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Authors: María Dueñas

La Templanza (56 page)

BOOK: La Templanza
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—Comerciante naviero es nuestro Fatou, cuarta generación —aclaró en voz queda entre dientes a Soledad—. Mueve mercancías por Europa, Filipinas y las Antillas; mucho jerez entre ellas. Posee buques y almacenes propios, y es además prestamista en grandes transacciones, comisionista y asentista del Gobierno.

—No está mal del todo.

—Para mis huesos querría yo la quinta parte.

A pesar de la tensión, estuvieron a punto de soltar una carcajada. Una carcajada inoportuna, sonora, improcedente y gamberra que les desinhibiera de la inquietud acumulada y les nutriera de ánimo para encarar todo lo incierto que se les avecinaba. No pudo ser, sin embargo, porque en ese mismo momento hizo su entrada el dueño de la casa.

No le saludó con el afable Mauro a secas con el que se despidieron jornadas atrás: un sobrio buenas noches señores indicó de antemano que el panorama se preveía tirante como parche de tambor. Sol Claydon fue entonces presentada como la prima política de la huida Carola Gorostiza; seguidamente Fatou, rígido e incómodo a todas luces, tomó asiento frente a ellos. Antes de hablar se colocó meticulosamente la fina franela rayada del pantalón sobre los huesos de las rodillas, concentrando la atención en aquella insustancial tarea con la que tan sólo pretendía ganar algo de tiempo.

—Bien…

El minero prefirió ahorrarle el mal rato.

—Lamento enormemente, estimado Antonio, las molestias que este desagradable asunto puede estarles causando. —El uso del nombre de pila no era casual, obviamente; con él perseguía restablecer en lo posible la complicidad de otros momentos—. Hemos venido tan pronto sospechamos que la señora Gorostiza podría estar aquí.

Dónde, si no, podría haberse metido esa loca en Cádiz, pensó tan pronto supieron acerca de su destino gracias a Nicolás. No conoce a nadie en la ciudad, lo único que tiene es un apellido y un domicilio anotados en un pedazo de papel porque de La Habana salió con ellos para buscarme. En casa de los Fatou fue donde le dieron difusas cuentas sobre mi paradero en Jerez y ése es el único sitio vinculado a su llegada al que puede regresar. Aquéllas fueron sus elucubraciones y hacia allí se dirigieron sin perder un minuto. A Nico, pese a que habría preferido cien veces ir con ellos aunque fuera nada más por tener algo que hacer, lo enviaron a poner al tanto a Manuel Ysasi, enredado en sus consultas y sus visitas como todos los días. Y a aguardar la posible respuesta de los madrileños. Nos va mucho en ello, mijo, le advirtió apretándole el antebrazo al despedirse. Estate atento porque, en lo que finalmente decidan, a los dos nos va el futuro.

Soledad y él habían sopesado las distintas maneras de actuar. Y optado por una meridianamente simple: demostrar que Carola Gorostiza era una codiciosa y extravagante forastera indigna de la menor confianza. Con esa idea en mente llegaron a la calle de la Verónica y se sentaron en aquella estancia entre las luces y las sombras de dos tenues quinqués.

A la espera de poder ofrecerle a Fatou su propia e interesada versión de la historia, oyeron primero lo que el gaditano tenía que decirles.

—Lo cierto es que se trata de algo bastante turbio. Y me pone en una situación francamente comprometida, como podrá imaginar. Son acusaciones muy graves las que esta señora ha vertido contra usted, Mauro.

Había abandonado el apellido y retomado el trato cercano; un tanto a su favor. De poco sirvió, no obstante, para aligerar la implacable salva de fogonazos a quemarropa que llegó después.

—Retención física en contra de su voluntad. Apropiación indebida de bienes y propiedades pertenecientes a su esposo. Manipulación torticera de documentos testamentarios. Negocios ilícitos en casas de lenocinio. Incluso trata negrera.

Dios todopoderoso. Hasta el tugurio del Manglar y los nefandos negocios del locero Novás había metido aquella chiflada en el saco. Notó cómo Sol tensaba el espinazo, prefirió no mirarla.

—Confío en que usted no le haya dado la más mínima credibilidad.

—Mucho me gustaría no tener que dudar de su honradez, amigo mío, pero los datos en su contra son numerosos y no del todo incoherentes.

—¿Le dijo también la señora adónde pretende llegar con todas esas disparatadas incriminaciones?

—De momento, me ha pedido que la acompañe mañana para denunciarle a usted ante un tribunal.

Soltó un bufido, incrédulo.

—Supongo que no irá a hacerlo.

—Aún no lo sé, señor Larrea. —No se le escapó que había vuelto a la formalidad del apellido—. Aún no lo sé.

Se oyeron pasos; la puerta que Fatou había tenido la precaución de cerrar se abrió de pronto sin que nadie la tocara pidiendo permiso.

Iba vestida en un discreto tono vainilla y con un escote bastante menos generoso de lo que acostumbraba. El cabello negro, otras veces suelto y lleno de flores, bucles y aderezos, lucía tirante en un sobrio rodete en la nuca. Lo único inalterable eran esos ojos que él ya conocía: encendidos como dos candelas, mostrando su determinación para acometer cualquier barbaridad.

