La tierra de las cuevas pintadas (51 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Después de comer, Ayla envolvió a la niña y se la colocó firmemente a la espalda. Cada uno encendió un candil y entraron en la cueva, la Zelandoni en cabeza y Lobo cerrando la marcha. Jondalar se acordó de que la cueva de la izquierda le había parecido extraordinariamente larga —serpenteaba en la piedra hasta una profundidad de más de trescientos metros— y de que el principio de la fisura era bastante accesible, sin nada digno de mención. Sólo unas cuantas marcas en las paredes cerca de la entrada indicaban que alguien había estado allí antes.

—¿Por qué no usas tus trinos de ave para hablar con la Madre, Ayla? —propuso la Primera.

Ayla había oído el tarareo de la mujer, no muy alto pero sí melódico, y no esperaba esa propuesta.

—Si tú quieres —contestó, e inició una serie de reclamos, aquellos que consideró los sonidos vespertinos más suaves.

A unos ciento cincuenta metros de la entrada, a mitad de camino, la cueva se estrechaba y los sonidos resonaban de una manera distinta. Era allí donde empezaban los dibujos. En adelante, imágenes de todo tipo cubrían las paredes. Las dos paredes del sinuoso pasadizo subterráneo contenían innumerables grabados entremezclados, a menudo indistinguiblemente superpuestos y enmarañados. Algunos se hallaban aislados y muchos de los que podían interpretarse estaban muy bien ejecutados. Quienes más frecuentaban la cueva eran mujeres adultas; por consiguiente, eran ellas las autoras de los grabados mejor acabados y más pulidos.

Predominaban los caballos, representados en posiciones de descanso y en animado movimiento, incluso al galope. También destacaban los bisontes, pero había otros muchos animales: renos, mamuts, íbices, osos, felinos, asnos salvajes, ciervos, rinocerontes lanudos, lobos, zorros y al menos un antílope saiga; en total, centenares de grabados. Algunos eran muy poco comunes: como el mamut que tenía la trompa enroscada hacia arriba; una extraordinaria cabeza de león, en la que se había aprovechado una piedra incrustada en la pared para representar el ojo; un reno agachado para beber que destacaba por su belleza y realismo, al igual que otros dos renos, uno frente al otro. Las paredes eran frágiles y no se prestaban bien a la pintura, pero era fácil trazar marcas y grabar, incluso con los dedos.

También había muchas figuras humanas parciales —incluidos rostros, manos y siluetas diversas—, pero siempre distorsionadas, nunca tan nítida y hermosamente dibujadas como los animales; ese era el caso de la figura sentada, vista de perfil, con unos miembros desproporcionadamente grandes. Muchos grabados estaban incompletos y enterrados bajo una red de líneas, diversos símbolos geométricos, signos tectiformes y marcas y garabatos indefinidos que podían interpretarse de muy diversas maneras, a veces según el ángulo de la luz que los iluminaba. En un principio, las cuevas se formaron por el paso de ríos subterráneos, y al final de la galería había aún una zona kárstica de formación activa.

Lobo se adelantó en una de las partes más inaccesibles de la cueva. Volvió con algo en la boca y lo dejó a los pies de Ayla.

—¿Qué es esto? —preguntó ella al agacharse a recogerlo. Los tres alumbraron el objeto con sus candiles—. ¡Zelandoni, esto parece un trozo de cráneo! —exclamó Ayla—. Y aquí hay otro, parte de una mandíbula. Es pequeño. Puede que fuera de una mujer. ¿Dónde los habrá encontrado?

La Zelandoni los cogió y los sostuvo a la luz del candil.

—Es posible que aquí haya tenido lugar un enterramiento en tiempos lejanos. Esto es una zona poblada desde hace mucho. —Vio que Jondalar se estremecía involuntariamente. Prefería dejar las cosas del mundo de los espíritus a los zelandonia, y ella lo sabía.

