La Templanza (27 page)

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Authors: María Dueñas

BOOK: La Templanza
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—Sean bienvenidos a mi humilde morada —saludó la Chucha con voz de terciopelo espeso, un tanto ajado pero envolvente todavía.

Y su colmillo refulgió. Sesenta y cinco, setenta, setenta y cinco. Imposible calcularle los años de vida acumulados en su rostro rematado por un tirante moño gris. Durante décadas fue la puta más cotizada de la isla: por sus ojos rasgados del color de la melaza, por su cuerpo asilvestrado de gacela, según le contó Calafat mientras cenaban. A él no le cupo duda al comprobar la exquisitez que aún mantenía en la osamenta y aquellos ojos raros que le seguían brillando entre las patas de gallo a la luz de las bujías.

Cuando los años le robaron esplendor a su porte de reina africana, la antigua esclava y posterior amante de caballeros de campanillas demostró ser también astuta y previsora. Con sus propios ahorros levantó ese local. Y de algunos señores rendidos a sus encantos, en prenda de sus deudores o como herencia de algún apopléjico fenecido entre sus piernas —que más de uno hubo—, se hizo con los muebles y enseres que decoraban aquella estancia suntuosa y abigarrada. Candelabros de bronce, jarrones cantoneses, baúles filipinos, retratos de antepasados de otras estirpes más blancas, más rancias y más feas que la suya, butacones y espejos enmarcados en pan de oro, todo revuelto sin la menor concesión al buen gusto o al equilibrio estético. Todo desbordante y excesivo, un tributo a la más desquiciada ostentación.

La Chucha sólo abre su salón en ocasiones muy particulares, le había contado el anciano. Cuando los ricos hacendados azucareros acababan la zafra y llegaban a La Habana con los bolsillos repletos, por ejemplo. Cuando atracaba en el puerto algún buque de guerra de Su Majestad, cuando quería presentar en sociedad a alguna nueva remesa de jóvenes prostitutas recién desembarcadas desde Nueva Orleans. O cuando algún cliente se lo solicitaba como territorio neutral para algún evento como el de aquella noche.

—Gusto de verle otra vez, don Julián. Muy olvidadica tenía usted a esta negra —saludó la meretriz tendiendo su oscura mano al banquero con un aristocrático gesto—. Y gusto también de conocer a nuestro invitado —añadió tasándolo con ojo experto. Discreta, no obstante, se guardó los comentarios y continuó—: Bien, señores, creo que ya estamos los justos.

Los hombres asintieron sin palabras.

En medio de tanto cruce de saludos, de tantos rostros desconocidos y tanta profusión de muebles y ornamentos desmadrados, la mirada del minero y la de Zayas no se habían encontrado aún. Lo hicieron entonces, en el momento en el que la Chucha los reclamó.

—Don Gustavo, señor Larrea, tengan la bondad.

El resto de los presentes, conscientes de su papel secundario en la escena, dieron un paso atrás. Por fin se vieron la cara sin subterfugios, como los contrincantes que iban a ser. Las voces se acallaron tal que cortadas por un tajo de cuchillo; por los balcones abiertos a la noche se oyó la lluvia densa chocar contra el terrizo encharcado de la calle.

Los ojos claros de Zayas se mantenían tan impenetrables como la noche anterior en El Louvre. Claros y acuosos, estáticos, sin permitir descifrar qué había tras ellos. Su porte desprendía seguridad. Alto, digno, atildado en su vestimenta, con su fino cabello impecablemente peinado y sangre de buena familia corriéndole sin duda por las venas. Desprovisto de joyas y aditamentos: ni anillos, ni prendedores de corbata, ni cadena visible de reloj. Como él.

—Buenas noches, señor Zayas —dijo tendiéndole la mano.

El marido de la Gorostiza le devolvió el saludo con la precisión justa. Estás bien templado, cabrón, pensó.

—He traído mis propios tacos, confío en que no le moleste.

Mauro Larrea dio su consentimiento con un gesto escueto.

—Puedo cederle alguno si lo estima conveniente.

Otro breve gesto marcó su negativa.

—Usaré uno de la casa, si doña Chucha lo tiene a bien.

Ella asintió con un discreto movimiento afirmativo y después les abrió paso hasta la mesa al fondo del salón. Insólitamente buena para un antro de semejante calaña, calculó él al primer golpe de vista. Grande, sin buchacas, bien nivelada. Sobre ella, una formidable lámpara de bronce con tres luces colgada del cielo raso por gruesas cadenas. Alrededor, escupideras de latón y una sillería tallada que se alineaba en perfecto orden contra la pared. En una esquina, bajo un óleo colmado de ninfas en cueros vivos, se encontraba el mueble de los tacos: a él se dirigió.

Zayas, entretanto, abrió una funda de piel y de ella sacó un magnífico taco de madera pulida, con flecha de cuero y su apellido grabado en el puño. Él probó los que la casa ofrecía, buscando el de grosor y textura precisos. Cada uno tomó luego un trozo de tiza y frotó con ella la punta; se espolvorearon a continuación cantidades generosas de talco en las manos para absorber la humedad. Sin volverse a dar la cara, concentrado cada quien en lo suyo. Como una pareja de duelistas preparando sus armas.

