Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
A lo lejos, en el campo llano, Ayla vio a los animales, y dejó escapar un suspiro de alivio. Con su silbido especial, los llamó sonoramente y vio que Whinney levantaba la cabeza e iniciaba el trote en dirección a ella. Corredor y Gris la siguieron, y también Lobo.
—Ya vienen, y allí está Lobo. Debe de haberse marchado con ellos —dijo Jondalar.
Cuando los caballos y Lobo llegaron, Ayla estaba más serena. Como no había ninguna piedra ni tocón adecuado cerca para encaramarse al lomo de Whinney, le entregó Jonayla a Jondalar por un momento y, sujetándose a la crin erizada de la yegua, dio un salto, pasó la pierna por encima y se sentó. Volvió a coger a la niña de manos de Jondalar y observó a este mientras montaba a lomos de Corredor poco más o menos de la misma manera, aunque era tan alto que casi le bastaba con levantar la pierna para acomodarse sobre el corcel robusto y compacto.
Ayla miró hacia el manantial donde el árbol seguía inclinado en un ángulo precario. Pronto acabaría de caerse, no le cabía duda. Si bien antes quería ir hasta allí, ahora ya no deseaba acercarse. Cuando se pusieron en marcha hacia Valle Viejo, oyeron un chasquido violento y, cuando volvieron la vista atrás, vieron chocar contra el suelo el alto abeto con un ruido menos intenso. De regreso a la Quinta Caverna, Ayla pensó en los caballos y el significado de su comportamiento reciente.
—¿Crees que los caballos sabían que la tierra iba a temblar así, Jondalar? ¿Por eso se comportaban de esa manera tan extraña? —preguntó.
—Desde luego estaban nerviosos —contestó Jondalar—. Pero me alegro de que así fuera. Por eso nos hemos marchado y estábamos en campo abierto cuando ha ocurrido. Creo que es menos peligroso estar aquí, porque no hay riesgo de que te caiga algo encima.
—Pero la tierra puede abrirse bajo tus pies —observó Ayla—. Creo que eso fue lo que le pasó a mi familia. Recuerdo ese olor a tierra profunda, a humedad y descomposición. Aunque me parece que no todos los terremotos son iguales. Unos son más intensos que otros, y la mayoría pueden percibirse a grandes distancias pero no con la misma fuerza.
—Cuando eras pequeña, debías de estar muy cerca del sitio donde empezó el temblor si todos los árboles cayeron y la tierra se abrió. No creo que estuviéramos tan cerca de este. Sólo se ha caído un árbol.
Ayla sonrió.
—Aquí no hay muchos árboles que puedan caerse, Jondalar.
Él, un poco turbado, le devolvió la sonrisa.
—Es verdad, y razón de más para estar en un sitio como este cuando la tierra tiembla.
—Pero ¿cómo va uno a saber cuándo temblará la tierra?
—¡Estando atentos a los caballos! —contestó él.
—Ojalá pudiera estar segura de que eso siempre dará resultado —deseó ella.
Cuando se acercaron a Valle Viejo, advirtieron más actividad de la acostumbrada. Casi todo el mundo parecía fuera de los refugios, y muchos se apiñaban ante uno de ellos. Desmontaron y llevaron los caballos a pie hacia el refugio que ocupaban, contiguo a aquel donde la gente se había congregado.
—¡Aquí estáis! —exclamó la Primera—. Me he quedado un poco preocupada por vosotros cuando la tierra ha empezado a temblar.
—Estamos bien. ¿Y tú? —preguntó Ayla.
—Bien, bien, pero en la Quinta Caverna hay algunos heridos, uno de ellos grave —informó la mujer—. Quizá podrías echarle un vistazo.
Ayla percibió el tono de inquietud en su voz.
—Jondalar, ¿puedes coger los caballos y ver cómo está todo? Yo me quedaré aquí a ayudar a la Zelandoni —dijo.
