La tierra de las cuevas pintadas (54 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Ayla volvió a tocarse la pierna con los dedos. «Si viene Jonokol, ya son dieciséis en total», pensó. «Pero Amelana sólo estará con nosotros en el camino de ida, no en el de vuelta, y no nos encontraremos con Kimeran y los demás hasta más tarde.»

—¿Iremos a la Reunión de Verano? —preguntó Jondalar.

—Sólo unos días, creo —contestó la Zelandoni—. Pediré a la Decimocuarta y al Quinto que asuman mis responsabilidades. Seguro que entre los dos darán abasto con todo, y me interesa ver cómo trabajan juntos. Enviaré un mensajero a Jonokol antes de ir a la Reunión, para ver si quiere acompañarnos, y si puede. Quizá tenga otros planes; al fin y al cabo, ahora es el Zelandoni de la Decimonovena Caverna. Ya no puedo decirle qué debe hacer… aunque tampoco podía antes, ni siquiera cuando era mi acólito.

El día que la Novena Caverna partió rumbo a la Reunión de Verano amaneció soleado. Los días anteriores había llovido de manera intermitente, pero esa mañana el cielo se había despejado y resplandecía con una luminosidad cristalina que confería a las montañas lejanas una nitidez intensa. Ese año viajaban hacia el sudoeste, y la Reunión de Verano se celebraba en un lugar más alejado que otros años, por lo que tardaron más que de costumbre.

Cuando llegaron, Ayla se fijó en que había allí miembros de las cavernas más occidentales, a quienes no conocía. Fueron los que la miraron boquiabiertos durante un poco más de tiempo al verla con los tres caballos y el lobo, por no hablar de las angarillas que arrastraban los caballos, en una de las cuales viajaba la Primera. Se produjo cierta decepción cuando se supo que la Primera y su acólita, la de los animales, no se quedarían muchos días. Ayla pensó que le habría gustado quedarse y conocer a algunos de los zelandonii con quienes aún no había tenido el gusto de encontrarse, pero también le hacía ilusión emprender el viaje veraniego planeado por la Primera.

Al final Jonokol decidió unirse a ellos. Nunca había hecho una amplia Gira de la Donier, en parte porque al principio en realidad no tenía la intención de convertirse en Zelandoni en el sentido pleno de la palabra; él sólo quería realizar imágenes y pinturas, y la Primera no lo había presionado. Después de ver las hermosas paredes blancas de la nueva cueva sagrada y tomarse en serio su incorporación a la zelandonia, se trasladó a la Decimonovena Caverna, más cerca del nuevo emplazamiento sagrado. La Zelandoni de allí estaba demasiado vieja y débil para llevar a cabo largos viajes, pese a que conservó la lucidez hasta sus últimos días. Desde entonces Jonokol había oído comentarios asombrosos sobre algunas de las cuevas pintadas del sur y no quería dejar pasar esa oportunidad para verlas con sus propios ojos; quizá nunca se le presentase otra ocasión.

Ayla se alegró. Él la había acogido bien desde el principio, y podía ser una buena compañía. Se quedaron sólo cuatro días en la Reunión de Verano, pero casi todos acudieron a despedirlos. Fue todo un espectáculo ver ponerse en marcha al grupo de viajeros, al final tan numeroso como una caverna, en especial por los animales y su carga, pero también porque se habían sumado más personas de las que en un principio planearon realizar el largo viaje. Varios moradores de las cavernas del oeste, que no conocían a Ayla, se habían unido a ellos, con el objetivo de desviarse más adelante en otra dirección. También había gente de las cavernas vecinas, sobre todo de la Undécima, incluida Kareja, su jefa.

