Authors: María Dueñas
Había llegado junto al escritorio del superintendente. El minero, entretanto, permanecía inmóvil, escuchándola mientras se esforzaba por descifrar sus reacciones.
Fausta rebuscó entre los cajones y las gavetas; instantes después la llama de un fósforo rasgó las tinieblas y con ella encendió el candil que reposaba en un ángulo de la gran mesa.
—Así que usted no ha sido el primero, pero sí el más conveniente; para mi mamá, al menos. A mi padre seguramente no le agradaría, pero ya se encargaría ella de convencerle.
El archivo se había llenado de una luz tenue que creaba ilusiones con las sombras.
—Lamento mi comportamiento.
—Déjese de pendejadas, don Mauro —le interrumpió agria—. No lo lamenta en absoluto: ya consiguió llegar donde quería. Dígame ahora, ¿qué es lo que le interesa de este archivo, exactamente?
—Un expediente —reconoció. Para qué seguir mintiendo.
—¿Sabe dónde se encuentra?
—Más o menos.
—¿En uno de estos armarios, quizá?
Moviéndose con el candil a la altura del pecho, Fausta se había aproximado a la larga fila de estantes resguardados por puertas de madera y cristal. De la mesa más cercana, la del subalterno de las lentes ahumadas, agarró con la mano libre algo que él no pudo distinguir. Después lo estampó de un golpe contra el vidrio, sobre el suelo cayó una catarata de cristales.
—¡Fausta, por Dios!
No le dio tiempo a llegar.
—¿O tal vez lo que busca se halla en este otro armario?
Otro golpe, otra riada de cristales sobre las losas. Un pisapapeles de jaspe era lo que estaba usando. La cabeza de un gallo, recordó. O de un zorro. Qué más daba, si ya estaba empuñándolo otra vez.
En un par de pasos se puso a su lado, intentó detenerla pero se le escapó.
—¡Deténgase, mujer!
El tercer golpe tuvo el mismo efecto.
—¡Va a oírla el guardia, va a oírla todo el mundo!
Por fin frenó aquella acometida irracional y se volvió hacia él.
—Busque lo que quiera, querido. Sírvase.
Por todos los demonios, pero qué carajo estaba pasando.
—Sólo por ver la cara de mi papá, valdrá la pena el estropicio. —La carcajada sonó ácida como un mango verde—. ¿Y la de mi mamá? ¿Se imagina la cara de mi mamá cuando se entere de que pasé en el archivo la noche con usted?
Sereno, amigo. Sereno.
—No creo que haya necesidad de que lo sepan.
—Para usted, quizá no. Pero para mí, sí.
Se llenó los pulmones de aire.
—¿Está segura?
—Absolutamente. Será mi pequeña venganza. Por no permitirme tener una vida como cualquier otra muchacha, por rechazar a aquellos hombres que de verdad mostraron interés por mí.
—Y yo… ¿Cómo voy yo a cuadrar en esa historia? ¿Cómo va a explicarles a sus padres mi presencia?
Ella alzó el candil a la altura de los ojos y le contempló con gesto cínico. Por fin había una pizca de brillo en su mirada.
—No tengo la menor idea, don Mauro. Ya lo pensaré. De momento, tan sólo agarre lo que necesite y lárguese antes de que me arrepienta.
No perdió un segundo; tomó la caja de fósforos que ella había dejado sobre el escritorio y se lanzó como un poseso a buscar.
Tenía una idea somera de por dónde podrían andar sus intereses, pero no a ciencia cierta. Al fondo, seguramente, por donde estaban los más recientes. Moviéndose de izquierda a derecha, encendiendo fósforo a fósforo e iluminándose con ellos hasta quemarse las yemas de los dedos, fue barriendo raudo estantes y anaqueles con la vista. Muchos documentos aparecían empaquetados conjuntamente; en la ancha faja que los envolvía podía leerse el asunto o la fecha que los aunaba.
