Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
Cuando llegaron a la gran piedra lisa cerca del borde de la entrada delantera en la que Joharran y otros a veces se colocaban cuando deseaban dirigir la palabra a un grupo, Ayla se preguntó cuándo habría caído y cuál habría sido la causa de su desprendimiento. ¿Se habría debido a un terremoto o habría caído por sí sola? De pronto los refugios de piedra que tanta protección parecían ofrecer no daban ya la misma sensación de seguridad.
Cuando empezaron a tirar de los caballos bajo la cornisa hacia su espacio, Ayla se preguntó si los animales se plantarían y se negarían a avanzar como la noche anterior. Pero estaban familiarizados con el lugar y al parecer no percibieron peligro alguno. Entraron directamente, ante lo que ella experimentó un inmenso alivio. En realidad no existía protección cuando a la tierra le daba por temblar, ni dentro ni fuera, pero si los caballos volvían a prevenirla, preferiría estar en el exterior.
Desengancharon las angarillas y las dejaron en su sitio; luego llevaron a los caballos a los corrales que les habían construido. No los dejaban encerrados. Aquellas estructuras bajo la cornisa eran para comodidad de los animales, que podían entrar y salir a su antojo en cualquier momento. Ayla les llevó agua del arroyo alimentado por un manantial que separaba la Novena Caverna de Río Abajo, y la echó en sus bebederos, pese a que los caballos podían ir a buscarla fácilmente por sí solos al arroyo. Quería asegurarse de que tenían agua a su disposición durante la noche, sobre todo la potranca.
Únicamente durante el celo de primavera imponían limitaciones a los caballos. No sólo privaban de libertad a los animales cerrando la valla y amarrándolos a postes con sus cabestros, sino que además Ayla y Jondalar solían dormir muy cerca para ahuyentar a los sementales que se sentían atraídos por la yegua. Ayla temía que algún semental capturase a Whinney y se la llevara con su manada, y Jondalar no quería que Corredor se marchara y resultara herido en una pelea con otros sementales en un esfuerzo por montar a las tentadoras hembras. Incluso había que mantenerlo apartado de su madre, cuyo olor de apareo percibía tan abrumadoramente cerca. Era un momento difícil para todos.
Algunos cazadores aprovechaban el atractivo aroma de Whinney, que podía ser detectado por los machos a dos kilómetros de distancia, y mataban a algunos caballos salvajes. Pero no lo hacían a la vista de Ayla y desde luego no se lo mencionaban. Ella conocía esa práctica y en realidad no los culpaba. Personalmente no le gustaba la carne de caballo, y prefería no comerla, pero sabía que la mayoría de la gente la encontraba sabrosa. Mientras no fueran a por sus caballos, ella no se oponía a que los demás cazaran a esos animales. Eran una fuente de alimentación valiosa.
Regresaron a su propia morada y descargaron sus pertenencias. Aunque no habían pasado mucho tiempo fuera, ni siquiera tanto como durante una Reunión de Verano, Ayla se alegraba de estar de vuelta. Con la visita a otras cavernas y lugares sagrados en el camino, tenía la sensación de haberse ausentado más tiempo que otras veces, y se sentía cansada por el esfuerzo. El terremoto había sido especialmente agotador. Se estremeció sólo de recordarlo.
Jonayla estaba inquieta desde hacía un rato, así que llevó a la niña al cambiador situado frente a la morada; luego entró y se acomodó para amamantarla, contenta de verse allí. La estructura tenía las paredes de paneles de cuero sin curtir, pero no techo, al menos no un techo construido. Al alzar la vista, veía la cara inferior del saliente de roca natural del refugio. Le llegó el olor de algún guiso, y sabía que compartirían una comida con algún miembro de su comunidad, y después podría meterse bajo las pieles de dormir y acurrucarse entre Jondalar y Jonayla, con Lobo un poco más allá. Se alegraba de estar otra vez en casa.