Jondalar había colaborado en los enterramientos cuando se lo había pedido, pero detestaba esa obligación. Normalmente, cuando los hombres regresaban de cavar fosas, o de otras actividades que los acercaban peligrosamente al mundo de los espíritus, iban a restregarse y purificarse a la cueva llamada el Sitio de los Hombres, que se hallaba en una elevación del terreno frente a la Tercera Caverna, en la otra orilla del Río de la Hierba. Tampoco se prohibía a las mujeres el acceso al Sitio de los Hombres, pero allí, al igual que en los alojamientos alejados, se llevaban a cabo sobre todo actividades masculinas, y pocas mujeres, aparte de las zelandonia, iban a esa cueva.

—El espíritu ha abandonado hace mucho tiempo estos restos —declaró ella—. El elán encontró su camino al mundo de los espíritus hace tanto que sólo quedan fragmentos de hueso. Puede que haya más.

—¿Tienes idea de por qué se enterró aquí a alguien, Zelandoni? —preguntó Jondalar.

—No acostumbramos a hacerlo, pero seguro que esta persona fue depositada en este lugar sagrado por alguna razón. No sé por qué la Madre ha decidido permitir que el lobo nos muestre los restos, pero volveré a dejarlos más adelante. Creo que es mejor devolvérselos a la Madre.

La Que Era la Primera se adentró en la tortuosa oscuridad de la cueva. Observaron avanzar la llama frente a ellos hasta desaparecer. No mucho después asomó de nuevo, y pronto vieron regresar a la mujer.

—Creo que ha llegado el momento de volver —anunció.

Ayla se alegró de salir de la gruta. Las cuevas, además de oscuras, siempre eran húmedas y frías en cuanto se dejaba atrás la entrada, y en aquella en particular se percibía una sensación de encierro, pero tal vez fuera porque ella ya estaba cansada de cuevas. Sólo quería volver a su casa.

Cuando llegaron a la Novena Caverna, descubrieron que había llegado más gente de la Reunión de Verano, aunque algunos planeaban volver a marcharse pronto. Los había acompañado un joven que sonreía tímidamente a una mujer sentada junto a él. Tenía el cabello castaño claro y los ojos grises. Ayla reconoció a Matagan, el joven de la Quinta Caverna al que un rinoceronte lanudo había corneado en la pierna el año anterior.

Ayla y Jondalar volvían de su período de aislamiento después de su ceremonia matrimonial cuando vieron a varios jóvenes —en realidad muchachos inexpertos— que acosaban a un rinoceronte adulto enorme. Los jóvenes compartían uno de los alojamientos alejados de solteros, algunos por primera vez, y estaban envanecidos, seguros de que vivirían eternamente. Cuando vieron al rinoceronte lanudo, decidieron cazarlo ellos solos, sin ir a buscar a un cazador mayor y más experto. Sólo pensaban en los elogios y la gloria que recibirían cuando la gente de la Reunión de Verano viera su pieza.

Eran ciertamente muy jóvenes, algunos apenas habían alcanzado el rango de cazador, y sólo uno de ellos había visto a cazadores acosar a un rinoceronte, aunque todos conocían la técnica de oídas. Ignoraban lo engañosamente rápida que podía ser esa criatura, o lo importante que era concentrarse, sin desviar la atención ni un solo instante. Y ese fue el problema. El rinoceronte había dado señales de cansancio, y el muchacho no había observado con la debida atención al animal. Cuando el rinoceronte embistió a Matagan, este no se movió con la celeridad necesaria. Recibió una tremenda cornada en la pierna derecha por debajo de la rodilla. La herida era grave, quedando la parte inferior de la pierna visiblemente torcida hacia atrás y los huesos astillados asomando por la herida en medio de una profusa hemorragia. Muy posiblemente habría muerto si Ayla no hubiese estado allí por casualidad y sabido, gracias a su adiestramiento en el clan, cómo reparar una pierna rota y restañar una hemorragia.