Dominaba la escena dentro de un papel diestramente calculado. Un papel con el que él no contaba y que lo trastocó de inmediato: el de víctima doliente. Pinche zorra tramposa, farfulló para sí.

Obvió saludarle, como si no le hubiera visto.

—Buenas noches, señora —dijo desde la entrada tras observarla detenidamente unos instantes—. Supongo que usted es Soledad.

—Ya nos conocemos, aunque no lo recuerde —replicó ella con aplomo—. Se desvaneció en mi casa apenas llegó. La estuve atendiendo un largo rato, le puse compresas de alcohol de romero en las muñecas y le froté las sienes con aceite de estramonio.

Fuera de la estancia Paulita, la joven esposa de Fatou, peleaba por asomarse a la sala pero la Gorostiza, inmóvil bajo el dintel, se lo impedía.

—Mucho dudo que fuera un desmayo casual —zanjó la mexicana entrando al fin con aire de heroína maltratada—. Más bien yo diría que me lo provocaron de alguna manera deliberada para poderme retener. Después se creyeron a salvo encerrándome en un inmundo cuarto. Pero poco han conseguido, como ven.

Con un cierto aire regio, tomó asiento en una de las butacas mientras Mauro Larrea la contemplaba atónito. En su mente había anticipado un reencuentro con la Carola Gorostiza de siempre: altanera, aguerrida, soberbia. Alguien con quien medirse cara a cara y a grito limpio si hacía falta. Y en esa coyuntura, no dudaba de que él habría tenido posibilidades de quedar por encima. Pero a la esposa de Zayas le había sobrado tiempo para calcular su estrategia y, de todas las opciones a su alcance, había elegido la menos previsible y quizá la más inteligente. Hacerse pasar por mártir. Puro victimismo: un grandioso despliegue de hipocresía con el que podría ganarle la partida por la mano si él no se ponía en guardia.

Se levantó movido por una reacción inconsciente, anticipando quizá que estar en pie le ayudaría a dotar de mayor verosimilitud a sus palabras. Como si una simple postura pudiera hacer frente a la demoledora carga de munición que ella traía preparada.

—¿De verdad, amigos, piensan que yo, un solvente empresario minero en quien su corresponsal cubano don Julián Calafat depositó su más plena confianza, puedo haber sido capaz…?

—Capaz de las peores bellaquerías —terció ella.

—¿Capaz de cometer tales desmanes con una señora a la que apenas conozco, que cruzó el Atlántico persiguiéndome sin razón sensata alguna, y que resulta además ser la hermana menor de mi propio consuegro?

—Mi incauto hermano no sabe en qué familia se está metiendo si consiente que su hija se case con alguien de su estirpe.

Almorzando estaban los Fatou cuando les anunciaron la llegada de una extranjera envuelta en lágrimas. Rogaba auxilio, apelaba a la conexión de la familia con los Calafat cubanos, e incluso a la esposa e hijas del banquero, con quienes juró moverse por La Habana entre los círculos de la mejor sociedad. Huía de Mauro Larrea, anunció entre hipidos. De ese bruto sin conciencia. De ese salvaje. Y dio detalles sobre él que hicieron dudar a la pareja. ¿No les parece extraño que viniera desde América tan sólo para vender unas propiedades que ni siquiera conocía? ¿No les resulta sospechoso que se hiciera con ellas sin saber siquiera en qué consistían? Para cuando horas más tarde el minero apareció en su busca, ella ya se había metido en el bolsillo a la tierna esposa y mantenía a su cónyuge en la cuerda floja, sumido en la incertidumbre.

—¿Saben, mis queridos amigos, lo que este individuo esconde bajo su buena presencia y sus trajes distinguidos? A uno de los mayores tahúres que jamás vio la isla de Cuba. Un buscavidas arruinado; un caribe sin escrúpulos, un…, un…

Él murmuró un ronco por el amor de Dios mientras se pasaba los dedos sobre la vieja cicatriz.

—Por las calles de La Habana andaba a la caza de la más mísera oportunidad de arañar algo de plata. Pretendió sacarme dinero a espaldas de mi esposo para una dudosa empresa; después lo instigó a él para que se jugara su patrimonio en una partida de billar.

—Nada de eso fue así —refutó rotundo.

—Lo arrastró a una casa de mala vida en un arrabal de gentuza y negros curros, lo desplumó con malas artes y se embarcó a la carrera rumbo a España antes de que nadie lograra echarle el alto.

Se plantó frente a ella. No podía permitir que hincara los dientes en su dignidad como un zorro famélico y lo sacudiera a su antojo de un lado a otro arrastrándolo por el polvo sin soltarlo.

—¿Le importaría dejar de decir pendejadas?

—Y si desde Cuba vine siguiéndole —prosiguió la Gorostiza hicándole los ojos como quien clava puñales—, fue tan sólo para exigirle que me devuelva lo que es nuestro.

