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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (42 page)

BOOK: La tierra en llamas
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Una abeja vino a posarse en mi mano derecha, la que tenía apoyada en el hombro de Etelfleda. No traté de espantarla para no retirar el brazo. Sentí cómo se posó en mi mano; su cosquilleo mientras se acercaba al dedo pulgar. Pensé que echaría a volar pero, cuando menos me lo esperaba, me clavó el aguijón. Solté una maldición al sentir la picadura, acabé con ella de un manotazo y, de paso, le di a Etelfleda un buen susto.

—Restregaos una cebolla en esa picadura —me dijo.

No podía perder el tiempo en buscar una cebolla, así que la dejé como estaba. Sabía que aquella mordedura era un mal presagio, un mensaje de los dioses; aunque nada bueno auguraba, preferí no darle más vueltas.

Enterramos a los muertos. La mayoría de las monjas habían quedado reducidas a minúsculos cuerpos quemados que abultaban poco más que un niño, así que metimos a todas en la tumba de su abadesa crucificada. El padre Pyrlig rezó un responso, y de nuevo nos pusimos en camino hacia el oeste. Para cuando volvimos al lado de Osferth y Beornoth, de los hombres que habían quedado a sus órdenes y de mis hijos, tenía la mano tan hinchada que apenas podía doblar los dedos para sujetar las riendas del caballo, y mucho menos, desde luego, empuñar una espada.

—Dentro de una semana, habrá desaparecido —intentó sosegarme Finan.

—Ojalá dispusiéramos de esos siete días —dije con pesimismo, mientras, sorprendido, el irlandés me miró y yo me limité a encogerme de hombros—. Los daneses se han puesto en marcha, y no sabemos qué está pasando —añadí.

Nos desplazábamos con las esposas y las familias de los hombres que venían conmigo, lo que nos retrasaba en demasía, de modo que ordené a unos cuantos que se quedasen al cuidado y, más despacio, siguieran nuestros pasos, mientras nosotros picábamos espuelas hacia Gleawecestre. Pasamos la noche en las colinas que se alzan al oeste de la ciudad. Al amanecer, vimos unas manchas de humo en el cielo por el norte y por el este. Demasiadas para contarlas; en algunos lugares, estaban tan próximas que formaban oscuros manchones que podían pasar por nubes, aunque yo creía que se trataba de otra cosa.

—Mis pobres tierras —dijo Etelfleda con preocupación nada más verlas.

—Haesten —comenté.

—Mi marido ya debería haberse puesto en marcha para pararles los pies —añadió.

—¿Acaso dudáis que lo haya hecho?

—Esperará a que vuelva Aldelmo para que le diga qué debe hacer —repuso negando con la cabeza.

Me eché a reír. Habíamos llegado a lo alto de las colinas que se asoman al valle por el que discurre el río Sæfern. Detuve mi caballo, y eché un vistazo a las propiedades de mi primo, al sur de Gleawecestre. De haber dispuesto de una casona de la mitad de las dimensiones de la que tenía su hijo, el padre de Etelredo se habría dado más que por satisfecho; junto a la nueva y suntuosa mansión, se alzaban las cuadras, una iglesia, unos establos y un enorme granero construido sobre pilastras de piedra para mantener a las ratas a raya. Una empalizada rodeaba todas las construcciones, las nuevas y las antiguas. A medio galope, bajamos la colina. En lo alto del portón, unos centinelas vigilaban desde un adarve de madera. Debieron de reconocer a Etelfleda, porque, sin darnos el alto siquiera, ordenaron que abrieran las enormes puertas de par en par.

Una vez en el amplio patio, salió a recibirnos el intendente de Etelredo, quien, si se llevó una sorpresa al ver a Etelfleda, nada dejó traslucir, limitándose a hacerle una profunda reverencia y darle la bienvenida. Unos esclavos nos presentaron unos cuencos de agua para que nos lavásemos las manos y unos mozos de cuadra se hicieron cargo de los caballos.

