Va a producirse un ataque contra Wessex, y Alfredo tendrá que echar mano de todo su ejército para repelerlo. Así que tendremos que vérnoslas con Haesten nosotros solos.

—¿Cómo? —preguntó Ælfwold —. ¡Los hombres de Haesten tan pronto están por todas partes como no se los ve! Si enviamos un ejército contra ellos, se limitarán a mosconear a nuestro alrededor.

—Retiraos a los fortines. Los hombres de Haesten no disponen de medios para asediar ciudadelas fortificadas. La guarnición defiende los baluartes. Llevad el ganado y la plata tras sus muros. Por muchas aldeas que Haesten pueda incendiar, no está en condiciones de tomar un fortín bien defendido.

—¿O sea, que hemos de permitir que arrase Mercia, mientras nos agazapamos muertos de miedo tras esos muros? —se lamentó Ælfwold.

—Por supuesto que no.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Etelredo.

Dudé de nuevo. Por lo que sabíamos, Haesten había desarrollado una nueva táctica. Cuando, un año antes, Harald había invadido Wessex, se había presentado con un gran ejército y la impedimenta que lo acompaña, mujeres y niños, animales y esclavos. Pero, de ser ciertas las noticias que nos llegaban, Haesten lo fiaba todo a sus jinetes. Para saquear Mercia, además de sus hombres, contaba con los que habían quedado con vida del ejército de Harald y con los guerreros daneses de Anglia Oriental que, veloces, se desplazaban a lo largo de muchas millas, quemando y robando cuanto encontraban a su paso. Si marchábamos contra ellos, podrían encontrar la forma de esquivarnos; o de agruparse, si nos adentrábamos en terreno peligroso. Pero si nos quedábamos de brazos cruzados, Mercia se vería tan menguada que sus pobladores volverían los ojos hacia los daneses en busca de protección. Todo apuntaba, pues, a que debíamos llevar a cabo un ataque que doblegase a los daneses, antes de que siguiesen adelante con su labor de destrucción. Teníamos que dar un golpe de mano.

—¿Y bien? —preguntó Asser, pensando que mis vacilaciones daban a entender que no sabía qué hacer.

Lo medité un rato todavía, porque no pensaba que fuera posible.

Pero no se me ocurrió nada mejor.

Todos tenían los ojos puestos en mí; algunos no ocultaban su disgusto; para otros, representaba su última esperanza.

—Lord Uhtred —me urgió Etelfleda con dulzura.

Les expuse mi plan.

* * *

No resultó tan sencillo. Etelredo estaba empeñado en que Haesten quería tomar Gleawecestre.

—La convertirán en centro de operaciones para marchar contra Wessex —argumentaba mi primo, secundado por el obispo Asser, recordando cómo, muchos años antes, Guthrum había elegido Gleawecestre como punto de encuentro del ejército danés que más cerca había estado de conquistar Wessex.

El prelado le daba la razón, probablemente porque pretendía que los
thegns
rechazasen mi plan. Al final, fue Etelfleda quien zanjó la cuestión.

—Yo voy con Uhtred —dijo—. Quienes así lo deseéis podéis venir con nosotros.

Etelredo no estaba dispuesto a seguirme. Nunca había sido santo de su devoción, pero en aquellos momentos no podía ni verme porque había librado a Etelfleda de sus garras. Quería derrotar a los daneses; pero, por encima de todo, deseaba la muerte de Alfredo, dejar a su esposa de lado y que el sitial que ocupaba se convirtiese en un trono de verdad.

—Reuniré el ejército en Gleawecestre —proclamó, mirando a los hombres que ocupaban los bancos—, e impediremos cualquier ataque contra Wessex. Tal es mi decisión. Confío en que todos os unáis a mí, y os pido que así lo hagáis. Dentro de cuatro días volveremos a vernos.

Etelfleda me dirigió una mirada inquisitiva.

—Lundene —le dije moviendo sólo los labios.

—Yo parto para Lundene —anunció—. Dentro de cuatro días, allí me reuniré con aquellos de vosotros que, como yo, aspiren a expulsar a los paganos de Mercia.

