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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (46 page)

BOOK: La tierra en llamas
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—¡Qué locura! —exclamó Finan, cuando llegamos a la cima—. Podía haber sido una buena escabechina.

—Se sienten a salvo —le expliqué—, o están convencidos de que las murallas de su fortín les bastan y les sobran para pararnos los pies.

—O no son muy duchos en estas lides.

—¿De cuándo acá habéis visto a un danés que no sepa luchar?

A medida que nos acercábamos a la antigua mansión de Thunresleam, enviamos hombres para que echasen un vistazo entre los árboles que nos rodeaban. No vieron a nadie. Años atrás, en aquel mismo lugar mantuvimos conversaciones con los hermanos normandos Sigefrid y Erik, contra quienes más tarde libramos una encarnizada batalla en la ensenada que se abría a los pies del fortín. Qué lejanos se me antojaban aquellos tiempos. Sigefrid y Erik habían muerto. Haesten había salido con vida de la refriega, y allí estaba de nuevo, dispuesto a enfrentarme con él, aunque ninguno de nosotros sabía con certeza si había regresado a Beamfleot. De hacer caso a los rumores, seguía por Mercia devastando cuanto encontraba a su paso, lo que significaba que confiaba en que la guarnición del fuerte podía valerse por sí misma.

Había decidido establecer mi campamento junto a la mansión de madera de roble de Thunresleam. La otrora espléndida construcción llevaba muchos años abandonada; las pilastras, carcomidas; la techumbre, ennegrecida, húmeda y hundida; las enormes vigas del techo, llenas de cagadas de pájaros; las malas hierbas crecían por doquier en el suelo. De la altura de un hombre más o menos, a las puertas de la mansión, había una columna de piedra con un agujero horadado, repleto de guijarros y trozos de tela, ofrendas votivas que allí dejaban los lugareños, que habían huido al vernos llegar. El pueblo, donde estaba seguro que había una iglesia, estaba a una milla hacia el este. Pero los cristianos de Thunresleam sabían que el altozano y la antigua mansión estaban dedicados a Thor, y hasta allí se acercaban para rezarle al antiguo dios. Los hombres nunca acaban de sentirse a salvo. A pesar de lo poco que me gusta el dios de los cristianos, no niego su existencia, y reconozco que, en circunstancias difíciles, le he rezado a él igual que a mis propios dioses.

—¿Vamos a levantar una empalizada? —me preguntó Weohstan.

—No.

—¿De verdad? —insistió sin quitarme los ojos de encima.

—Talad cuantos árboles podáis, pero nada de empalizada —le ordené.

—Pero…

—¡Que ni hablar de empalizada!

Sabía que me la estaba jugando, pero si levantábamos una empalizada, mis hombres se sentirían a salvo, y de sobra sabía lo reacios que podían mostrarse a abandonar el recinto. Más de una vez había reparado en cómo los toros, espectáculo que alegraba algunas de nuestras celebraciones, elegían una parte del recinto como refugio y, con terrible fiereza, se defendían de los perros que los acosaban; pero, intranquilos en cuanto ponían una pezuña fuera del terreno que habían acotado, los perros, al olfatear el miedo, los atacaban con fiereza renovada. No quería que mis hombres se sintieran a salvo. Los quería vigilantes y alerta. Quería que comprendiesen que su seguridad no pasaba por agazaparse tras una empalizada que ellos mismos hubieran levantado, sino en tomar el fortín del enemigo. Y estaba decidido a tomarlo cuanto antes.