—Hay una cueva sagrada cerca de aquí que en realidad no has explorado, Ayla —dijo la Zelandoni mientras compartían la comida de la mañana al día siguiente—. La que llamamos «Sitio de las Mujeres», en la otra orilla del Río de la Hierba.
—Pero si ya he estado en el Sitio de las Mujeres —repuso Ayla.
—Sí, has estado, pero ¿hasta dónde has llegado? Hay mucho que aún no has visto. Queda de camino a Roca de la Cabeza de Caballo y Hogar del Patriarca. Creo que deberíamos hacer un alto en el camino de vuelta.
A Ayla le fascinaban las visitas a las cuevas sagradas, pero eran agotadoras, y había visto ya tantas recientemente que estaba saturada. Era demasiado para asimilarlo todo de golpe. Necesitaba un poco de tiempo para pensar en lo que había visto, pero no se atrevía a rechazar la propuesta de la Zelandoni, como tampoco podía negarse a acompañarla cuando fuera a visitar las otras cavernas de la región para comprobar cómo habían sobrellevado el terremoto. Ella también quería saberlo, pero estaba cansada de viajar y no le habría importado reposar un día o dos.
El terremoto se había dejado sentir en la Tercera, la Undécima y la Decimocuarta cavernas, sus vecinas más cercanas, así como en Hogar del Patriarca, la Segunda Caverna, y Roca de la Cabeza de Caballo, la Séptima, causando daños escasos, si es que se habían interpretado bien las señales de humo de las fogatas, pero la Primera quería visitar también las cavernas situadas un poco más lejos sólo para mayor seguridad. Unas cuantas personas de las cavernas cercanas tenían magulladuras a causa de la caída de piedras, y un precioso candil tallado en arenisca había quedado hecho añicos. La donier quiso cerciorarse de que las heridas sufridas no eran realmente graves. Tuvo la sensación de que en esta zona el terremoto se había dejado sentir menos que en Valle Viejo y se preguntó si al norte se habría notado más.
De camino a Roca de la Cabeza de Caballo, se detuvieron en un par de hogares de cavernas menores próximas al Pequeño Río de la Hierba, constituidas por jóvenes que empezaban a resentirse de la falta de espacio. Varios refugios y cuevas de la región estaban habitados, al menos parte del año, y la gente había empezado a llamar a esa zona Hogar Nuevo. Se hallaban todos vacíos, incluso el más poblado, que se conocía como Monte del Oso. La Zelandoni explicó que los jóvenes que vivían allí se consideraban aún parte de la caverna de sus familias y viajaban con ellas a la Reunión de Verano. Aquellos que no iban se juntaban con los que también se quedaban de su caverna de origen. Aunque no vieron a nadie, al ir por allí Jondalar y la Zelandoni pudieron enseñarle a Ayla el «camino de vuelta» a Roca de la Cabeza de Caballo y el Hogar del Patriarca, así como el Valle Dulce, las tierras bajas fértiles y húmedas entre ambas cavernas.
Después de pasar por Monte del Oso, cruzaron el Pequeño Río de la Hierba —en esa época del año el río bajaba muy seco y era fácil atravesarlo, sobre todo allí donde se ensanchaba— y se encaminaron hacia el Valle Dulce y Roca de la Cabeza de Caballo, la Séptima Caverna de los zelandonii. La mayoría de los miembros de la Segunda Caverna que se habían quedado estaban con los de la Séptima; aun así, unos cuantos seguían allí, y acogieron a los visitantes con entusiasmo, en parte porque los enfermos o debilitados se alegraban de la presencia de las doniers, pero sobre todo porque era una interrupción en el tedio de ver siempre al mismo puñado de personas. Los zelandonii eran un pueblo sociable, habituado a convivir con más personas, y en su mayoría, incluso si eran incapaces de ir a la Reunión de Verano, echaban de menos la emoción del encuentro. Como la gente estaba aún en la Reunión de Verano, o realizando alguna que otra actividad veraniega —como cazar, pescar, recolectar, explorar o ir de visita—, resultaba un poco extraño presentarse en las cavernas cuando se hallaban casi vacías.
