La tierra de las cuevas pintadas (27 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Pasaron junto a un grupo de personas que había plantado su campamento en el límite de la amplia zona comunal, y Ayla creyó reconocer a algunas de ellas.

—Jondalar, ¿esos no son los fabuladores ambulantes? —preguntó—. No sabía que vinieran a nuestra Reunión de Verano.

—Yo tampoco lo sabía. Vamos a saludarlos.

Se encaminaron apresuradamente hacia allí.

—¡Galliadal, cuánto me alegro de verte! —exclamó Jondalar cuando se acercaron.

Un hombre se volvió y sonrió.

—¡Jondalar! ¡Ayla! —saludó, aproximándose con las dos manos abiertas hacia ellos. Estrechó las de Jondalar—. En nombre de la Gran Madre Tierra, yo te saludo.

El hombre era casi tan alto como Jondalar, un poco mayor y, a diferencia de este, muy moreno. Jondalar tenía el pelo de un color amarillo claro; el de Galliadal era castaño oscuro, con mechones desteñidos, y un tanto ralo en la coronilla. Sus ojos azules no eran tan llamativos como los de Jondalar, pero con su tez morena ofrecían un contraste inquietante. «No tiene la piel marrón como la de Ranec», pensó Ayla. «Es más bien como si hubiera pasado mucho tiempo al sol, pero no creo que se le aclare mucho en invierno.»

—En nombre de Doni, bienvenido seas a nuestra Reunión de Verano, Galliadal, y bienvenida sea el resto de tu Caverna Ambulante —contestó Jondalar—. No sabía que estabas aquí. ¿Cuándo has llegado?

—Hoy antes del mediodía, pero hemos compartido una comida con la Segunda Caverna antes de plantar el campamento. La compañera del jefe es una pariente lejana mía. Ni siquiera sabía que tenía dos niños nacidos juntos.

—¿Eres familia de Beladora? Kimeran y yo somos de la misma edad: realizamos los ritos de virilidad juntos —explicó Jondalar—. Yo era el más alto y me sentía desplazado, hasta que llegó Kimeran. No sabes cuánto me alegré de verlo.

—Entiendo cómo te sentías, y tú eres aún más alto que yo. —Galliadal dirigió su atención a Ayla—. Yo te saludo —dijo, cogiéndole las manos extendidas.

—En nombre de la Gran Madre de todos, bienvenido seas —contestó Ayla.

—¿Y quién es esta preciosidad? —preguntó el visitante, sonriendo a la pequeña.

—Jonayla —respondió ella.

—¡Jon-Ayla! Tu hija, con los ojos de Jondalar: es un buen nombre —afirmó Galliadal—. Espero que vengáis esta noche. Tengo un relato especial para ti.

—¿Para mí? —exclamó Ayla, sorprendida.

—Sí. Trata de una mujer que posee un don especial con los animales. Ha gustado mucho allí por donde hemos pasado —dijo Galliadal con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Te has encontrado con alguien que entiende a los animales? Me gustaría conocerla —comentó Ayla.

—Ya la conoces.

—Pero la única persona así que conozco soy yo —dijo Ayla, y se sonrojó al caer en la cuenta.

—¡Exacto! No podía dejar pasar un relato tan bueno, pero no le he dado tu nombre, y he cambiado también otros detalles. Muchos me preguntan si tú eres la protagonista del relato, pero nunca lo digo. Así es más interesante. Lo contaré cuando hayamos reunido público suficiente. Venid a escucharlo.

—Allí estaremos —afirmó Jondalar. Llevaba un rato observando a Ayla, y adivinó por su expresión que no le hacía mucha gracia que un fabulador inventara relatos sobre ella y los contara a todas las cavernas. Sabía de más de uno que se sentiría halagado por tal atención, pero dudaba mucho que ese fuera el caso de Ayla. Ya recibía más atención de la que deseaba, pero Galliadal no tenía culpa de nada. Él era un fabulador y la historia de Ayla era interesante.