Ordené a los hombres de Ælfwold que talasen los árboles que se alzaban al oeste y despejasen los bosques que se extendían hasta el pie de la colina y más allá, de forma que tuviéramos una buena perspectiva del terreno hasta Lundene. Si los daneses que andaban por Mercia regresaban, quería verlos llegar. Puse a Osferth al frente de los centinelas con órdenes de actuar como una cortina de humo entre nosotros y Beamfleot, y advertirnos de cualquier salida que llevasen a cabo los daneses. Ocultos a los ojos de quienes guardaban el viejo fortín allá en lo alto, nuestros vigías habían de mantenerse al acecho en los bosques y, si aparecía el enemigo, plantarle cara entre los árboles. Los hombres de Osferth los entretendrían, hasta que yo llevase el grueso de las tropas contra nuestros atacantes. Por eso, ordené que todos los hombres durmiesen con la cota de malla puesta y las armas al alcance de la mano.

Le pedí a Ælfwold que cubriese los flancos norte y oeste. Sus hombres tenían que estar pendientes de la llegada de las provisiones y, aunque a lo lejos el humo aún tiznaba el horizonte, hacer frente a los refuerzos que pudieran enviar los hombres de Haesten. Impartidas tales órdenes, con cincuenta de los míos, me dispuse a explorar el terreno que rodeaba nuestro campamento, donde sólo se oía el golpeteo de las hachas que mordían los árboles. Conmigo venían Finan, Pyrlig, Osferth y, cómo no, Etelfleda, que ningún caso había hecho de mi recomendación de que se mantuviese alejada del peligro.

Nos dirigimos a la aldea de Thunresleam, un villorrio perdido de hacinadas cabañas de recias techumbres, que se alzaban alrededor de las ruinas chamuscadas de lo que en tiempos había sido una iglesia. En cuanto nos vieron llegar colina arriba, sus habitantes corrieron a esconderse; algunos, los más osados, se atrevieron a dejar los bosques que se alzaban más allá de unas pequeñas parcelas donde, entre los surcos, verdeaban ya brotes tempranos de trigo, cebada y centeno. Eran sajones; los primeros en acercarse seguían a un fornido campesino tuerto, de pelo castaño y enmarañado, y manos ennegrecidas de tanto trabajar. El hombre se quedó mirando la cruz que ondeaba en el estandarte de Ælfwold. Se lo había pedido prestado para que nadie nos tomase por daneses y, desde luego, la cruz debió de llamar la atención del tuerto, que se postró ante nosotros y, por señas, indicó a quienes lo seguían que lo imitasen.

—Soy el padre Heahberht —se presentó; me dijo que era el cura de aquel pueblo y de otras dos aldeas más al este.

—No tenéis pinta de cura —contesté.

—Si así fuera, mi señor, estaría muerto —repuso—. La bruja del fortín mata a todos los curas que se cruzan en su camino.

Volví la vista hacia el sur aunque, desde donde estábamos, no se veía el viejo fuerte de la colina.

—¿Bruja, decís?

—Se llama Skade, mi señor.

—Sé quién es.

—Quemó la iglesia, mi señor.

—Y se llevó a las mujeres, mi señor, incluso a las niñas —añadió una mujer llorando a lágrima viva—. Me arrebató a mi pequeña de tan sólo diez años, mi señor.

—¿Cómo ha podido…? —empezó a decir Etelfleda, dejando la pregunta en el aire al darse cuenta de que ya sabía la respuesta.

—¿Han abandonado el antiguo fortín, el que está en lo alto de la colina? —me interesé.

—No, mi señor —respondió el cura—. Lo utilizan como puesto de vigilancia. Tenemos que llevarles la comida, mi señor.

—¿Cuántos hombres hay allí arriba?

—Unos cincuenta, mi señor. También disponen de caballos.

No dudaba que era cierto lo que decía el cura, pero los daneses por fuerza tenían que habernos visto llegar y supuse que, para entonces, habrían enviado refuerzos a la vieja fortaleza.

—¿Cuántos hombres defienden el nuevo fortín? —le pregunté.