La Primera quería viajar hacia el sur siguiendo el curso del Río hasta su desembocadura en el Gran Río. Una vez allí, tendrían que atravesar el cauce mayor, más profundo y ancho que el Río, con una corriente más rápida, como su propio nombre indicaba. Podían cruzar el río ya conocido por el Vado, una sección ensanchada y menos honda, pasando por encima de las piedras colocadas en el cauce o vadeándolo —a veces, según la estación, con el agua hasta la cintura—, pero atravesar el Gran Río sería más complicado. Para salvar ese escollo, la Primera y Willamar se habían dirigido a Kareja y algunos miembros de la Undécima Caverna, famosa por la construcción de balsas, para pedirles que llevaran a los viajeros, junto con su equipaje, río abajo hasta la desembocadura y luego a la otra orilla del Gran Río.

En la primera etapa desanduvieron el camino, igual que si regresaran a la Novena Caverna. Como iban sólo adultos —a excepción de Jonayla—, acompañados de los caballos, su paso fue mucho más rápido que en el desplazamiento de toda una caverna. La mayoría de los viajeros eran jóvenes y saludables, y la Primera, pese a su corpulencia —que le confería una presencia imperiosa—, poseía gran fortaleza y caminaba la mayor parte del tiempo. Cuando se cansaba y sentía que no podía mantener el ritmo, montaba en la parihuela, cosa que no le restaba autoridad o dignidad en modo alguno, más que nada porque era la única que viajaba en un asiento instalado en la angarilla de la que tiraba el caballo de Ayla.

Esa noche, cuando acamparon, la Primera y el maestro de comercio iniciaron las conversaciones con Kareja, la jefa de la Undécima Caverna, y algunos de los balseros expertos, capacitados para calcular el número de embarcaciones y tripulantes necesarios para trasladar a los viajeros en el siguiente trecho. Después había que ultimar los detalles del intercambio de bienes y servicios por el uso de las balsas. No era una conversación privada, y los zelandonii que no conocían bien a las cavernas Novena y Undécima mostraron mucho interés. Un par de ellos incluso preguntó si las balsas podían utilizarse para viajar por el Gran Río hasta las Grandes Aguas del Oeste, y desde luego era posible, al menos durante determinadas estaciones; lo difícil era volver.

Como parte del trueque, Kareja, de la Undécima Caverna, pidió un favor futuro a Jondalar a cambio del servicio de transportarlos en balsa. Él había estado presente durante las negociaciones junto con la Primera, pero habría deseado que Joharran participase también. Las promesas no anunciadas respecto a servicios futuros podían ser problemáticas y en su momento plantear exigencias mayores que acaso algunos no estuvieran dispuestos a satisfacer.

—Creo que no tengo derecho a contraer esa clase de compromiso en nombre de la Novena Caverna —dijo Jondalar—. No soy el jefe. Quizá sí puedan Willamar o la Zelandoni.

Kareja había estado esperando el momento oportuno en las negociaciones para pedir a Jondalar un servicio en particular del que se beneficiaría una persona de su caverna.

—Pero sí puedes contraer un compromiso que te atañe a ti personalmente, Jondalar —señaló Kareja—. Conozco a una joven que promete mucho como talladora de pedernal. Si la aceptaras como aprendiz, yo consideraría zanjado el asunto.

La Zelandoni lo observó, preguntándose qué contestaría. Sabía que eran muchos los que le habían pedido que formara a un joven, pero él era muy selectivo. Tenía ya tres aprendices, y lógicamente no podía aceptar a cuantos se lo solicitaran. Pero esa era la Gira de la Donier de su compañera y no estaría de más que él aportara algo para facilitársela.

—¿Una muchacha? Dudo que una mujer pueda llegar a ser una talladora de pedernal plenamente preparada —comentó un hombre de una de las cavernas del oeste. Había viajado con ellos desde el campamento de la Reunión de Verano—. Sé algo del trabajo con pedernal, y se requiere fuerza y precisión para confeccionar buenos utensilios. Todos conocemos la fama y el buen nombre de Jondalar como tallador, así que ¿por qué habría de malgastar su tiempo en una muchacha?