—También trata de ti, Jondalar. No podía excluirte —añadió el fabulador, guiñándole el ojo—. Tú eres el que se ha ido de viaje durante cinco años y ha vuelto con ella.

Al oírlo, Jondalar sintió rechazo; no era la primera vez que se contaban historias sobre él, y no siempre se habían difundido las que él quería. Pero mejor no quejarse ni concederle mayor importancia: eso sólo serviría para añadir más leña al fuego. A los fabuladores les gustaba contar relatos sobre individuos muy conocidos, y a la gente le complacía oírlos. Unas veces empleaban nombres reales y otras, sobre todo si querían adornar la historia, los inventaban para que la gente tuviera que adivinar quiénes eran los protagonistas. Jondalar se crio oyendo esa clase de relatos, y también a él le encantaban, pero prefería las Historias y Leyendas de los Ancianos sobre los zelandonii. Había oído muchos relatos acerca de su madre cuando era jefa de la Novena Caverna, y la historia sobre el gran amor de Marthona y Dalanar se había contado tantas veces que casi era ya una leyenda.

Ayla y Jondalar se quedaron conversando con él un rato y luego se encaminaron hacia el campamento de la Tercera Caverna, deteniéndose de vez en cuando por el camino para hablar con conocidos. Conforme declinaba la tarde, la oscuridad era cada vez mayor. Ayla se detuvo un momento para mirar el cielo. Había luna nueva, y sin su resplandor para atenuar el brillo de las estrellas, estas llenaban el cielo nocturno en tal cantidad que infundían respeto.

—El cielo está tan… lleno… no sé cuál es la palabra exacta —dijo Ayla, impacientándose un poco consigo misma—. Es hermoso, pero es más que eso. Viéndolo me siento pequeña, pero a la vez, en cierto modo, me produce una sensación agradable. Es más grande que nosotros, más grande que todo.

—Cuando las estrellas brillan así, es un espectáculo prodigioso —observó Jondalar.

Si bien las radiantes estrellas no proporcionaban tanta claridad como una luna llena, sí iluminaban casi lo suficiente para ver por dónde iban. Pero el sinfín de estrellas no era la única fuente de luz. Se habían encendido grandes hogueras en todos los campamentos, y colocado antorchas y candiles en los caminos entre dichos campamentos.

Cuando llegaron al de la Tercera Caverna, Proleva estaba allí con su hermana, Levela, y su madre, Velima. Todos se saludaron.

—No me puedo creer lo mucho que ha crecido Jonayla en sólo unas pocas lunas —comentó Levela—. Y está preciosa. Tiene los ojos de Jondalar. Pero se parece a ti.

Ayla sonrió al oír el cumplido a su hija, pero desvió el que iba dirigido a ella diciendo:

—Creo que se parece a Marthona, no a mí. Yo no soy preciosa.

—Tú no sabes cómo eres, Ayla —dijo Jondalar—. Nunca te miras en un reflector abrillantado, ni en una charca de agua quieta. Sí eres preciosa.

Ayla cambió de tema.

—Ya se te nota, Levela —observó Ayla—. ¿Cómo te encuentras?

—Cuando dejé de tener náuseas por las mañanas, empecé a sentirme bien —respondió Levela—. Fuerte y vigorosa. Aunque de un tiempo a esta parte, me canso con facilidad. Me apetece dormir hasta tarde y hacer siestas durante el día, y a veces si paso mucho rato de pie, me duele la espalda.

—Nada fuera de lo normal, pues —comentó Velima, sonriendo a su hija—. Así es como debes sentirte.

—Estamos preparando una zona para cuidar de los niños con la idea de que las madres y sus compañeros puedan ir a la Festividad de la Madre y relajarse —explicó Proleva—. Puedes dejar a Jonayla, si quieres. Habrá baile y cantos, y algunos ya habían bebido más de la cuenta antes de marcharme yo.