Siguió a la corpulenta mujer hasta que llegaron al refugio donde un niño yacía sobre una piel de dormir extendida en el suelo, con el lado del pelaje hacia abajo para proporcionarle una superficie más mullida. Habían colocado bajo él cojines y mantas para levantarle un poco la cabeza y los hombros. Justo debajo de la cabeza tenía pieles suaves y flexibles, manchadas de sangre, y esta seguía manando. Ayla sacó a Jonayla de la manta de acarreo, que extendió en el suelo para colocar en ella a la niña. Lobo se tumbó a su lado. Luego apareció Hollida.
—Yo la vigilaré —se ofreció.
—Te estaré muy agradecida —dijo Ayla.
Vio cerca un grupo de gente que parecía consolar a una mujer y comprendió que debía de tratarse de la madre del niño. Sabía cómo se sentiría ella si aquel fuera su hijo. Cruzó una breve mirada con la Primera y supo que la lesión del niño era más que grave. No auguraba nada bueno.
Ayla se arrodilló para examinarlo. El niño yacía bajo la luz del sol, si bien unas nubes altas le restaban intensidad. Lo primero que Ayla advirtió fue que estaba inconsciente pero respiraba, aunque de manera lenta e irregular. Había sangrado mucho, pero eso era normal con las heridas en la cabeza. Mucho más alarmante era el líquido rosáceo que brotaba de la nariz y las orejas. Eso significaba que el hueso del cráneo se había fracturado y la sustancia interior estaba dañada, cosa que no era buena señal. Ayla entendió la preocupación de la Primera. Abrió los párpados al niño y le miró los ojos: una pupila se contrajo por efecto de la luz; la otra, más dilatada que la primera, no reaccionó, otro mal indicio. Le volvió ligeramente la cabeza para que la mucosidad sanguinolenta procedente de la boca resbalara hacia el lado y no obstruyera las vías respiratorias.
Tuvo que reprimir un cabeceo para que la madre no adivinase las pocas esperanzas que albergaba. Se irguió y miró fijamente a la Primera, comunicando su fatídico pronóstico. Se apartaron hacia donde el Zelandoni de la Quinta Caverna observaba. Algunas personas de su refugio habían ido en busca del Zelandoni al resultar herido el niño, y él ya lo había examinado. Había pedido a la Primera que le echara un vistazo para confirmar el diagnóstico.
—¿Qué os parece? —preguntó el hombre en un susurro, mirando primero a la mujer de mayor edad y después a la más joven.
—Creo que no hay esperanza —contestó Ayla en voz muy baja.
—Coincido con ella, me temo —corroboró La Que Era la Primera—. Es poco lo que puede hacerse con una herida así. No sólo ha perdido sangre, sino también otros fluidos del interior de la cabeza. Pronto la herida se hinchará, y será el final.
—Eso mismo he pensado yo. Tendré que decírselo a la madre —contestó el Zelandoni de la Quinta.
Los tres zelandonia se acercaron al pequeño grupo de gente que intentaba consolar a la mujer sentada en el suelo no lejos del niño. Cuando vio la expresión en las caras de los tres zelandonia, la mujer rompió a llorar. El Zelandoni de la Quinta Caverna se arrodilló a su lado.
—Lo siento, Janella. La Gran Madre llama a Jonlotan de regreso a ella. Estaba tan lleno de vida, proporcionaba tal alegría, que Doni no ha podido prescindir de él. Lo ama demasiado —dijo el hombre.
—Pero yo también lo amo. Doni no puede amarlo más que yo. Es muy pequeño. ¿Por qué tiene que llevárselo ahora? —protestó Janella entre sollozos.
—Volverás a verlo, cuando regreses al seno de la Madre y camines por el otro mundo —aseguró el Quinto.
—Pero no quiero perderlo ahora. Quiero verlo crecer. ¿Y tú no puedes hacer nada? —suplicó la madre del niño mirando a la Primera—. Tú eres la Zelandoni más poderosa que existe.
—Ten por seguro que si hubiera algo que hacer, estaría haciéndolo. No imaginas lo mucho que me duele decirlo, pero no hay nada que hacer con una herida tan grave —declaró La Que Era la Primera.