—El señor está en la estancia principal —le dijo el servidor a Etelfleda; por primera vez, dio muestras de nerviosismo.

—¿Se encuentra bien? —preguntó la joven.

—Perfectamente, gracias a Dios —repuso, mientras me echaba una ojeada antes de volver la vista hacia la dama—. ¿Habéis venido para asistir al consejo?

—¿Qué consejo? —se interesó Etelfleda que, tras hacerse con un paño de lana que le tendía el esclavo, se secaba las manos.

—Los paganos andan revueltos, mi señora —informó el intendente con prudencia, antes de volver a clavar sus ojos en mí.

—Lord Uhtred de Bebbanburg —le aclaró Etelfleda, con fingida indiferencia—. Sí, hemos venido para el consejo.

—Anunciaré a vuestro esposo vuestra llegada —repuso el criado, quien, sobresaltado al oír mi nombre, sin querer había dado un paso atrás.

—No hace falta que nos anunciéis —replicó Etelfleda con aspereza.

—En ese caso, si no os importa, entregadme vuestras espadas —dijo el intendente.

—¿Alguno de los que están ahí dentro va armado? —pregunté.

—Sólo los hombres de la guardia del
ealdorman,
mi señor; nadie más.

Tras dudarlo un momento, acabé por entregarle las dos espadas que llevaba. Lo normal era que nadie portase armas en presencia de un rey. Estaba claro, pues, que Etelredo se sentía tan cerca de serlo que reclamaba idéntica cortesía, si bien más que de buenos modales, se trataba de una cautela para evitar cualquier reyerta sangrienta entre hombres ebrios al final de un banquete. Dudé un rato si desprenderme o no de
Hálito-de-serpiente,
pero supuse que su larga hoja sería vista como una provocación en toda regla.

Conmigo venían Osferth, Finan, el padre Pyrlig y Beornoth. La mano me dolía a rabiar; se me había puesto roja y estaba tan hinchada que bien pensé que un simple roce con el filo de un cuchillo bastaría para que se reventase como fruta en sazón. Cuando pasamos del patio soleado a la oscura penumbra de la estancia principal de Etelredo, la oculté bajo la capa.

Frente a la reacción comedida del intendente al ver a Etelfleda, la actitud de su marido fue más allá de toda mesura. En un primer momento, al vernos entrar, pareció montar en cólera, molesto por la interrupción; luego, se mostró más tranquilo, porque debió de pensar que era Aldelmo quien había llegado; cuando se dio cuenta de quiénes éramos, durante un instante más que grato para nosotros, se quedó aterrorizado. Estaba sentado en un sitial que más parecía un trono, situado en el estrado donde, habitualmente, se colocaba la mesa de respeto durante los banquetes. Adornaba su pelirroja cabeza una fina diadema de bronce, que no difería mucho de una corona. Llevaba una gruesa cadena de oro por encima del jubón bordado y una capa teñida de color escarlata oscuro con adornos de piel. En la parte posterior de la tarima, dos soldados de pie, pertrechados de espadas y escudos, montaban guardia; a ambos lados de Etelredo, dos curas sentados de cara a cuatro bancos atestados situados a sus pies. Los dieciocho hombres que los ocupaban se volvieron a ver quiénes éramos. El cura que estaba a la derecha de mi primo era el obispo Asser, mi eterno rival, quien, sin salir de su asombro, me miraba con unos ojos como platos. Estaba claro que nada sabía de los tejemanejes de Alfredo para que yo regresase.