Una vez salvada su vida, el mayor temor era que quizá no pudiese volver a andar con esa pierna. Sin embargo consiguió caminar, pero con una lesión permanente y cierto grado de parálisis. Disfrutaba de movilidad considerable, si bien su capacidad para agacharse o acechar a un animal se vio muy mermada; lo cierto era que nunca llegaría a ser un buen cazador. Poco después se iniciaron las conversaciones sobre la posibilidad de que fuera aprendiz de Jondalar en la talla de pedernal. La madre del muchacho y el compañero de esta, además de Kemordan, el jefe de la Quinta Caverna, Joharran, Jondalar y Ayla, ya que el chico se quedaría a vivir con ellos, finalmente lo acordaron todo en la Reunión de Verano antes de marcharse. Ayla sentía simpatía por Matagan y aprobó el proyecto. El muchacho necesitaba un oficio que le proporcionara respeto y prestigio, y ella recordó lo mucho que Jondalar había disfrutado, durante su viaje, enseñando su oficio a cualquiera dispuesto a aprender, sobre todo a los más jóvenes.

Pero Ayla tenía la esperanza de disfrutar de un día o dos de descanso y paz sola en su casa. Respiró hondo en silencio y se acercó para saludar a Matagan. Él sonrió cuando la vio llegar y se apresuró a ponerse en pie con cierta dificultad.

—Saludos, Matagan —dijo, tendiendo las dos manos hacia las de él—. En nombre de la Gran Madre Tierra, bienvenido seas. —Lo examinó atentamente a su manera indirecta, advirtiendo que se le veía bastante alto para su edad pese a ser aún joven y no haber alcanzado toda su estatura. Esperaba que su pierna lisiada continuara creciendo a la par que la pierna ilesa. Era imposible adivinar la altura que alcanzaría, pero la cojera se agravaría si las piernas eran de longitudes distintas.

—En nombre de Doni, yo te saludo, Ayla —contestó él, que era el saludo cortés que le habían enseñado a usar.

Jonayla, sujeta a la espalda de su madre con la manta de acarreo, se revolvió para ver con quién hablaba.

—Creo que Jonayla también quiere saludarte —dijo Ayla, aflojando la manta y deslizándosela al frente. La pequeña miró al muchacho con los ojos muy abiertos y de pronto sonrió y tendió los brazos hacia él. Ayla se sorprendió.

Él le devolvió la sonrisa.

—¿Puedo cogerla? Sé hacerlo. Tengo una hermana un poco mayor que ella —explicó Matagan.

«Y probablemente ya añora su casa y a la pequeña», pensó Ayla, a la vez que le entregaba a Jonayla. Era evidente que Matagan sostenía a la niña con soltura.

—¿Tienes muchos hermanos? —preguntó Ayla.

—Digamos que sí. Ella es la más pequeña. Yo soy el mayor, y hay cuatro en medio, incluidos dos nacidos juntos —contestó.

—Debías de ser una gran ayuda para tu madre. Te echará de menos. ¿Cuántos años cuentas? —quiso saber Ayla.

—Trece —respondió él.

El chico volvió a notar el peculiar acento de Ayla. La primera vez que oyó hablar a la forastera, el año anterior, le había parecido muy extraño, pero a lo largo de toda su convalecencia —y sobre todo poco después del accidente, cuando despertaba y sentía un dolor muy intenso— acabó deseando oír ese acento porque invariablemente llegaba acompañado de cierto alivio. Y aunque otros zelandonia también iban a verlo, ella lo visitaba con regularidad, se quedaba a hablar con él y le arreglaba el lecho para que estuviera más cómodo, además de administrarle sus medicinas.

—Y alcanzaste la virilidad y celebraste los ritos el verano pasado —dijo una voz detrás de Ayla. Era Jondalar, que había oído la conversación mientras se acercaba a ellos. La manera de vestir de Matagan, las figuras cosidas a su ropa y las cuentas y joyas que lucía, indicaban que el joven era considerado un hombre en la Quinta Caverna de los zelandonii.