Las pupilas y el cerebro se afanaban enfebrecidos. Marzo, fue marzo. ¿O abril? Abril, abril del año anterior, seguro. Por fin, alumbrado por la tenue luz de un cerillo casi consumido, encontró la balda que contenía los asuntos de ese mes. La puerta, sin embargo, estaba cerrada. Quizá debería pedirle a Fausta su herramienta. O no, mejor no incitarla, ahora que por fin parecía haberse sosegado.
De un golpe con el codo, rompió el cristal sin miramientos. Ella rió a su espalda.
—No quiero ni imaginar el susto de mi papá.
Sacó un paquetón de una tacada, lo dejó sobre la mesa del subalterno joven. Con manos ansiosas, empezó a buscar su documentación. Esto no, esto tampoco, esto tampoco. Hasta que estuvo a punto de soltar un aullido. Ahí estaba, con su nombre y su firma.
La seguía notando a su espalda, respiraba con fuerza.
—¿Satisfecho?
Se volvió. Del moño tirante que solía llevar se le habían separado unos cuantos mechones.
—Verá, Fausta, no sé cómo…
—Hay una trampilla que baja hasta el sótano, desde ahí podrá salir al callejón, frente al hospital. No creo que tarde en llegar alguien; seguro que el guardia ya despertó a medio edificio.
—Dios se lo pague, mujer.
—¿Sabe qué, don Mauro? No lamento haber sido una ingenua. Al menos me creó una ilusión.
Él hizo un cilindro con los pliegos de papel, se lo guardó apresurado bajo la levita.
Después, con las manos ya libres y aún pisando cristales, le sostuvo las mejillas y, como si fuera el amor más grande de su vida, la besó.
12
La marcha de Mauro Larrea rumbo a lo incierto estuvo al nivel de su vida en los últimos años, como si su mundo no se hubiera abierto por la mitad como una gigantesca sandía. Partió en su propio carruaje con Andrade, Santos Huesos, y un par de baúles, protegidos por una recia escolta de doce hombres: doce chinacos armados hasta los dientes para hacer frente al inefable bandidaje. A caballo todos ellos, con las carabinas terciadas en las sillas y las pistolas al cinto; curtidos como guerrilleros en la Guerra de Reforma y pagados peso a peso por Ernesto Gorostiza.
—Qué menos, querido amigo —escribió su futuro consuegro en la misiva que le hizo llegar—, que ofrecerte como muestra de agradecimiento el que corra de mi cuenta tu protección hasta Veracruz. Las gavillas de bandoleros son el pan nuestro de cada día, y ni tú ni yo necesitamos correr más riesgos de los justos.
Todo fue una premura desde que volviera en medio de la madrugada del Palacio de Minería con el expediente de Las Tres Lunas resguardado en el pecho. ¡Ándale, Santos, nos vamos! Azuza a los muchachos, no podemos esperar. Los baúles, los capotes de viaje, agua y comida para las primeras etapas, todo estaba previsto. A partir de ahí, relinchos de bestias, susurros sonoros, pasos cruzados sobre las losas del patio y los ojos de la nutrida servidumbre entrecerrados por el sueño y el desconcierto al comprobar que, en efecto, el patrón se iba.
Estaba recordando al ama la orden de cerrar los pisos superiores a cal y canto cuando oyó su nombre a la espalda. Notó la sangre en las sienes, se tensó.
No necesitó volverse para saber quién le requería.
—¿Qué carajo haces tú aquí?
El hombre que ahora le miraba con ojos taciturnos llevaba jornada y media a la espera de ese momento: acurrucado contra cualquier paredón cercano, medio oculto bajo una manta costrosa, con el ala del sombrero cubriéndole el rostro. Calentado por una mísera fogata y alimentándose con comida callejera, como tantísimas almas sin techo ni dueño hacían a diario en aquella populosa ciudad.