—La Madre tiene ya a muchos, ¿por qué lo quiere también a él? —se lamentó Janella, llorando.
—Ésa es una pregunta cuya respuesta no nos es dado conocer. Lo siento, Janella. Debes acercarte a él mientras aún respira y darle consuelo. Ahora su elán debe encontrar el camino al otro mundo, y seguro que está asustado. Aunque quizá no lo demuestre, agradecerá tu presencia —dijo la mujer corpulenta y poderosa.
—Aún respira. ¿Crees que puede despertar? —preguntó Janella.
—Es posible —contestó la Primera.
Varias personas ayudaron a la mujer a levantarse y la condujeron hacia su hijo moribundo. Ayla cogió a su pequeña, la abrazó y dio las gracias a Hollida; luego se fue al refugio donde se alojaban. Los otros dos zelandonia se reunieron con ella.
—Ojalá pudiera hacer algo. Me siento tan impotente… —dijo el Zelandoni de la Quinta Caverna.
—Todos nos sentimos así en momentos como este —señaló la Primera.
—¿Cuánto crees que le queda de vida? —preguntó él.
—Nunca se sabe. Podría aguantar unos días —respondió la Zelandoni de la Novena Caverna—. Si quieres, podemos quedarnos, pero me gustaría saber cuál ha sido el alcance de este terremoto y si se ha dejado sentir en la Novena Caverna. Tenemos allí a unas cuantas personas que no han ido a la Reunión de Verano...
—Mejor será que vayáis a ver cómo están —dijo el Quinto—. Tienes razón, es imposible saber cuánto vivirá el niño, y tú eres responsable de la Novena Caverna, y debes velar por su bienestar. Yo haré aquí lo que sea necesario, como tantas veces. Enviar el elán de alguien al otro mundo no está entre mis responsabilidades preferidas en la caverna, pero debe hacerse, y es importante que se haga bien.
Esa noche todos durmieron fuera de los refugios de piedra, la mayoría de ellos en tiendas. Temían entrar allí donde aún podían caer rocas, y sólo entraban deprisa y corriendo a coger lo que necesitaban. Se produjeron unas cuantas réplicas, y alguna que otra roca más se desprendió de las paredes y los techos de los refugios, pero nada tan pesado como el trozo que cayó al niño en la cabeza. Pasaría un tiempo hasta que a la gente le apeteciese volver a guarnecerse en un refugio de piedra, aunque cuando el frío y la nieve del invierno periglaciar llegasen, se olvidarían del peligro de desprendimientos y se alegrarían de disponer de protección contra las inclemencias del tiempo.
La procesión compuesta de personas, caballos y un lobo se puso en marcha a la mañana siguiente. Ayla y la Primera se acercaron a ver al niño, pero sobre todo a ver cómo estaba la madre. Las dos experimentaban sentimientos encontrados ante la idea de irse. Por un lado, deseaban quedarse y ayudar a la madre del herido a hacer frente a su pérdida, pero a las dos les preocupaban aquellos que habían permanecido en el refugio de piedra de la Novena Caverna de los zelandonii.
Viajaron hacia el sur, siguiendo el sinuoso cauce del Río aguas abajo. La distancia no era muy grande, pero tenían que volver a vadear el Río y ascender a las tierras altas y luego bajar, porque la tortuosa corriente de agua, en uno de sus tramos, discurría al pie mismo de las paredes rocosas. Aun así, gracias a los caballos, esta vez la expedición fue más llevadera y más rápida. A media tarde, divisaron la pared vertical de piedra caliza que albergaba el gran refugio de la Novena Caverna, con la columna que parecía a punto de caer en lo alto. Aguzaron la vista por si alcanzaban a ver alguna diferencia que los alertase de los posibles daños en su hogar, o en los habitantes.
Llegaron al Valle del Bosque y cruzaron el pequeño río que desembocaba en el Río. Unas cuantas personas esperaban en el extremo norte de la entrada de piedra orientada al sudoeste cuando ellos empezaron a subir por la cuesta. Alguien los había visto llegar y había avisado a los demás. Cuando pasaron ante el saliente anguloso donde estaba la fogata de señales, Ayla vio que aún humeaba por su uso reciente y se preguntó la razón.