—No nos dejan acercarnos, mi señor —dijo el padre Heahberht—, pero he echado un vistazo desde la colina de Haethlegh, y no fui capaz de contarlos —añadió nervioso, mientras no apartaba de mí su ojo ciego, blancuzco y ulcerado, temblando de miedo, no porque fuéramos enemigos suyos, como los daneses, sino por nuestro rango. Trató de hablar tan pausadamente como le fue posible—: Son cientos, mi señor. Tres mil hombres partieron hacia el oeste, pero dejaron aquí, en Beamfleot, a sus mujeres y a sus hijos.

—¿Fuisteis capaz de hacer un recuento de los que se marcharon?

—Lo intenté, mi señor.

—¿Y decís que sus mujeres y sus hijos siguen aquí? —quiso saber Etelfleda.

—Viven en los barcos varados, señora —repuso el cura que, por lo visto, era un hombre observador; le recompensé con una moneda de plata.

—¿Quién está al mando del fuerte, el propio Haesten? —le pregunté.

El padre Heahberht negó con la cabeza.

—Skade, mi señor.

—¿Skade está al frente?

—Eso tenemos entendido, mi señor.

—¿Y decís que Haesten no ha regresado? —insistí.

—No, mi señor, al menos hasta donde sabemos —y nos contó cómo Haesten había comenzado a levantar el nuevo fortín tan pronto como había llegado con sus barcos desde Cent—. Nos obligaron a talar robles y olmos, mi señor.

—Tengo que echar un vistazo a ese nuevo fortín —dije. Le entregué otra moneda al padre Heahberht, y espoleé mi caballo, cruzando entre dos caseríos y pisoteando un campo de cebada.

Mientras cabalgaba, no dejaba de pensar en Skade, en su crueldad, en el desesperado afán de mando que la dominaba. Podía conseguir que los hombres se plegasen a sus deseos, pero ¿estaría en condiciones de desplegarlos en orden de batalla? Haesten no era un necio y, si hubiera dudado de ella, no la habría puesto al frente, igual que yo tampoco dudaba de que contaría con tropas suficientes y estaría rodeada de buenos consejeros. Espoleé mi montura de nuevo y me dirigí hacia el sur, internándome en la arboleda. Los míos venían detrás. Cabalgué como un loco, sin preocuparme de si había daneses agazapados en aquellos bosques; no vi ninguno. Tenía la sensación de que los hombres de la guarnición de Skade estaban felizmente instalados tras aquellos muros, confiados en que serían capaces de repeler cualquier ataque.

Llegamos al borde del altozano, allí donde el suelo parecía desplomarse hacia la maraña de ensenadas y entrantes que surcaba las marismas. Más allá, en la ribera sur del ancho estuario del Temes, apenas visible entre la bruma, cuatro barcos zascandileaban en la vasta extensión de agua que titilaba. Eran naves danesas que vigilaban el río al acecho de posibles presas y de cualquier barco de guerra sajón que, desde Lundene, se aventurase río abajo.

A mi derecha, Caninga, la ensenada y el increíble número de barcos varados en la costa del islote. Apenas si se veía el nuevo fortín al otro lado de la empinada colina donde se alzaba el antiguo fuerte. ¿Qué había dicho el padre Heahberht? Que sólo cincuenta hombres guardaban las viejas murallas. Desde donde estaba, atisbé los destellos de las puntas de las lanzas que vigilaban la puerta norte, y me pareció no sólo que eran más de cincuenta, sino que el muro que defendían estaba en buenas condiciones. Comprendí que si bien la muralla sur, la que daba a la ensenada, estaba deteriorada, no podía decirse lo mismo de las defensas que miraban a tierra firme, que estaban en buen estado.

—Skade nos ha visto llegar y ha enviado refuerzos al antiguo fuerte —colegí.

—Desde luego, ahí arriba hay lanzas más que de sobra —dijo Finan.

—Tendremos que tomar los dos fuertes —repuse.

—¿Y si dejamos que ése se venga abajo? —propuso el irlandés, señalando la antigua fortaleza.

