La Templanza (32 page)

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Authors: María Dueñas

BOOK: La Templanza
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—Y dígame, amigo mío, ¿de qué magnitud comercial estamos hablando?

—De una quinta parte del volumen total de las exportaciones españolas, más o menos. Punta de lanza de la economía nacional.

Madre de Dios. Lusito Montalvo, pedazo de loco. Y tú, Gustavo Zayas, rey del billar habanero, ¿por qué después de heredar al orate de tu primo no volviste de inmediato a tu patria a poner en orden ese desastre de legado familiar? ¿Por qué te empeñaste en arriesgarlo todo conmigo, por qué tentaste tu suerte de esa demencial manera? El ímpetu comunicativo de Fatou lo sacó por suerte de sus pensamientos.

—Así que, resumiendo, ahora que las antiguas colonias marchan por libre y a los españoles ya sólo nos quedan las Antillas y las Filipinas, lo que nos está librando de la quiebra mercantil y portuaria es haber podido reconvertir el tráfico comercial de Ultramar en un creciente tránsito con Inglaterra y con Europa.

—Ya veo… —musitó.

—Claro que, como algún día los hijos de Britania dejen de beber su sherry, y en el Caribe y el Pacífico soplen también aires de independencia, o mucho me equivoco, o Cádiz y todos nosotros nos hundiremos sin remisión. Larga vida al jerez, aunque sólo sea por eso… —dijo Fatou alzando su taza con ironía.

Él, con entusiasmo más bien tibio, lo imitó.

Las toses del mayordomo interrumpieron el brindis. Don Antoñito, tiene usted esperando en la salita a don Álvaro Toledo, anunció. La charla amena llegó así a su fin y cada uno voló a sus asuntos. El dueño de la casa, a tomar retrasado las riendas de sus negocios en las dependencias del piso inferior. Y Mauro Larrea, a entretener como buenamente pudiera las horas de espera y a plantar cara otra vez a su desazón.

Echó a andar calle de la Verónica abajo, acompañado por Santos Huesos: el Quijote de las minas y el Sancho chichimeca cabalgando de nuevo, sin rocín ni rucio que los sostuvieran. Tan sólo por ver. Y, quizá, por pensar.

Desde que llegara a América cargando veintipocos años, dos hijos y un par de fardos con ropa vieja, el nombre de aquella ciudad había sido un eco permanente en sus oídos. Cádiz, la mítica Cádiz, el final del cordón umbilical que seguía uniendo el Nuevo Mundo con su decrépita madre patria a pesar de que casi todas sus criaturas le habían vuelto ya la espalda. Cádiz, de donde tanto llegó y a donde cada vez menos volvía.

Pero él hizo el camino de ida desde el puerto de La Luna, en Burdeos, desde el norte: las relaciones entre la metrópoli y su rebelde virreinato eran por entonces tensas, y en aquellos años en los que España se resistía a reconocer la independencia de México, el tránsito marítimo era mucho más fluido desde los puertos franceses. Por eso nunca supo cómo era en realidad esa legendaria puerta de entrada y salida del sur peninsular. Y aquella ventosa mañana de otoño en la que el levante subía de África con rachas de mil demonios, cuando por fin pudo patear sus rincones y contemplarla entera, de arriba abajo y del derecho y el revés, no la reconoció. En su imaginario había idealizado Cádiz como una extensa metrópoli mundana e imponente, pero, por mucho que la buscó, no dio con ella.

Tres o cuatro veces más pequeña que La Habana en habitantes, infinitamente menos opulenta que la antigua capital de los aztecas, y rodeada de mar. Discreta, coqueta en sus calles estrechas, en sus casas de altura regular y en las torres-miradores desde las que se veían los barcos entrar a la bahía y zarpar hacia otros continentes. Sin ostentosidad ni fulgor; recoleta, graciosa, manejable. Así que esto es Cádiz, se repitió.