Apenas fue necesario pactar las condiciones del desafío más allá de cuatro detalles: los dos tenían claras las normas esenciales del juego. Billar francés, carambolas a tres bandas, acordaron. Lo que apostaban estaba ya firmemente blindado entre ambos desde la noche previa.

Por su cabeza ya no volvió a pasar ni una sola duda sobre lo desatinado de aquel enfrentamiento. Sus preocupaciones parecieron desintegrarse en el aire, como barridas por la tormenta que seguía cayendo sobre las tinieblas del Manglar. La manipuladora esposa de su contrincante se difuminó entre brumas, y lo mismo hicieron su pasado remoto e inmediato, su origen, su infortunio, sus esperanzas y su inquietante porvenir. Todo se desvaneció de su cerebro como humo: a partir de ahora sólo sería brazos y dedos, ojos agudos, tendones firmes, cálculos, precisión.

Cuando indicaron que estaban listos, los acompañantes y las fulanas silenciaron otra vez sus voces y se dispusieron a una prudente distancia de la mesa. En la sala cundió un silencio de altar mayor mientras del piso de abajo ascendía el ritmo de una contradanza mezclado con el estruendo de voces de la clientela y el patear furioso de los danzantes sobre los tablones del suelo.

La Chucha, con sus ojos de miel y su colmillo enjoyado, asumió entonces la seriedad de un juez de primera instancia. Tal si se encontraran en una dependencia oficial del palacio de los Capitanes Generales, y no en aquel híbrido entre prostíbulo y taberna portuaria en el arrabal más indigno de La Habana colonial.

Al aire saltó un doblón de oro para determinar la suerte de salida. El regio perfil de la muy españolaza Isabel II, al caerle sobre la mano, marcó el arranque.

—Don Mauro Larrea, le corresponde sacar.

23

      

Las bolas se deslizaban vertiginosas: giraban sobre su propio eje, colisionaban contra las bandas y chocaban entre ellas a veces con un clic suave y a veces con un crac sonoro. El juego tardó poco en convertirse en una especie de tenso combate sin ceder cada quién ni una pizca: sin errores ni aberturas ni concesiones. Una partida hechizante que confrontaba a dos hombres de estilos y esencias claramente dispares.

Era bueno Gustavo Zayas, muy bueno, reconoció Mauro Larrea. Algo altivo en su postura, pero eficaz y rutilante en las tiradas, con toques diestros y jugadas magníficamente elaboradas por esa mente hermética que no dejaba entrever nada de lo que bullía dentro. El minero, a su vez, afinaba los tiros con garra en un arriesgado equilibro entre la solidez y la soltura, a caballo entre lo que anticipaba como certezas y el empuje demoledor de su intuición. Un estilo exquisito frente a un juego mestizo, bastardo, demostrando inequívocamente las escuelas de las que salieron ambos: salones de ciudad frente a cantinas infames levantadas al socaire de los pozos y los socavones. Ortodoxia y cerebro frío frente a pasión arrebatada y promiscuidad.

Tan distintos como sus formas de jugar lo eran a la par sus cuerpos y temperamentos. Estilizado Zayas, afilado casi. Gélido, impecable su cabello claro repeinado hacia atrás a partir de las amplias entradas; impredecible tras los ojos transparentes y los movimientos calculados. Mauro Larrea, por su parte, rezumaba su apabullante humanidad por todos los poros. La espalda sobrevolaba la mesa con desenvoltura hasta dejar el mentón alineado con el taco, rozándole casi con la barbilla. El cabello espeso se le tornaba cada vez más indómito, flexionaba las piernas con elasticidad y los brazos desplegaban toda su envergadura al agarrar, al impulsar, al disparar.

Los tantos fueron ascendiendo sin tregua a medida que se adentraban en la madrugada, con un permanente toma y daca en pos del objetivo que determinaban las reglas: el que primero anotara ciento cincuenta carambolas sería el ganador.

Se seguían los pasos como dos lobos hambrientos; en las escasas ocasiones en que se distanciaron por más de cuatro o cinco puntos, tardaron poco en volverse a encontrar. Veintiséis frente a veintinueve, mano contra madera, vueltas infinitas alrededor de la mesa, más tiza. Setenta y dos frente a setenta y tres, más talco en las manos, cuero contra marfil. Uno remontaba, otro se estancaba; uno se rezagaba, el otro comenzaba a repuntar. Ciento cinco frente a ciento ocho. El margen se mantuvo en todo momento estrechísimo, hasta llegar a la recta final.