—No quiero que esos cabrones nos ataquen por la espalda cuando asaltemos el nuevo fortín. De modo que, antes, tendremos que acabar con ellos —repliqué.

Finan no dijo nada. Nadie abrió la boca. La guerra que llevábamos librando durante toda la vida había obligado a los gobernantes a erigir plazas fuertes, porque sólo con bastiones se ganaban las guerras. Para defender Wessex, Alfredo había construido fortines, que no eran sino baluartes de mayores dimensiones y bien defendidos. Etelredo de Mercia seguía el ejemplo de su suegro. Hasta donde sabíamos, Haesten no se había atrevido todavía a atacar ninguno de esos fortines, porque sabía que sus hombres perecerían en los fosos al pie de las altas murallas. Por eso, buscaba el modo de sangrar a Mercia y rendir a los defensores de aquellas plazas por el hambre, antes de intentar un ataque contra sus muros. Los dos fuertes de Beamfleot no eran fortines propiamente dichos, pero no por eso sus defensas eran menos formidables. Disponían de murallas, de fosos erizados de estacas y, sin duda, también había fosos al pie de la ensenada. Detrás de aquellas murallas, hombres que sabían matar, lanzas y espadas danesas que nos acechaban no en una fortaleza, sino en dos.

—¿Tendremos que tomar los dos fuertes? —se aventuró a preguntar Etelfleda, rompiendo el silencio.

—El primero será cosa fácil —contesté.

—¿Fácil, mi señor? —dijo Finan, con una aviesa sonrisa.

—Y rápida —añadí, dejando entrever una confianza que lejos estaba de sentir.

Aparte de sus dimensiones, el viejo fuerte era imponente. Dudaba que los daneses hubiesen destinado los hombres necesarios para defender sus muros palmo a palmo. Una vez que las tropas de Eduardo el Heredero se unieran a las nuestras, me imaginaba que contaría con suficientes hombres para atacar el viejo fuerte por varios puntos a la vez. Nuestros asaltos minarían la capacidad de resistencia de los defensores hasta que, en una de ésas, abriríamos una brecha. No era un gran plan, pero sería efectivo, aunque me temía que el coste en vidas sería alto. Ante la escasez de alternativas, tenía que hacer lo imposible. Tenía que tomar dos fuertes, y, a fuer de sincero, no tenía ni idea de cómo apoderarme del segundo, el más nuevo, desde la costa. Pero no me quedaba otra salida.

A lomos de nuestras monturas, volvimos al campamento.

* * *

A la mañana siguiente, las cosas se torcieron. Fue como si los daneses acabaran de darse cuenta de la amenaza que representábamos y hubieran tomado la decisión de llevar a cabo lo que tendrían que haber hecho el día anterior.

Sabían que habíamos establecido nuestro campamento junto a la vieja mansión de Thunresleam. Había apostado un buen número de centinelas en los bosques que se extendían al sur de aquel sitio, pero sin duda algunos se las habían ingeniado para despistarlos y habían acechado la explanada que habíamos despejado alrededor de la mansión. De modo que Skade, o quienquiera que la estuviera aconsejando, había decidido que un ataque al amanecer causaría tantas bajas que cundiría el desaliento en nuestras filas. Una idea magnífica. Previendo por dónde podían ir las cosas, en mitad de aquella noche estrellada, puse a todos mis hombres en pie. Ordené a los centinelas que regresasen al campamento, me cercioré de que no faltaba ninguno de los nuestros, ensillamos los caballos, nos embutimos las cotas de malla y nos fuimos, dejando los rescoldos de las fogatas a medio apagar, como si estuviésemos durmiendo. Hicimos tanto ruido al marchar que debimos perturbar la paz de los muertos del pequeño cementerio de Thunresleam. Como el estruendo entre los daneses no debía de ser menor, ni siquiera se les pasó por la cabeza que nos hubiéramos marchado.

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