Fue Asser quien, en un gesto más que revelador, rompió el silencio. Aunque estuviera en la mansión de Etelredo,
ealdorman
de Mercia, no por eso el obispo galés dejaba de llevar la voz cantante, una prueba más del ascendiente de Alfredo sobre la Mercia sajona, de esa influencia que, en el fondo, a Etelredo tanto incomodaba. Aun impaciente por que Alfredo falleciese para así sustituir la diadema que llevaba por una corona en condiciones, necesitaba del respaldo que Wessex le proporcionaba. La misión del obispo Asser, astuto y taimado, no era otra que cerciorarse de que se cumplían las órdenes de Alfredo. Puesto en pie, me señaló con un dedo descarnado.

—¡Vos! —exclamó, mientras un par de podencos corrían a saludar a Etelfleda, que intentaba tranquilizarlos, y la voz del prelado tronaba por encima de los comentarios de los presentes—. ¡Pero si sois un proscrito! —aulló.

Le dije que guardara silencio pero, como es natural, siguió apostrofándome, cada vez más fuera de sí, hasta que el padre Pyrlig se dirigió a él en galés. No entendí ni palabra de lo que le dijo el cura; sólo sé que Asser calló la boca, aunque siguió farfullando por lo bajo y señalándome con el dedo. Supongo que el padre Pyrlig debió de explicarle las artimañas de Alfredo para que yo volviese del norte; pero de poco consuelo debió de servirle semejante explicación al obispo, que me tenía por esbirro del demonio de su religión, esa criatura a la que llaman Satán. En cualquier caso, guardó silencio cuando Etelfleda subió al estrado y, tras dar un chasquido con los dedos, un criado se apresuró a acercarle una silla. Se llegó a Etelredo y le dio un afectado beso en la mejilla delante de todos, al tiempo que le susurraba algo al oído que le hizo sonrojarse. Luego, tomó asiento a su lado y entrelazó su mano con la de su marido.

—Sentaos, obispo —le dijo a Asser, antes de volverse con gesto grave a los señores allí reunidos—. Traigo malas noticias. Los daneses han arrasado el convento de Lecelad. Todas las monjas han muerto, así como mi apreciado lord Aldelmo. Que Dios se apiade de sus almas.

—Amén —rezongó el padre Pyrlig.

—¿Cómo murió lord Aldelmo? —se interesó el obispo Asser.

—Tiempo habrá de hablar de tan lamentables sucesos. Antes hemos de tomar una decisión acerca de un asunto mucho más apremiante —repuso Etelfleda, sin mirar siquiera al obispo—. En estos momentos, lo que más importa es saber si estamos en condiciones de derrotar al
jarl
Haesten.

Hubo un momento de confusión. Ninguno de los señores allí reunidos sabía del alcance de la invasión de Haesten. En cuestión de pocas horas habían llegado a Gleawecestre no menos de doce mensajeros, portadores todos de estremecedoras noticias sobre despiadados e inesperados ataques llevados a cabo por jinetes daneses. Tras escuchar el relato de tales sucesos, llegué a la conclusión de que Haesten pretendía sembrar el caos en Mercia. Debía de marchar al frente de dos o tres mil hombres; los habría dividido en grupos más reducidos, y los habría enviado a asolar, saquear y arrasar el norte del territorio. De ese modo, era imposible saber de cuántos daneses estábamos hablando, pues andaban por todas partes.

—¿Qué pretenden? —se preguntó Etelredo con voz lastimera.

—Quiere ocupar vuestro puesto —afirmé.

—No sois quién para hablar aquí —rezongó Asser.

—Obispo —terció Etelfleda tajante—, si tenéis algo útil que aportar, sois libre de decir lo que queráis. Si tan sólo aspiráis a ser un estorbo, os ruego que vayáis a la iglesia y presentéis vuestras quejas ante Dios —palabras que fueron acogidas con pasmo y en silencio. Como enviado de Alfredo, el obispo Asser era quien llevaba la voz cantante en aquella asamblea, autoridad que Etelfleda acababa de retirarle delante de todos. Con calma, sostuvo la mirada indignada del prelado hasta que éste apartó la vista—. Las cuestiones a las que hemos de dar respuesta son bastante sencillas. ¿Cuántos daneses son? ¿Qué vienen buscando? ¿Cuántos hombres podemos reunir para hacerles frente? ¿De dónde van a salir los hombres que necesitemos?