El minero inspiró con ansia animal. Aquello no se le podía ir de las manos; perdiendo los estribos no haría sino darle la razón.

—Todos los documentos de propiedad están a mi nombre, refrendados por un notario público —atajó contundente—. Jamás, en ningún momento, bajo ningún concepto y en ninguna de sus formas, cometí la menor ilegalidad. Ni siquiera la menor inmoralidad, algo que no estoy seguro de que pueda afirmar usted. Sepan ustedes, amigos míos…

Antes de entrar a saco en sus argumentos, barrió la sala con una mirada veloz. La joven pareja presenciaba la escena sin un parpadeo: anonadados, acobardados ante el agrio combate que les estaba enfangando las alfombras, las cortinas y los entelados de las paredes. Todo previsible hasta ahí; raro habría sido que los Fatou no se mostraran atónitos ante semejante gresca, más propia de una taberna portuaria que de aquella respetable residencia gaditana donde jamás tuvo cabida la palabra escándalo.

Lo que a él no le cuadró, sin embargo, fue la reacción de la tercera testigo. La de Soledad. En el rostro de su aliada, para su estupor, no halló lo que esperaba. Su postura permanecía inalterable: sentada, alerta, con los hombros erguidos; sin moverse apenas desde que llegaran. Eran sus grandes ojos los que mostraban algo distinto. Algo que él de inmediato captó. Una sombra de recelo y suspicacia amenazaba con ocupar el sitio en el que hasta entonces sólo había complicidad sin fisuras.

Las prioridades de Mauro Larrea se transmutaron en ese preciso instante. Lo que hasta entonces habían sido sus peores temores dejaron súbitamente de preocuparle: el pronóstico de verse acusado delante de un tribunal español, la amenaza de seguir arrastrando su ruina a perpetuidad, incluso el ruin Tadeo Carrús y sus malditos plazos. Todo eso pasó a un lugar secundario en una fracción de segundo porque a ello se antepuso una tarea mucho más apremiante, infinitamente más valiosa: el rescate de una confianza quebrada que necesitaba reconquistar.

Se le tensaron los músculos, contrajo el mentón, apretó los dientes.

Su voz atronó entonces la sala de visitas.

—¡Se acabó!

Hasta pareció que temblaban los cristales.

—Proceda usted como estime conveniente, señora Gorostiza —prosiguió rotundo—, y que dirima este asunto quien lo tenga que dirimir. Acúseme formalmente, presente ante un juez las pruebas que tenga en mi contra, y ya veré yo la forma de defenderme. Pero le exijo que deje de atentar contra mi integridad.

Un silencio tenso y sostenido preñó la habitación. Lo rasgó la voz de la esposa de Zayas, como si pasara sobre él una cuchilla de barbero.

—Disculpe su merced, pero no. —Poco a poco estaba dejando atrás el papel de mártir ultrajada e iba metiéndose de nuevo en su propia piel—. Nada acabó todavía, caballero; tengo aún mucho que hablar sobre usted. Mucho que acá nadie conoce y que yo voy a encargarme de difundir. Las negociaciones con el locero de la calle de la Obrapía, por ejemplo. Sepan, señores, que en tratos con un traficante de esclavos anduvo este innoble para sacarle una buena tajada al penoso comercio de carne africana.

Ni plegándose él a sus intenciones estaba la Gorostiza dispuesta a dejar de disparar bazofia. Su intención claramente no era tan sólo ver devuelta la herencia de su marido: cobrarse por el trato recibido en Jerez también formaba parte de la revancha.

—Llegó sin un mísero cobre en el bolsillo para pagarse un quitrín o una volanta que lo llevara de acá para allá, como hace la gente decente en La Habana —prosiguió desplegando ya toda su exuberancia. Hasta el pelo se le destensó del modoso recogido, las mejillas se le encendieron y su pecho voluminoso reconquistó la opulencia contenida—. Se presentaba en fiestas donde nadie lo conocía; vivía en casa de una cuarterona, la antigua querindonga de un peninsular con la que él compartía vasos de ron y sólo Dios sabe qué más.

Mientras seguía lanzando al aire granalla de ponzoña, el mundo parecía haberse detenido para Mauro Larrea, pendiente tan sólo de una mirada.

Sin palabras transmitía lo único que en ese momento de su vida le importaba.

No dudes de mí, Soledad.

Hasta que ella decidió intervenir.

48

      

—Bien, señores, creo que este lamentable espectáculo ya ha durado más de lo razonable.

—¿Qué es que usted habla, maldita? ¿Qué es que usted se va a atrever a decir de mí? Porque nada voy a admitirle, ¿sabe? Porque este hombre no es el único causante de mis desdichas, porque mucho antes de que él entrara en mi vida, ya estaba en ella usted.

La había interrumpido a voz en grito: los nervios estaban pasándole por fin factura a la mexicana. La larga noche sin sueño a la espera del momento de su fuga, los días previos de encierro, el desasosiego. De todo ello se estaba resintiendo: el papel de víctima sumisa se le había reventado como una pompa de jabón.

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