—Sí, el verano pasado en la reunión —respondió Matagan—. Antes de la cornada.

—Ahora que eres hombre, ya es hora de que aprendas un oficio. ¿Tienes experiencia en la talla de pedernal?

—Un poco. Sé hacer una punta de lanza y un cuchillo, o volver a dar forma a uno roto. No son los mejores, pero sirven —respondió el muchacho.

—Quizá la pregunta que debería hacerte es si te gusta trabajar el pedernal —precisó Jondalar.

—Me gusta cuando me sale bien. A veces no me sale.

Jondalar sonrió.

—Ni siquiera a mí me sale siempre bien —aseguró—. ¿Has comido?

—Hace un momento —contestó Matagan.

—Pues nosotros todavía no —dijo Jondalar—. Acabamos de regresar de un corto viaje para ver si nuestros vecinos habían sufrido daños materiales o personales debido al terremoto. Ya sabes que Ayla es acólita de la Primera, ¿no?

—Creo que todo el mundo lo sabe —respondió él, moviendo a Jonayla para apoyársela en el hombro.

—¿Notaste el terremoto? —preguntó Ayla—. ¿Se hizo daño alguno de los que viajaban contigo?

—Sí, lo notamos. Unos cuantos se cayeron al suelo, pero en realidad nadie se hizo daño —explicó Matagan—. Aunque creo que todo el mundo se asustó, o al menos yo, eso desde luego.

—No sé de nadie que no tenga miedo durante un terremoto. Vamos a comer algo y luego te enseñaremos dónde puedes alojarte. Todavía no hemos preparado nada especial, pero ya lo arreglaremos después —dijo Jondalar mientras se encaminaban hacia el otro lado del refugio, donde estaba reunida la gente.

Ayla tendió los brazos hacia Jonayla.

—Puedo tenerla mientras vais a comer —se ofreció Matagan—. Si ella me deja.

—A ver qué le parece —dijo Ayla, volviéndose hacia la fogata en torno a la que se había servido la comida. De pronto apareció Lobo. Se había detenido a beber agua cuando llegaron a la Novena Caverna, y luego se encontró con que alguien le había puesto comida en su cuenco. Matagan, sorprendido, abrió mucho los ojos, pero ya había visto antes al lobo y no pareció asustarse demasiado. Ayla había presentado al lobo a Matagan el año anterior mientras cuidaba de él, y el animal olfateó al joven que tenía en brazos a la pequeña de su manada y reconoció su olor. Cuando el muchacho se sentó, el lobo se acomodó a su lado. Jonayla parecía a gusto con la situación.

Cuando acabaron de comer, ya oscurecía. Siempre había unas cuantas teas preparadas cerca de la hoguera principal donde el grupo solía reunirse, y Jondalar cogió una y la encendió. Todos llevaban equipo de viaje, morrales, pieles de dormir enrolladas, tiendas. Jondalar ayudó a Ayla con parte de sus cosas, mientras ella llevaba a la niña, y al parecer Matagan era capaz de acarrear las suyas, incluido el robusto cayado del que a veces se valía para caminar. Aparentemente no lo necesitaba siempre. Ayla sospechaba que lo había usado en la larga caminata desde Vista del Sol, el lugar de la Reunión de Verano, hasta la Novena Caverna, pero probablemente se las arreglaba bastante bien en distancias más cortas.

Cuando llegaron a su morada, Jondalar entró primero para alumbrar el camino y mantener abierta la cortina de la entrada. Matagan lo siguió y por último pasó Ayla.

—¿Por qué no pones de momento tus pieles de dormir aquí en la habitación principal, cerca del fuego? Mañana ya buscaremos algo mejor —propuso Jondalar, preguntándose de pronto cuánto tiempo viviría Matagan con ellos.

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