Ayla había empezado a interesarse en la conversación. No estaba en absoluto de acuerdo con aquel hombre. Por experiencia propia, sabía que una mujer era capaz de tallar pedernal tan bien como un hombre, pero si Jondalar aceptaba a una aprendiz, ¿dónde se alojaría? No podría estar con los jóvenes aprendices varones, y menos aún cuando sangrara cada mes. Aunque los zelandonii no eran tan estrictos en eso como el clan —entre quienes una mujer no podía siquiera mirar a un hombre durante esos días—, una muchacha necesitaba intimidad. Eso significaba que tendría que vivir con ellos en su morada, o buscar alguna otra solución.

Obviamente Jondalar se había planteado lo mismo.

—No sé bien si puedo aceptar a una joven, Kareja —dijo.

—¿Estás diciendo que una mujer no puede aprender a tallar pedernal? —repuso Kareja—. Las mujeres hacen utensilios continuamente. Una mujer no va a ir corriendo al tallador de pedernal cada vez que se le rompe una herramienta cuando está raspando una piel o descuartizando una presa. La arregla o fabrica una nueva ella misma.

En apariencia Kareja conservaba la calma, pero la Primera supo que se esforzaba por controlarse. Deseaba decirle a aquel hombre lo absurda que era su actitud, pero tenía la impresión de que Jondalar estaba de acuerdo con él. La Zelandoni observaba la conversación con interés.

—Sí, ya sé que una mujer puede hacer utensilios para sus propios usos, un raspador o un cuchillo, pero ¿puede una mujer fabricar un arma de caza? Las puntas de lanza y los dardos tienen que volar rectos y bien, o fallas el tiro —adujo el hombre—. Yo no reprocho al tallador de pedernal que no acepte a una mujer como aprendiz.

Kareja se indignó.

—¡Jondalar! ¿Tiene razón este hombre? ¿Crees tú que las mujeres no pueden aprender a tallar pedernal tan bien como cualquier hombre?

—Eso no tiene nada que ver —contestó Jondalar—. Claro que las mujeres pueden tallar pedernal. Cuando vivía con Dalanar y yo era su aprendiz, adiestró también a mi prima carnal, Joplaya, al mismo tiempo que a mí. Los dos competíamos, y cuando era joven me habría negado a reconocerlo ante ella, pero ahora no dudaría en afirmar que en ciertos aspectos es mejor que yo. El único problema es que no sé dónde alojaríamos a una muchacha. No puedo instalarla con los tres aprendices varones que tengo. Son hombres, y una mujer necesita cierta intimidad. Podríamos acogerla en nuestra vivienda, pero un aprendiz necesita un sitio donde guardar las herramientas y las muestras. Además las esquirlas de pedernal son muy afiladas: a Ayla le molesta cuando vuelvo a nuestra morada con algún trozo prendido de la ropa. No quiere que queden por ahí con Jonayla por medio, y lo entiendo. Si aceptase a la joven de vuestra caverna, tendríamos que construir un anexo en la vivienda de los aprendices, o levantar otra aparte.

Kareja se serenó de inmediato. Aquella le pareció una respuesta sensata: ciertamente, la joven de la Undécima Caverna necesitaría intimidad. Con una compañera como Ayla, que era una cazadora consumada además de acólita de la Zelandoni, debería haber sabido que Jondalar no compartiría la ridícula opinión de aquel hombre del oeste. Al fin y al cabo, la madre de Jondalar había sido jefa. Pero sí tenía razón en su planteamiento, pensó la mujer alta y delgada.

—Creo que lo mejor sería levantar otra vivienda aparte —propuso Kareja—. Y la Undécima Caverna te ayudará a construirla, o si me dices dónde la quieres, podemos construirla nosotros durante este viaje.

—¡Un momento! —exclamó Jondalar, mirando a Kareja con los ojos desorbitados por la sorpresa ante la rapidez de su respuesta. La Zelandoni, sonriendo para sí, miró de reojo a Ayla, que se esforzaba por contener la sonrisa—. No he dicho que vaya a aceptarla. Siempre pongo a prueba a los aspirantes a aprendiz. Ni siquiera la conozco.