No faltaba gente en movimiento intenso, casi todos caminando y casi todos con el mismo color de piel. Parándose sin prisa a saludar, a cruzar una frase, un recado o un chisme; a quejarse del viento canalla que levantaba las faldas a las mujeres y robaba a los varones papeles y sombreros. Negociando, comerciando, conviniendo. Pero en nada se aproximaba aquel escenario al bullicio estruendoso y desatado de las urbes de Ultramar. Ni eco del tumulto de los indígenas mexicanos voceando sus cargamentos, ni de los esclavos negros que atravesaban la perla antillana corriendo medio desnudos y sudorosos mientras cargaban al hombro enormes bloques de hielo o costales de café.

A su paso por la plaza de Isabel II y por la calle Nueva no halló cafés tan exquisitos como La Dominica o El Louvre; por la calle Ancha no transitaban ni la décima parte de los carruajes de La Habana ni en parte alguna le pareció ver teatros grandiosos como el Tacón. Tampoco contempló templos monumentales, ni escudos heráldicos, ni mansiones palaciegas semejantes a las de los aristócratas del azúcar o los viejos mineros del virreinato. Ninguna plaza igualaba al inmenso Zócalo que él mismo solía cruzar casi todos los días en su berlina antes de que la fortuna le diera la espalda, y muy poco tenía que ver esa dulce Alameda que se asomaba a la bahía con los grandiosos paseos de Bucareli o del Prado, en donde los criollos mexicanos y habaneros se solazaban en sus calesas y sus quitrines y observaban y se hacían ver. Ni rastro del enjambre de coches, animales, gentes y edificios que poblaban las calles del Nuevo Mundo que muy poco antes había dejado atrás. España se replegaba, y de aquel glorioso Imperio en el que nunca se ponía el sol apenas quedaban los restos; para lo bueno y lo malo, cada cual iba haciéndose dueño de su propio destino. Así que esto es Cádiz, volvió a pensar.

Entraron a comer en un freidor, les sirvieron pescado pasado por harina de trigo duro y aceite hirviente; se acercaron después al mar. A nadie pareció extrañar la presencia de un indígena de melena lustrosa al lado de un señor forastero: de sobra estaban acostumbrados por allí a la gente de otro tono y otro hablar. Y con la violencia del aire de levante removiéndoles el cabello, y a él los faldones de la levita, y a Santos Huesos su sarape de colores, asomados hacia poniente y mediodía desde la Banda del Vendaval, contemplaron el océano, y entonces Mauro Larrea creyó entender. Qué iba a saber él, un minero arruinado, de lo que era o fue Cádiz, y de lo que a lo largo de los siglos aconteció por sus calles y se trasegó en sus muelles. De lo que se habló en sus tertulias y se ventiló tras las casapuertas y en los escritorios y en los consulados; de lo que se defendió desde sus murallas y sus baluartes, de lo que se juró en sus iglesias, del temple con el que se resistió en tiempos adversos y de lo que se embarcó y desembarcó en los navíos que hicieron la carrera de las Indias una vez y otra vez y otra vez. Qué iba a saber él acerca de esa ciudad y ese mundo si hacía décadas que ni hablaba ni pensaba ni sentía como un español; si su esencia allá por donde pisara no era más que la de permanente extranjero, una pura ambigüedad. Un expatriado de dos patrias, el hijo de un doble desarraigo. Sin pertenencia firme en ningún sitio y sin un hogar en plena propiedad al que volver.

Caía la tarde cuando enfiló de nuevo la suave pendiente de la calle de la Verónica rumbo a la residencia de los Fatou. Lo recibió entre toses Genaro, el viejo mayordomo, heredado por la joven pareja junto con la casa y el negocio.

—Al poco de su marcha esta mañana vino una señora preguntando por usted, don Mauro. Volvió de nuevo después de comer, pasadas las tres.

Él frunció las cejas con gesto extrañado mientras el achacoso anciano le tendía una pequeña bandeja de plata. Sobre ella, una simple tarjeta. Blanca, limpia, distinguida.

La última línea aparecía tachada con un trazo firme. Debajo, reescrita a mano, una nueva dirección.