Si yo hubiera sido Etelredo, habría frenado en seco el desafío de Etelfleda en aquel mismo instante. Disponía de hombres armados en la estancia, mientras que ninguno de nosotros lo estábamos; una escueta orden habría bastado para que acabasen conmigo allí mismo. Pero no tuvo coraje. Sabía que otros hombres me esperaban detrás de aquellas puertas y quizá se asustó ante las represalias que pudieran tomar. Cuando me acerqué a él, se estremeció y alzó los ojos dirigiéndome una mirada hosca y nerviosa.

—Etelfleda sigue siendo vuestra esposa —le dije en voz baja—, pero si muere de forma inexplicable, si enferma, o si me llegan rumores de que ha sido víctima de un hechizo, daré con vos, primo, y os sorberé los ojos hasta arrancároslos de las cuencas y os los escupiré en la garganta hasta que muráis ahogado —y añadí con una sonrisa—: Enviad hombres a Lundene, y velad por vuestras tierras.

No envió a nadie a Lundene, como tampoco lo hicieron la mayoría de los señores de Mercia. Mi idea les daba miedo, y prefirieron quedarse a la sombra de Etelredo, quien, por otra parte, era el único que estaba en condiciones de dispensar favores, porque Etelfleda era casi tan pobre como yo. De modo que el grueso del ejército de Mercia se concentró en Gleawecestre y allí se quedó, a las órdenes de Etelredo, a la espera de un ataque por parte de Haesten que nunca llegó a producirse.

El danés estaba dedicado en cuerpo y alma a saquear Mercia. Durante los pocos días que hube de esperar en Lundene, tras escuchar lo que nos contaban los fugitivos que recalaban en la ciudad, comprendí que los daneses se movían a la velocidad del rayo, apoderándose de todo lo que tuviera algún valor, ya fuera una laya de hierro, unos arreos o un niño. Todo iba a parar a Beamfleot, donde, dominando una de las orillas del Temes, Haesten había establecido su cuartel general, un fortín donde iba reuniendo un tesoro, un botín al que podría dar salida en Frankia. Sus triunfos bastaron para que, al reclamo de la inminente caída de Mercia, llegaran más daneses del otro lado del mar que se unieron a él con la esperanza de quedarse con algunas de las tierras en que se dividiría el territorio una vez conquistado. Haesten tomó algunas ciudades, aquellas que no estaban fortificadas, y la plata de sus iglesias, conventos y monasterios acabó en Beamfleot. Por su parte, Alfredo envió tropas, aunque escasas, a Gleawecestre, porque por todas partes se hablaba de que una gran flota había zarpado desde Northumbria hacia el sur. La situación era más que confusa.

Y yo, mano sobre mano. Al cabo de los cuatro días acordados, sólo disponía de ochenta y tres hombres, los de mi propia y escuálida mesnada y los pocos que habían acudido a la llamada de Etelfleda. Beornoth era uno de ellos, pero la mayoría de los hombres que se habían puesto de mi parte en Lecelad habían optado por quedarse del lado de Etelredo.

—Habríamos sido más, mi señor —me dijo Beornoth—, pero tienen miedo de caer en desgracia a los ojos del
ealdorman.

—¿Por qué? ¿Qué podría pasarles?

—Que se quedaría con todo lo que tienen, mi señor. Viven gracias a sus favores.

—Pero vos estáis aquí.

—Porque me perdonasteis la vida, mi señor —repuso.

En mi antigua casa vivía el nuevo jefe de la guarnición, Weohstan, un curtido sajón que había tomado parte en la batalla de Fearnhamme. La noche de perros en que llegué a Lundene sin avisar a nadie, me enteré de que el obispo Erkenwald había ordenado a Weohstan que me pusiese bajo arresto, pero éste prefirió ignorar el mandato que había recibido. Muy al contrario, vino a verme a la residencia real de Mercia en la ciudad, en lo que antaño había sido la mansión del gobernador de Roma.