—Sí la conoces. Es Norava. Te vi trabajar con ella el verano pasado —señaló Kareja.

Jondalar se relajó y sonrió.

—En efecto, la conozco. Creo que sería una excelente talladora de pedernal. Durante la cacería de uros del año pasado se le rompieron un par de puntas. Estaba reparándolas cuando me acerqué. Me detuve un momento a observarla y me pidió ayuda. Le enseñé alguna que otra cosa y lo captó de inmediato. Aprende deprisa y tiene buenas manos. Sí, si le procuras un alojamiento, Kareja, aceptaré a Norava como aprendiz.

Capítulo 19

Casi todos los habitantes de las cavernas vecinas que no habían ido a la Reunión de Verano estaban en la Novena Caverna cuando llegaron los viajeros. Avisados previamente por un mensajero, los esperaban. Tenían ya preparada una comida. Unos cuantos cazadores habían salido y vuelto con un megaceros, cuya enorme cornamenta palmeada conservaba aún el terciopelo, la piel exterior por donde se suministraba a los cuernos la sangre necesaria para el crecimiento anual hasta que adquirían su magnífico tamaño.

En los machos adultos, una cornamenta podía superar los cuatro metros de envergadura, y cada rama tenía alrededor de un metro de ancho o más. Las astas se cortaban para ciertos usos, con lo que quedaba una gran sección cóncava central de queratina ósea muy útil. Podía emplearse como bandeja para la comida o, si se afilaba el borde, como pala, sobre todo para desplazar material blando, por ejemplo, cenizas de una fogata, fina arena de la orilla de un río o nieve. Dándole la forma adecuada, podía usarse también como remo o timón para impulsar y guiar las balsas. El enorme ciervo proporcionó asimismo carne a un grupo de viajeros voraces, así como a los miembros de la Novena Caverna y sus vecinos, y aun sobró.

A la mañana siguiente quienes viajaban con la Primera cogieron sus pertenencias y un poco más de carne de megaceros para el viaje y recorrieron la corta distancia hasta el Vado. Cruzaron el Río y llegaron al embarcadero de madera frente al refugio conocido como Sitio del Río, la Undécima Caverna de los zelandonii. Varias balsas construidas con pequeños árboles enteros, desramados y reducidos a troncos que se ataban entre sí, permanecían amarradas al embarcadero, una sencilla estructura de madera que se proyectaba sobre el río. Algunas estaban siendo reparadas, y el resto se hallaban ya listas. Había una en construcción. Varios troncos dispuestos en fila en la orilla mostraban el proceso de trabajo. Los tenían colocados de tal modo que el extremo más grueso de los pequeños árboles quedaba detrás, y la parte superior, más delgada, se unía en una especie de proa, con la punta al frente.

Los caballos habían tirado de las angarillas hasta la Undécima Caverna con casi todos los fardos de los viajeros, pero ahora era necesario trasladarlos a las balsas y sujetarlos. Por suerte, los zelandonii sabían viajar ligeros de equipaje. Sólo llevaban lo que podían acarrear ellos mismos. El único peso de más era el de las varas y los travesaños de las parihuelas. Salvo Ayla y Jondalar, nadie más dependía de caballos y angarillas para transportar sus cosas.

Los miembros de la Undécima Caverna, que guiarían las balsas río abajo, dirigían la operación de carga. Esta tenía que estar bien equilibrada o resultaba más difícil controlar las balsas. Jondalar y Ayla ayudaron a cargar las largas varas en la balsa que descendería en cabeza, la que llevaría a la Primera, Willamar y Jonokol. La angarilla más pesada, la que llevaba el asiento, tuvo que desmontarse y cargarse en la segunda balsa. Esta llevaría a Amelana y los dos jóvenes aprendices de comercio de Willamar, Tivonan y Palidar.

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