Como la Novena Caverna era tan populosa, los que no habían asistido a la Reunión de Verano, por un motivo o por otro, eran casi tantos como los que componían toda la población de algunas cavernas menores, si bien en proporción era un número comparable al de otros grupos. La Novena Caverna era la más poblada entre las cavernas zelandonii, más aún que la Vigésimo novena y la Quinta, constituidas por varios refugios de piedra. El suyo era enorme y tenía cabida de sobra para albergar cómodamente a sus numerosos habitantes, incluso a más gente. Por otra parte, la Novena Caverna contaba con individuos expertos en áreas muy diversas y tenían mucho que ofrecer. Por consiguiente, disfrutaban de un gran prestigio entre los zelandonii. Muchos deseaban incorporarse a la caverna, pero esta sólo podía admitir a una cantidad determinada, y sus miembros tendían a ser selectivos, eligiendo a aquellos que reforzaban su estatus, si bien una vez alguien nacía entre ellos o era aceptado, rara vez lo expulsaban.
Todos aquellos que no habían acudido a la Reunión de Verano, y estaban capacitados, salieron a contemplar la llegada de los viajeros, muchos de ellos boquiabiertos. Nunca habían visto a su donier en el asiento tirado por el caballo de Ayla. Esta se detuvo para que la Zelandoni se apeara de la angarilla, cosa que ella hizo con serena dignidad. La Primera vio a una mujer de mediana edad, Stelona, a quien consideraba ecuánime y responsable, y que se había quedado en la Novena Caverna para cuidar de su madre enferma.
—Estábamos de visita en la Quinta Caverna y hubo un fuerte terremoto. ¿Vosotros lo notasteis aquí, Stelona? —preguntó la Primera.
—Sí, y la gente se llevó un buen susto, aunque no pasó nada grave. Cayeron unas cuantas piedras, pero casi todas en la zona de reunión, no aquí. Nadie resultó herido —informó Stelona, adelantándose a la siguiente pregunta de la Zelandoni.
—Me alegro. La Quinta Caverna no tuvo tanta suerte. Un niño sufrió una herida mortal al caerle una piedra en la cabeza. Lamentablemente no hay esperanzas de recuperación. Puede que esté ya caminando en el otro mundo —dijo la donier.
—¿Habéis tenido noticias de las otras cavernas cercanas, Stelona? ¿La Tercera? ¿La Undécima? ¿La Decimocuarta? —quiso saber la Primera.
—Sólo por el humo de sus fogatas de señales, informándonos de que seguían allí y no necesitaban ayuda inmediata —respondió Stelona.
—Bien, aun así creo que iré a comprobar los daños que han sufrido, si es que los ha habido —dijo la donier, y se volvió hacia Ayla y Jondalar—. ¿Queréis venir? ¿Y traer quizá a los caballos? Podrían ser útiles si alguien necesita ayuda.
—¿Hoy? —preguntó Jondalar.
—No, pensaba visitar a nuestros vecinos mañana a primera hora.
—Te acompañaré encantada —se ofreció Ayla.
—Claro, yo también —añadió Jondalar.
Ayla y Jondalar descargaron la parihuela de Corredor, dejando en ella sólo sus propias cosas, y colocaron los demás bultos en el saliente frente a la zona de vivienda; luego se llevaron a los caballos tirando de la angarilla casi vacía hasta dejar atrás la parte del refugio ocupada por la mayoría de la gente. Ellos vivían en el otro extremo del espacio habitado, si bien la cornisa de piedra protegía una sección mucho más amplia, que en su mayor parte se utilizaba sólo de vez en cuando, excepto los lugares habilitados para los caballos. Al recorrer la zona delantera del enorme refugio, no pudieron por menos de advertir la presencia de algunos fragmentos de roca recién caídos, pero ninguno demasiado grande, nada como los trozos que a veces se desprendían por sí solos sin razón conocida.