—¿Habéis venido para luchar contra los daneses, mi señor? —me preguntó.

—Pues claro —contestó Etelfleda en mi lugar.

—En ese caso, no creo que cuente con hombres suficientes como para haceros prisionero —dijo Weohstan.

—¿De cuántos soldados estáis hablando?

—Trescientos —replicó, con una sonrisa.

—No, no creo que sean suficientes —le dije con aplomo.

Le conté lo que tenía pensado, y se mostró escéptico.

—Os ayudaré en lo que pueda —me prometió, no muy convencido.

Había perdido casi todos los dientes, de modo que, cuando hablaba, más que palabras emitía un siseo interminable. Tenía más de treinta años, calvo del todo, rubicundo de cara, bajo de estatura y ancho de hombros. Su habilidad con las armas y su rudeza lo convertían en un jefe indiscutible. Pero era también un hombre cauto, a quien no habría dudado en confiar la defensa de una muralla, pero con quien jamás contaría para dirigir un ataque por sorpresa.

—Podéis serme de gran ayuda ahora —le dije la primera vez que nos vimos, y le pedí un barco.

Frunció el ceño mientras se lo pensaba y, tras sopesar que no arriesgaba gran cosa si se avenía, me dijo:

—Pero traedlo de vuelta, mi señor.

El obispo Erkenwald trató de impedirme que me llevase el barco río abajo. Se acercó al embarcadero, al pie de mi antigua casa. Con tacto, Weohstan se buscó algún cometido en otra parte y, aunque el prelado acudió a la cita con su guardia personal, los tres hombres que lo acompañaban de poco le valían frente a mi mesnada. El obispo se encaró conmigo.

—Soy el gobernador de Lundene —me dijo, y así era—, y os ordeno que abandonéis la ciudad.

—Estaba a punto de hacerlo —repuse, señalando al barco que me esperaba.

—¡Pero no en uno de nuestros barcos!

—En ese caso, impedídmelo.

—Obispo —intervino Etelfleda, situándose a mi lado.

—Las mujeres no deben inmiscuirse en cosas de hombres —la recriminó Erkenwald.

Etelfleda dio un respingo.

—Vuestro sitio, señora, está al lado de vuestro marido.

Le pasé un brazo por el hombro y me lo llevé hasta la terraza donde Gisela y yo habíamos pasado tantas y tan tranquilas veladas. Mucho menos corpulento que yo, Erkenwald trató de oponer resistencia; cuando por fin le solté, no dijo nada. El río rugía al precipitarse por la brecha del antiguo puente romano, y tuve que alzar la voz.

—¿Cómo están las cosas entre Etelredo y Etelfleda? —le pregunté.

—Nadie debe entrometerse en el sacramento del matrimonio —repuso, negándose a hablar del asunto.

—Pero vos no tenéis un pelo de tonto, obispo.

Alzó sus oscuros ojos hacia mí, y dijo:

—San Pablo, bendito apóstol, nos enseña que las mujeres han de ser sumisas con sus maridos. ¿Pretendéis acaso que predique lo contrario?

—Siempre os tuve por hombre sensato —repliqué—. Los daneses quieren acabar con vuestra religión. Saben que, debido al delicado estado de salud de Alfredo, Wessex ha perdido fuelle. Expulsarán a los sajones de Mercia y, luego, la emprenderán con Wessex. Si no hacemos nada, obispo, en cuestión de pocas semanas os encontraréis con una lanza danesa clavada en la barriga y os convertiréis en un mártir más. Etelfleda quiere pararles los pies y estoy aquí para ayudarla.

Debo reconocer que Erkenwald no me acusó de traición, pero sí que se revolvió furioso.

—Eso es lo que quiere también su marido, ¿acaso lo dudáis? —dijo con firmeza.

—Y también que Mercia se separe de Wessex —añadí; no abrió la boca porque sabía que tenía razón—. Así que ¿de quién os fiáis más para no sumaros a la nómina de los mártires, de Etelredo o de mí? —le pregunté.

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