La Templanza (25 page)

Read La Templanza Online

Authors: María Dueñas

BOOK: La Templanza
5.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

Con todo lo que tuvieran de sensatas, las palabras de su amigo llegaron demasiado tarde: por su sangre corría ya una nueva euforia. Las mansas victorias contra los desconocidos con los que jugó un rato antes le habían devuelto una brizna de seguridad en sí mismo, algo muy de agradecer en sus lamentables circunstancias. Le había complacido saber que admiraban su juego; por unas horas había dejado de ser un alma transparente y confundida. Aunque fuera fugazmente, se había vuelto a sentir un hombre estimado, apreciado. Había recuperado una parte de su pundonor.

Pero algo le faltaba. Algo impreciso, algo intangible.

La fiebre en los ojos, el pálpito indómito bulléndole en las sienes: eso no había estado allí. La tensión no le había agarrado la boca del estómago con la furia de un coyote hambriento, ni le habría hecho descargar un puñetazo sobre la pared en caso de haber perdido, ni lo hizo aullar como un salvaje tras ganar.

Sin embargo, en cuanto supo que el esposo de la mujer que había rechazado tenderle una mano era el mejor jugador de La Habana, por las entrañas comenzó a serpentearle aquella vieja quemazón. La misma de los tiempos en que tentaba la suerte a ciegas: la que le hacía lanzar envites sin cartas a negocios temerarios y a tipos curtidos que le doblaban la edad y superaban por cien veces su capital y experiencia.

Como traída por la brisa que a través del balcón abierto subía desde el mar, el alma del joven minero que fue años atrás —intuitivo, indomable, audaz— se le metió de nuevo en los huesos.

No me invitaste a este trago para alabar mi juego, cabrón; sé que hay algo detrás, quiso decirle. Algo te contaron sobre mí, algo que no te complace aunque quizá no se ajuste del todo a la verdad.

Fue el español quien dio el paso siguiente.

—¿Nos disculpan, señores?

Por fin quedaron solos. Un mozo les rellenó las copas, él volvió el rostro hacia el balcón en busca de un soplo de aire y se pasó los dedos por el cabello rebelde.

—Suéltelo de una vez.

—Deje en paz a mi mujer.

Estuvo a punto de atragantarse con una carcajada. Pinche Carola Gorostiza, con qué patrañas habría malmetido a su marido, con qué trápalas y embustes.

—Mire, amigo, yo no sé con qué cuentos le habrán ido…

—O arriesgue por ella —añadió Zayas sin perder la calma.

Ni se te ocurra, oyó gritar a Andrade dentro de su cabeza. Aclárale todo, cuéntale la verdad, quítate de en medio. Tienes que parar, pedazo de chiflado, antes de que sea demasiado tarde. Pero el apoderado seguía lejos de su conciencia mientras su cuerpo, en cambio, empezaba a rebosar adrenalina.

Hasta que dio una última calada a su tabaco y, con una parábola, lanzó la punta por el balcón.

Después despegó la espalda de la butaca y acercó el rostro con lentitud al del marido supuestamente ultrajado.

—A cambio ¿de qué?

21

      

Mandó a Santos Huesos a hacer averiguaciones apenas despuntó el día.

—Un barrio orillero de la bahía lleno de mala gente, patrón —proclamó éste a su vuelta—. Eso es el Manglar. Y la Chucha, una negra con un colmillo de oro y más años que mi mula, que regenta allá un negocio a medias entre burdel y taberna al que acuden desde los negros curros más pendencieros de las cercanías hasta los blancos con los apellidos más ilustres de la ciudad. A beber ron, cerveza lager y whisky de maíz de contrabando; a danzar si se tercia, a acostarse con fulanas de todos los colores o a jugarse las pestañas hasta el alba. Eso es lo que averigüé nomás acerca de lo que usted me pidió.

Al tocar la medianoche en el Manglar, le había citado Zayas en la madrugada previa. Usted y yo. En casa de la Chucha. Una partida de billar. Si gano, no volverá a ver a mi esposa, la dejará para siempre en paz.

—¿Y si pierde? —preguntó el minero con un punto de osadía.

El marido de la Gorostiza no despegó de él sus ojos verdosos.

—Me iré. Me asentaré definitivamente en España y ella permanecerá en La Habana para lo que entre ustedes convengan. Les dejaré el terreno libre. Podrá hacerla su amante a ojos del mundo o proceder tal como les salga del alma. Jamás les importunaré.

Santa Madre de Dios.