Dimas Carrús, el hijo del prestamista, con el eterno aspecto de un perro apaleado por su padre y por la vida, dio un paso hacia el minero.
—Vine a la capital con un encargo.
Mauro Larrea le contempló con el ceño contraído, todos los músculos del cuerpo se le pusieron en guardia. Ahora fue él quien se acercó.
—¿Qué encargo, cabrón?
—Contar las varas que mide tu casa. Los huecos y las ventanas que tiene; los balcones y los indios que trabajan para ti.
—¿Y ya lo hiciste?
—Incluso lo ordené anotar a un escribiente, por si se me iba de la sesera.
—Pues entonces, lárgate.
—También traigo un recordatorio.
—¡Santos!
El criado ya estaba a su espalda, tenso y alerta.
—Que de los cuatro meses que tenías para hacer frente al primer plazo…
—¡Sácalo!
—… ya consumiste…
—¡A patadas, si hace falta!
Aquel medio tísico que arrastraba un brazo de títere no tenía la ambición desbocada ni el carácter volcánico de su padre. Pero Mauro Larrea sabía que, bajo su cuerpo esmirriado, escondía un alma igual de miserable. El palo y la astilla. Y si Tadeo Carrús llegara a exhalar su último aliento sin haber recibido lo pactado, su hijo Dimas se encargaría, de una manera u otra, de hacérselo pagar.
Cuando el ruido de los cascos de las monturas empezó a resonar sobre los adoquines, agachó la cabeza desde el interior del coche y contempló su casa por última vez: el soberbio palacio que un siglo atrás hiciera levantar el conde de Regla, el minero más rico de la colonia. Los ojos recorrieron la fachada barroca de tezontle y cantera labrada con su grandioso portón todavía abierto de par en par. Quizá a simple vista tan sólo se tratara de un pellizco de la grandeza del difunto virreinato; la residencia de un prohombre de la mejor sociedad. Para él y para su destino, sin embargo, tenía un significado mucho más profundo.
Dos grandes faroles de fierro colado flanqueaban la entrada; su luz se distorsionaba caprichosamente a través de la turbiedad del cristal del carruaje. Con todo, pudo verle. Apoyado en la pared, a la diestra, observando fijamente su partida, Dimas Carrús rascaba el hocico de un galgo sarnoso.
Hicieron una parada en la calle de las Capuchinas, Mariana y Alonso estaban avisados. Le esperaban en el zaguán, despeinados, ataviados con una mezcla de ropa de dormir y ropa de calle superpuesta. Pero eran jóvenes, y eran gentiles, y lo que en muchos habría resultado una disparatada amalgama de prendas, en ellos rezumaba gracia y naturalidad.
En el piso superior, la condesa roncaba estruendosa ajena a todo, satisfecha por haberse salido con la suya.
Mariana se le echó al cuello nada más verle, y a él le confundió una vez más el vientre firme que se interpuso entre ellos.
—Todo va a estar bien —le susurró al oído.
El minero asintió sin convencimiento, clavándole la mandíbula en el hombro.
—Te escribiré en cuanto me ubique.
Deshicieron el abrazo y trenzaron las últimas frases alumbrados por unas tenues bujías. Sobre Nico, sobre la casa y los cien pequeños asuntos pendientes de los que ella iba a encargarse. Hasta que Andrade, desde fuera, carraspeó. Hora de irse.
—Guarda esto a buen recaudo —le pidió sacándose del pecho el expediente de Las Tres Lunas. Qué mejor custodia que la de su propia hija.
Ella no precisó explicaciones: si su padre así lo quería, no había más que preguntar. Después agarró sus manos grandes y las posó sobre la redondez de su tripa. Rotunda y plena, alta todavía. Te esperamos, dijo. Él quiso sonreír, pero no pudo. Era la primera vez que rozaba con las puntas de los dedos aquella vida palpitante. Cerró los ojos unos momentos, sintiéndola. Un grumo de algo sin nombre le atravesó la garganta.