Todos habían percibido el terremoto, pero nadie había resultado herido, aunque algunos seguían un poco nerviosos y deseaban que la Primera los tranquilizara. Ayla observó cómo los reconfortaba con sus palabras, pese a no decir en realidad nada concreto, y de todos modos no habría podido hacer nada para prevenir el movimiento natural de la tierra. Era su manera de hablar, su aplomo, su postura, pensó la joven. La Zelandoni la hacía sentir mejor incluso a ella. Se quedaron allí a pasar la noche; la gente había empezado a prepararles un lugar para dormir y comida para un pequeño banquete en cuanto llegaron. Habría sido descortés, por no decir grosero, marcharse antes.
Al día siguiente, en el camino de vuelta, la Zelandoni quiso pasar por un lugar que habían circundado a la ida. Volvieron a superar la elevación del terreno, en dirección al Pequeño Río de la Hierba, pero hacia una comunidad situada más arriba, en el borde del promontorio llamado Atalaya. Era un nombre adecuado. Se trataba de una zona poblada en torno a afloramientos de roca, que ofrecían cierta protección de las inclemencias del tiempo, y en ese momento se hallaba desocupada. Pero desde un otero cercano veían a lo lejos en muchas direcciones, especialmente hacia el oeste.
Ayla se sintió intranquila en cuanto se acercaron al lugar. No supo por qué, pero tenía una extraña sensación en medio de la espalda. De haber sido por ella, se habrían marchado de allí en el acto. En cuanto descabalgó, Lobo se le acercó, se frotó contra su pierna y gimió. Tampoco a él le gustaba ese lugar, pero los caballos no parecieron alterarse. Era un día de verano como cualquier otro, con un sol cálido y la hierba verde en la ladera, y desde allí se disfrutaba de una vista magnífica del paisaje. No veía ni detectaba nada que pudiera explicar su malestar, y no sabía si decir algo al respecto.
—¿Quieres parar a descansar y comer aquí, Zelandoni? —preguntó Jondalar.
—No veo ninguna razón para quedarnos aquí —contestó la mujer, encaminándose hacia la angarilla—, y menos si pensamos parar en el Sitio de las Mujeres. Y si no tardamos mucho, aquello está relativamente cerca de la Novena Caverna y quizá podamos llegar a casa antes del anochecer.
Ayla no lamentó que la Zelandoni decidiese continuar y se alegró de que la Primera hubiese deseado enseñarle las profundidades sagradas del Sitio de las Mujeres. Descendieron por el lado oeste de la elevación hasta el Pequeño Río de la Hierba, que vadearon ya cerca de su confluencia con el Río de la Hierba. Un poco más allá había un pequeño valle en forma de U delimitado por altos precipicios de piedra caliza que descendía hacia el Río de la Hierba y seguía más allá; era el valle verde que daba su nombre a aquel cauce: Río de la Hierba.
La exuberante hierba de la pequeña pradera atraía a muchos pacedores, pero las altas paredes circundantes se atenuaban hasta formar, al cabo de unos cien metros, pendientes por las que era fácil subir, en particular para los animales con cascos, por lo que no era un lugar del todo adecuado para colocar una trampa en una cacería sin una considerable construcción de cercas y corrales. Dicha obra se había iniciado en otro tiempo, sin llegar a completarse jamás. Sólo quedaba de ese esfuerzo parte de la cerca podrida.
La zona se conocía como Sitio de las Mujeres. No se prohibía el acceso a los hombres, pero como básicamente lo empleaban las mujeres, pocos hombres la visitaban excepto los zelandonia. Ayla se había detenido allí antes, pero normalmente para entregar un mensaje, o para acompañar a alguien que iba de camino a otra parte. Nunca había tenido ocasión de quedarse mucho tiempo. Por lo general, procedía de la Novena Caverna y sabía que, al llegar al pequeño prado con el Río de la Hierba a sus espaldas, en la pared de la derecha se veía una pequeña cueva, refugio temporal y en algún momento lugar de almacenaje. Otra gruta pequeña penetraba en la misma pared de piedra caliza poco más allá del recodo por donde se accedía al valle cerrado.