Se notaba que Etelredo estaba aún visiblemente molesto por la aparición de su esposa. Los señores allí presentes debían de estar al tanto de sus desavenencias. Sin embargo, allí estaba Etelfleda, de la mano de su esposo, como si nada. Nadie se atrevió a cuestionar su presencia. El propio
ealdormati
estaba tan confundido que consintió en que fuera su esposa quien presidiese el consejo, y lo hizo con desenvoltura. Los ojos de Etelfleda transmitían una delicada dulzura pero, tras aquella mirada bondadosa, se ocultaba una mente tan despierta como la de su padre y una voluntad no menos firme que la de su madre.

—No habléis todos a la vez —exigió, alzando la voz por encima del barullo—. Lord Ælfwold —interpeló con una sonrisa a un hombre de gesto hosco, sentado en el banco más próximo al estrado—, tengo entendido que vuestras tierras han sufrido los ataques más devastadores. En vuestra opinión, ¿de cuántos enemigos estamos hablando?

—De entre dos y tres mil hombres —repuso el aludido, sin tenerlas todas consigo—. Aunque bien podrían ser más. No sabría deciros.

—¿Se desplazan en pequeños grupos?

—Una docena de cuadrillas cuando menos, si no son una veintena.

—¿De cuántos hombres disponemos para hacerles frente? —preguntó a su marido, con voz respetuosa.

—De mil quinientos —repuso Etelredo, de mal talante.

—¡Seguro que tenemos más! —exclamó Etelfleda.

—Vuestro padre —contestó mi primo, sin disimular el retintín con que pronunció tales palabras— reclama la presencia de quinientos de los nuestros para defender Lundene.

—Pensaba que eran sajones los hombres de la guarnición de la ciudad —observé; lo decía con conocimiento de causa, no en vano había estado al frente de ella durante cinco años.

—Alfredo ha dejado trescientos hombres en Lundene —dijo el obispo Asser, tratando de adoptar un tono conciliador—; los demás han salido para Wintanceaster.

—¿Y eso?

—Haesten nos advirtió de que vos y los
jarls
del norte —repuso el obispo, torciendo el gesto y tomando aire, incapaz de controlar los espasmos que sacudían aquella cara de comadreja que tenía— habíais decidido marchar sobre Wessex. ¿Es eso cierto? —preguntó sin disimular su rabia.

Dudé un instante. Nada había dicho de los proyectos de Ragnar porque era amigo mío, y pensé que ya se encargaría el destino de desvelar los planes de Northumbria. Pero Haesten le había tomado la delantera, y la estratagema le había salido bien: había conseguido que las tropas sajonas saliesen de Mercia.

—¿Y bien? —se impacientó Etelredo, al darse cuenta del apuro por el que estaba pasando.

—Los
jarls
de Northumbria hablaron de la posibilidad de llevar a cabo un ataque contra Wessex —salí como pude.

—¿Y creéis que tendrá lugar? —se interesó Asser.

—Es probable —contesté.

—Probable —repitió el obispo Asser, arrastrando las sílabas—. ¿Qué papel os han asignado, lord Uhtred? —pronunció mi nombre con una sorna tan afilada como la hoja de
Hálito-de-serpiente—.
¿El de engañarnos, traicionarnos acaso, matar más cristianos quizá? —dijo, poniéndose en pie de nuevo—. En nombre de Cristo —gritó—, ¡exijo que este hombre sea hecho prisionero!

Nadie movió un dedo para hacerse cargo de mí. Al desgaire, Etelredo hizo una seña a los dos soldados que estaban a sus espaldas, que tampoco se movieron de donde estaban.

—Lord Uhtred está aquí para protegerme —intervino Etelfleda.

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