—¿Sabíais que están aquí los fabuladores ambulantes? —preguntó Jondalar.

—Había oído decir que vendrían, pero no sabía que ya hubieran llegado —contestó Proleva.

—Hemos hablado con Galliadal. Quiere que vayamos a escucharlo. Ha dicho que tiene un relato para Ayla —contó Jondalar—. Creo que es una historia apenas camuflada sobre ella. Quizá debamos ir para saber de qué hablará la gente mañana.

—¿Tú irás, Proleva? —preguntó Ayla mientras la mujer acostaba a su niña dormida.

—Ha sido un gran banquete, y llevaba días trabajando en la preparación —dijo Proleva—. Prefiero quedarme aquí y vigilar a los pequeños sin más compañía que unas cuantas mujeres. Será más descansado. Ya he asistido a Festividades de la Madre más que suficientes.

—Tal vez yo también deba quedarme a vigilar a los niños —dijo Ayla.

—No, tú debes ir. Las Festividades de la Madre todavía son una novedad para ti, y debes familiarizarte con ellas, sobre todo si estás preparándote para ser Zelandoni. Trae, dame a esa pequeña tuya. Hace días que no la abrazo —dijo Proleva.

—Déjame darle el pecho antes —respondió Ayla—. En realidad, me noto ya muy llena.

—Levela, tú también deberías ir, y más estando aquí los fabuladores. Y tú, madre —instó Proleva.

—Los fabuladores estarán aquí muchos días. Puedo verlos más adelante, y yo también he asistido a Festividades de la Madre más que suficientes. Has estado tan ocupada que apenas nos hemos visto. Prefiero quedarme aquí contigo —señaló Velima—. Pero tú debes ir, Levela.

—No sé... Jondecam ya está allí, y le he dicho que me reuniría con él, pero ya estoy cansada. Tal vez sólo vaya un rato, para escuchar a los fabuladores —respondió.

—Joharran también ha ido. Está prácticamente obligado, aunque sea para vigilar a algunos de los jóvenes. Espero que pueda dedicar al menos un rato a divertirse. Dile que han venido los fabuladores, Jondalar. Siempre le han gustado.

—Se lo diré si lo veo —respondió Jondalar.

Se preguntó si Proleva iba a quedarse allí para que su compañero disfrutase de la Festividad de la Madre con entera libertad. Aunque todos podían emparejarse con otras personas, Jondalar sabía que a algunos no tenía por qué gustarles ver a su propio compañero con otro. Ese era su propio caso. A él le costaría mucho ver a Ayla irse con otro hombre. Varios habían mostrado ya interés en ella, sin ir más lejos el Zelandoni de la Vigésimo sexta Caverna, e incluso el fabulador, Galliadal. Era consciente de que los celos estaban mal vistos, pero él no podía evitarlo. Esperaba al menos poder disimularlo.

Cuando regresaron a la gran zona de reunión, Levela enseguida localizó a Jondecam y se adelantó a los demás, pero Ayla se detuvo en el límite sólo para mirar un rato. Casi todos los asistentes a la Reunión de Verano habían llegado ya, y ella aún no se sentía del todo cómoda con tanta gente congregada en el mismo sitio, sobre todo al principio. Jondalar se hizo cargo y esperó con ella.

A primera vista, daba la impresión de que una muchedumbre inmensa y amorfa llenaba el amplio espacio y, como un gran río turbulento, confluía en una masa arremolinada. Pero, al mirar con mayor detenimiento, Ayla empezó a ver que la multitud se había repartido en varios grupos, por lo general en torno a una gran fogata o no muy lejos. En una zona cercana a la periferia, a un paso del campamento de los fabuladores, mucha gente se había reunido alrededor de tres o cuatro personas que hablaban y gesticulaban sobre una construcción de madera y cuero duro sin curtir, una especie de plataforma que los elevaba un poco por encima de los demás para que se los viera mejor. Los que se hallaban más cerca de dicha plataforma estaban sentados en el suelo, o en troncos o rocas que habían arrastrado hasta allí. Casi enfrente, en el extremo opuesto de la zona de reunión, otros bailaban y cantaban al son de flautas, tambores y diversos instrumentos musicales de percusión. Ayla se sentía atraída por lo uno y lo otro e intentaba decidir adónde ir primero.