Quizá, de no haber sido prevenido de antemano por Calafat, él habría seguido imparable hasta la victoria. Pero como estaba alerta, lo notó de inmediato: escondida tras el juego apasionado, su mente se mantenía en guardia para comprobar si las sospechas del banquero se acabarían tornando realidad. Puede que Zayas pretenda dejarse ganar, le había dicho esa tarde en su despacho. Y tuvo razón el viejo porque, al entrar en la carambola ciento cuarenta, cuando ya había demostrado ante Dios y ante los hombres su virtuosismo, el juego del marido de la Gorostiza, de manera apenas apreciable, empezó a decaer. Nada ostensible, ninguna pifia llamativa: tan sólo un diminuto error de precisión en el momento justo, un tiro demasiado arriesgado que no acabó de cuajar, una bola que esquivó su objetivo por milímetros.

Mauro Larrea se puso entonces por delante con contundencia, a cuatro tantos. Hasta que, al alcanzar la carambola que hacía su número ciento cuarenta y cinco, inesperadamente, comenzó a errar con la misma sutileza que su contrincante. Un nimio desliz en un contraataque, un recorrido que se quedó corto por un suspiro, un efecto que no culminó por una levísima falta de intensidad.

Por primera vez en la noche, al igualarse a ciento cuarenta y seis tantos y al percibir el freno de su oponente, Gustavo Zayas empezó a sudar. Copiosamente, por las sienes, por la frente, por el pecho. Se le cayó la tiza al suelo y masculló entre dientes un exabrupto, en sus ojos afloraron los nervios. Tal como había intuido el anciano banquero, el comportamiento intempestivo del minero lo estaba descuadrando. Acababa de ser consciente de que su contrincante no tenía la menor intención de acoplarse a sus planes y dejarle perder a su antojo.

La tensión flotaba en el aire con el espesor de una cortina de cañamazo, apenas se oía nada en la sala más allá de algún áspero carraspeo aislado, el sonido de la lluvia contra los charcos a través de los balcones, y los ruidos que emanaban de la mesa y de los cuerpos de los jugadores al moverse. A las tres y veinte de la mañana, nivelados en unas desquiciantes ciento cuarenta y nueve carambolas, y tan sólo a una del final, llegó el turno a Mauro Larrea.

Asió la culata, dobló el tronco. El taco penetró con firmeza en la curva conformada por sus dedos, a la vista quedaron una vez más las secuelas que en la mano izquierda le dejó la explosión de Las Tres Lunas. Calibró, preparó el tiro, apuntó. Y cuando estaba a punto de lanzar el golpe, paró. El silencio podía cortarse con el filo de una navaja mientras él volvía a enderezar el torso con lentitud inquietante. Se tomó unos segundos, miró concentrado a lo largo del taco, luego alzó la vista. Calafat se retorcía las guías del bigote; la Chucha, a su lado, le observaba con sus extraños ojos de melaza mientras apretaba los dedos sobre el brazo del jorobado. Un cuarteto de furcias formaba una piña mordiéndose las uñas, algunos de los amigos de Zayas mostraban en sus caras una sombría preocupación. Tras todos ellos descubrió entonces un número incontable de rostros agolpados entre las paredes, algunos incluso encaramados a los muebles para tener una mejor visión: hombres barbudos y desgreñados, negros con aros en las orejas, putas de poco lustre.

Fue entonces consciente de que ya no llegaban los ruidos de la taberna, de que ya no había música ni pateo sobre las tablas. Ni fandangos, ni rumbas, ni tangos congos: en el tugurio no quedaba un alma. Los últimos habían subido las escaleras y traspasado sin impedimento las puertas de madera noble que marcaban la frontera entre el abajo y el arriba; entre el lugar correspondiente a la plebe ordinaria y la ostentosa sala de entretenimiento destinada a los tocados por la vara de la fortuna. Y ahora, arracimados, contemplaban absortos el juego bravío entre aquellos dos señores, ansiosos por conocer el desenlace.

Agarró de nuevo el taco, volvió a inclinarse, enfiló, golpeó al fin. La bola blanca que podría dar por terminada la partida brindándole el triunfo trazó veloz su recorrido, impactó las tres veces de rigor contra las bandas y se acercó con determinación hacia las otras dos. Pasó entonces junto a la roja a una distancia más estrecha que el canto de un escudo, pero no la rozó.

Por la sala corrió un murmullo bronco. Turno de Zayas.

Volvió a espolvorearse talco en las manos: no paraba de sudar. Después calculó sin prisa su estrategia concentrando la vista sobre el tapiz; quizá incluso le sobraron algunos instantes para prever la trascendencia de aquellas tacadas finales. Ni por lo más remoto había pronosticado que Mauro Larrea se resistiera conscientemente a ganar, que rechazara quedarse con Carola y descartara que su fama de triunfador se extendiera por La Habana como la bruma mañanera. A pesar de su desconcierto, el tiro fue limpio y eficaz. El efecto hizo a la bola chocar contra las tres bandas elegidas; después partió camino del supuesto encuentro con las otras dos esferas. La velocidad, sin embargo, comenzó entonces a disminuir. Poco a poco, con lentitud perturbadora. Hasta que dejó de deslizarse cuando apenas le restaba una caricia para alcanzar su destino.

El público contuvo a duras penas un rugido entre la admiración y el desencanto. Se fruncieron los rostros, la tensión arreció. El montante de puntos se mantenía sin cambios. Turno de Larrea.

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