27

      

Tal como habían acordado, se reunieron en la testamentaría apenas pasadas las once de la mañana. El notario, el corredor y él. El primero le presentó al segundo: don Amador Zarco, experto en peritación de bienes y transacciones de fincas y haciendas en toda la comarca jerezana. Un hombrón entrado en años de cuerpo tocinero, dedos como morcillas y recio acento andaluz; vestido a la manera de un labrador opulento, con un sombrero de ala ancha y su faja negra a la cintura.

Sin más distracciones que los primeros saludos y los ruidos que entraban desde la bulliciosa Lancería, el corredor arrancó a desmenuzar las propiedades y sus estimaciones. Cuarenta y nueve aranzadas de viña con su caserío, pozos, aljibes y lindes correspondientes, las cuales detalló con profusión. Una bodega sita en la calle del Muro con sus naves, escritorios, almacenes y resto de dependencias, amén de varios centenares de botas —vacías muchas, pero no todas—, útiles diversos y un trabajadero de tonelería. Una casa en la calle de la Tornería con tres plantas, diecisiete estancias, patio principal, patio trasero, cuartos de servicio, cocheras, caballerizas y una extensión cercana a las mil cuatrocientas varas cuadradas, colindante por la izquierda, por la derecha y por detrás con otros tantos inmuebles anejos que asimismo quedaron pormenorizados.

Mauro Larrea escuchó con absoluta concentración y cuando, tras un buen rato de recuento monocorde, el tal don Amador anunció la suma del valor estimado de cada uno de los inmuebles, él estuvo a punto de dar un puñetazo monumental sobre la mesa, de soltar a la vez un aullido feroz lleno de júbilo y de estrechar en un abrazo de oso a los presentes. Con ese dinero podría liquidar de un golpe al menos dos de los tres plazos contraídos con Tadeo Carrús y celebrar una boda a lo grande para Nico. Jerez bullía con el vino y su comercio; todo el mundo se lo había dicho, apenas tardaría un suspiro en vender primero la bodega, y después vendría la viña, o al revés. O tal vez fuera primero la casa y luego… La luz, en cualquier caso. Estaba a punto de salir del pozo y ver la luz.

Mientras se relamía con su propio regocijo, notario y corredor cruzaron una mirada. El último carraspeó.

—Hay un asunto, señor Larrea —anunció sacándole de sus ensueños—, que condiciona en cierta manera los subsiguientes procedimientos.

—Usted dirá.

Su cerebro adelantó lo que creía que iba a escuchar. ¿Que todo estaba en un estado lamentable y eso tal vez redujera en algo el precio de los inmuebles? Igual le daba, estaba dispuesto a rebajarlo. ¿Que quizá alguno de los bienes necesitara más tiempo que el resto para venderse? No importaba, ya le harían llegar el rédito a su justo tiempo. Él, entretanto, volvería y agarraría las riendas de su vida allá donde las dejó.

El notario tomó entonces la palabra:

—Verá, es algo con lo que no contábamos, algo que he detectado cuando por fin hemos encontrado una copia de las últimas voluntades de don Matías Montalvo, el abuelo de don Luis y de su primo don Gustavo Zayas. Se trata de una cláusula testamentaria establecida por el patriarca al respecto de la indivisibilidad de los bienes raíces de la familia.

—Aclare, por favor.

—Veinte años.

—¿Veinte años, qué?

—Por decisión irrenunciable del testador, queda establecido que sean veinte años los que tienen que transcurrir desde su muerte hasta que el grueso del patrimonio pueda desmembrarse y salir a la venta en porciones independientes.

Separó incómodo la espalda de la silla, frunció el ceño.

—¿Y cuánto queda para que eso se cumpla?

—Once meses y medio.

—Casi un año, entonces —adelantó en tono agrio.

—No llega —intervino el corredor intentando sonar positivo.

—Lo yo que interpreto, en cualquier caso —continuó el notario—, es que se trata de una manera de intentar garantizar la continuidad de todo lo levantado por el difunto patriarca. Testamentum est voluntatis nostrae iusta sententia de eo quod quis post mortem suam fieri velit.

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