En otro espacio, la gente jugaba, empleando distintos objetos a modo de fichas y piezas, y no muy lejos, los presentes podían ir a llenarse los vasos con sus bebidas preferidas. Vio que Laramar repartía su barma con una sonrisa falsa.

—Cosechando favores —comentó Jondalar, casi como si le adivinara el pensamiento a Ayla. Ella no era consciente de la expresión de disgusto que había asomado a su semblante al ver a aquel individuo.

Ayla advirtió que Tremeda se hallaba entre quienes aguardaban para servirse más barma, pero Laramar no se lo ofrecía. Se volvió hacia el grupo cercano, que se servía las sobras del festín, juntas y a disposición de quienes quisieran más.

Por todas partes había grupos de personas, charlando y riéndose, yendo de un lado para otro sin razón aparente. En un primer momento Ayla no percibió la actividad secundaria en la oscuridad en torno a la multitud. De pronto alcanzó a ver a una joven de cabello rojo intenso a quien reconoció como Galeya, la amiga de Folara. Se alejaba de la zona destinada a comer en compañía de un joven de la Tercera Caverna, el que había participado en la cacería de leones, recordó Ayla, al formarse parejas para ofrecerse respaldo mutuo.

Ayla observó a los dos jóvenes mientras se dirigían a la periferia oscura y vio que se detenían a abrazarse. Por un instante se abochornó: no había sido su intención observarlos en un momento de intimidad. A continuación reparó en que había más parejas en ciertos lugares apartados de las actividades principales, y todas parecían entregadas también a una relación íntima. Ayla notó que se ruborizaba.

Jondalar sonrió para sí. Había visto hacia dónde dirigía ella la mirada. También los zelandonii evitaban mirar tales actos. No era por una cuestión de vergüenza: la intimidad era una circunstancia corriente y no le daban importancia. Él había viajado hasta muy lejos y sabía que a veces la gente tenía costumbres distintas, pero lo mismo podía decirse de Ayla. Jondalar sabía que ella había visto antes a personas juntas. Vivían en espacios tan reducidos que era inevitable. Ella debía de haber presenciado actos similares en la Reunión de Verano del año anterior. No acababa de entender qué la incomodaba así. Justo cuando se disponía a preguntárselo, vio regresar a Levela y Jondecam y decidió esperar a más tarde.

El malestar de Ayla tenía su origen en sus primeros años de vida con el clan. Le habían inculcado que ciertas cosas, aunque podían observarse, no debían verse. Las piedras que delimitaban cada hogar en la cueva del clan de Brun eran como paredes invisibles. Uno no veía más allá del límite fijado por ellas, no miraba hacia las zonas privadas del hogar de otro hombre. La gente apartaba la vista, o adoptada la expresión distante de quien fija la mirada en el vacío, cualquier cosa con tal de no dar la impresión de que curioseaba dentro del espacio delimitado por las piedras. Y por norma se cuidaban de mirar fijamente de manera involuntaria. Una mirada fija formaba parte del lenguaje corporal del clan y tenía significados concretos. Una mirada intensa de un jefe, por ejemplo, podía ser una reprimenda.

Cuando se dio cuenta de lo que veía, Ayla se apresuró a apartar la vista y vio acercarse a Levela y Jondecam. Sintió una extraña sensación de alivio. Les rozó las mejillas y los saludó con afecto, como si no los viera desde hacía tiempo.

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