Mucho más importantes eran otras dos cuevas: estrechas y sinuosas fisuras abiertas en un pequeño refugio de piedra situado al fondo del prado, un poco por encima del llano de aluvión. Esas cuevas al final del valle habían sido uno de los motivos de la reticencia a convertir aquel espacio en lugar de caza, aunque por sí solas no habrían tenido la menor importancia si el valle fuera realmente idóneo para ese fin. El primer pasadizo, a la derecha, se adentraba en la pared de piedra caliza y retrocedía hacia el lugar de donde ellos venían, hasta terminar en una salida pequeña y estrecha no muy lejos de la primera cueva de la pared derecha. Aunque contenía muchos grabados en las paredes, la cueva y el refugio de piedra donde esta tenía su entrada se empleaban principalmente como alojamiento cuando se visitaba la otra cueva.
No había nadie cuando Ayla, Jondalar y la Zelandoni llegaron. La mayoría de las personas no habían vuelto aún de sus actividades veraniegas, y las pocas que se habían quedado en sus espacios de vivienda no tenían razón alguna para ir de visita. Jondalar desenganchó la angarilla de los caballos para darles un descanso. Las mujeres que iban allí mantenían el lugar limpio y en orden, pero recibía muchas visitas y se veía muy usado. Además, un sitio para mujeres era inevitablemente también para niños. En su anterior visita, Ayla había percibido claramente indicios de las actividades de la vida cotidiana. Se veían por allí cuencos y cajas de madera, cestos tejidos, juguetes, ropa, armazones y postes para secar o confeccionar cosas. Objetos de madera, hueso, asta o pedernal a veces se perdían o rompían, o se los llevaban los niños y acababan apartados o abandonados en la cueva, sin que nadie los viera en la oscuridad. Se cocinaba, se amontonaba basura y, sobre todo en los días de mal tiempo, se hacían las necesidades dentro de la cueva, pero, según supo Ayla, sólo en la cueva de la derecha.
Algunas cosas seguían allí. Ayla encontró un tronco con una concavidad que obviamente se había empleado para contener líquido, pero decidió usar sus propios utensilios para preparar una infusión y sopa. Reunió leña y, aprovechando una depresión negra ya existente llena de carbón, encendió una fogata y añadió piedras de cocinar para calentar el agua. Ocupantes anteriores habían arrastrado troncos y trozos de piedra caliza hasta cerca del fuego y la Zelandoni llevó los cojines rellenos de la parihuela y los colocó alrededor para que los asientos fuesen más cómodos. Ayla dio de mamar a Jonayla y luego la dejó en el suelo sobre su manta para comer ella y contempló a la niña mientras se quedaba dormida.
—¿Tú quieres venir, Jondalar? —preguntó la Zelandoni cuando terminaron—. Probablemente no la has visto desde que eras niño y dejaste tu marca dentro.
—Sí, me parece que os acompañaré —contestó.
Casi todo el mundo dejaba una marca en las paredes de esa cueva en algún momento, en ciertos casos más de una, aunque los varones de la comunidad normalmente eran niños o adolescentes jóvenes cuando realizaban las suyas. Jondalar recordaba la primera vez que entró solo. Era una cueva sencilla, sin múltiples pasadizos donde perderse, y se permitía a los niños campar a su aire. Por lo general, entraban solos o como mucho de dos en dos para trazar sus propias marcas particulares, silbando o tarareando o cantando hasta que las paredes parecían responder. Las marcas y los grabados no simbolizaban ni representaban nombres; eran la manera en que las personas hablaban a la Gran Madre Tierra de sí mismos, cómo se definían ante ella. A menudo sólo dibujaban líneas con los dedos. Con eso bastaba.