Ya tenía un pie en la calle cuando Mariana le volvió a abrazar y murmuró algo que sólo él escuchó. Subió al carruaje apretando los labios; la sensación de la carne de su carne se le quedó pegada en el alma. En los oídos aún le retumbaban las últimas palabras de su hija. Muerde el capital de Úrsula si te hace falta. Sin pudor.
Las vías cuadriculadas del centro de la ciudad se tornaron poco a poco en callejones más sucios, más estrechos e innobles. Sus nombres cambiaron a la par: ya no eran Plateros, Don Juan Manuel, Donceles o Arzobispado, sino la Bizcochera, la Higuera, las Navajas o el Cebollón. Hasta que dejaron de verse nombres y luces, y por fin abandonaron la ciudad de los palacios para recorrer las ochenta y nueve leguas castellanas del viejo Camino Real que les separaban de su destino.
Tres jornadas enteras de caminos pedregosos llenas de zarandeos y sacudidas, ruedas atascadas en los socavones y a ratos un calor abrasador: eso era lo que les esperaba por delante. A su paso se fueron abriendo extensiones inmensas de terreno sin un alma, precipicios y barrancos que hacían resbalar a las monturas al trepar por los cerros rocosos llenos de zarzas enmarañadas. De tanto en tanto, una hacienda acá y otra allá, chozas y milpas aisladas, y numerosas muestras de devastación en pueblos e iglesias tras los varios decenios de guerra civil. Esporádicamente, alguna ciudad que dejaban a un lado, un ranchero a caballo, algún indio a quien comprar granaditas para refrescar la boca o un mísero jacal de adobe en el que una vieja con la mirada perdida acariciaba a una gallina sostenida en el regazo.
Apenas pararon lo imprescindible para el reposo de las caballerías, agotadas y sedientas, y para que los hombres que los protegían pudieran descansar. Por él, sin embargo, habrían seguido hasta el final del tirón. Podría también haberse alojado en la hacienda de algún terrateniente amigo: allí habrían puesto a su disposición colchones de lana y sábanas limpias, comida sabrosa, velas de cera blanca y agua fresca con la que arrancarse el polvo y la suciedad. Pero prefirió seguir adelante sin demora, comiendo puras tortillas con sal y chile allá donde hubiera un brasero y una india acurrucada dispuesta a vendérselas; hundiendo una calabaza en los arroyos para beber y durmiendo sobre petates tirados encima de la pura tierra.
—Peor era bregar en el turno de noche en Real de Catorce, compadre, ¿o es que ya no te acuerdas?
Daba la espalda a Andrade; sobre su cuerpo grande, una frazada pequeña. Bajo la cabeza, un bolsón de cuero con los encargos de la condesa y de Gorostiza. Las botas puestas, la pistola al cinto y el cuchillo a mano. Por lo que pudiera pasar. Clavadas a su alrededor, un puñado de hachas de brea encendidas para alejar a los coyotes.
—Tendríamos que habernos quedado en la hacienda San Gabriel, estamos a tan sólo unas leguas —gruñó el apoderado, incapaz de encontrar acomodo.
—Te me estás volviendo muy comodón, Elías. No está mal recordar de vez en cuando de dónde venimos.
Por qué nunca dejará de asombrarme este cabrón, pensó Andrade antes de que el agotamiento le cerrara los ojos. Y en su pensamiento no había más que verdad. A pesar de lo mucho que lo conocía, él mismo seguía desconcertado ante la manera en la que Mauro Larrea había encajado su descomunal revés. En el mundo siempre cambiante en el que ambos llevaban moviéndose desde hacía décadas, los dos habían sido testigos de numerosos descalabros a su alrededor: hombres encumbrados que en su caída perdían el juicio y cometían todos los desatinos imaginables; seres cuya entereza se mecía como un junco apenas se sentían despojados de su riqueza.