De no haber pisado tantas veces los miserables antros plantados junto a las minas, seguramente aquella propuesta habría sonado en los oídos de Mauro Larrea como la fanfarronería de un desequilibrado reconcomido por celos imaginarios, o como el desvarío de un pobre diablo cargado de una demencial estupidez. Pero entre jugadores dados a envidar fuerte, en México, en Cuba o en las mismas calderas del infierno, por estrambóticas que sonaran las palabras del hombre que tenía enfrente, nadie habría dudado de su veracidad. Cosas más raras había visto apostar sobre un tapete, en una febril partida de naipes o en una valla de gallos. Patrimonios familiares, ricos pozos de plata en activo, la renta de un año puesta íntegra a una carta… Hasta la virtud de una hija adolescente, entregada por un padre desquiciado a un tahúr sin pizca de piedad. De todo ello había sido testigo en abundantes madrugadas de farra. Por eso el desafío de Zayas, aun disparatado como era, no le pasmó.

Lo que sí le maravilló, en cambio, fue la pericia de Carola Gorostiza para engañar a su marido sin despeinar ni un bucle de su cuidada melena negra. La hermana de su consuegro demostraba ser, a partes iguales, lista, embustera, maquinadora y perversa. Tu esposa te convenció de que yo la requiebro, habría querido decirle al marido la noche anterior. De que me estorbas en el camino, cuando a quien en verdad pretende engañar ella es a ti, mi amigo. Y por esa mentira que tú no pareces sospechar siquiera, Gustavo Zayas, me propones que nos midamos en un lance de billar. Y yo voy a aceptarlo. Voy a decirte que sí. Tal vez me tumbes o tal vez no; lo que nunca sabrás antes de que nos enfanguemos en este reto que me estás lanzando es que yo jamás tuve, ni tendría en cien años que viviera, nada que ver con esa alimaña que es tu mujer.

Pues si no tienes nada con ella ni pretendes tenerlo, qué carajo haces recogiendo el guante que te lanza este insensato sumido en un monumental ataque de furia por cornudo, habría bramado Andrade. Pero él, en previsión, había amordazado anticipadamente al apoderado en su conciencia para que no lo breara de nuevo con sus recelos. Por razones que ni él mismo era capaz de explicarse, había decidido entrar en aquel retorcido juego y ya no tenía intención de echarse atrás.

Y por eso mismo, lo primero que hizo a la mañana siguiente, antes incluso de bajar a desayunar, fue mandar a Santos Huesos en busca de información. Salte a la calle, a ver qué averiguas sobre el Manglar y la Chucha, le ordenó. Tres horas más tarde obtuvo la respuesta. Una zona cenagosa y marginal llena de gentuza más allá del barrio de Jesús María, a la que también acudían por las noches los señores de la mejor sociedad en busca de diversión cuando los saraos con gente de su propia clase comenzaban a aburrirles: eso era el Manglar. Y la Chucha, una vieja meretriz propietaria de un tugurio legendario. Aquello fue lo que el chichimeca averiguó, lo que le trajo de vuelta ya cercano el mediodía. Y con tales apuntes, a su cabeza llegó también un soplo de incertidumbre que se mantuvo flotando en el aire como una bruma espesa.

Almorzó frugalmente en el hospedaje de doña Caridad; por suerte, ella no se sentó aquel día a la mesa. Seguiría en Regla con su sobrina la parturienta, pensó. O a saber. En cualquier caso, él agradeció la ausencia: no estaba su humor para comadreos ni intrusiones. Tras el café se encerró en el cuarto, abstraído, dando vueltas a lo que le esperaba en las horas siguientes. ¿Cómo sería el juego de Gustavo Zayas? ¿Qué le habría contado en realidad su esposa, qué pasaría si ganaba, qué pasaría si perdía?

Cuando percibió que La Habana se desperezaba y volvía a bullir tras la modorra de la siesta, salió.

—Gusto de verle de nuevo, señor Larrea —saludó Calafat—. Aunque sospecho que, a estas alturas, ya no viene a decirme cuánto lamenta no haberse unido a nuestra empresa.

—Hoy me traen otras cuitas, don Julián.

—¿Prometedoras?

—Aún no lo sé.

Y entonces, sentándose frente al soberbio escritorio de caoba que cada vez le resultaba más familiar, le planteó la situación sin tapujos.

—Necesito retirar una suma de dinero. Don Gustavo Zayas me retó a una partida de billar. En principio no hay apuestas monetarias de por medio, pero prefiero ir preparado, por si acaso.

Como anticipo a la contestación, el anciano banquero le tendió un habano. Como siempre. Los desperillaron a la vez y los encendieron en silencio. Como siempre, también.

—Ya estoy al tanto —anunció el anciano tras la primera chupada.

—Me lo imaginaba.

—Todo se sabe más temprano que tarde en la indiscreta Perla de las Antillas, mi querido amigo —añadió Calafat con un punto de agria ironía—. En condiciones normales, me habría enterado al tomar mi cafetico en La Dominica a media mañana, o alguien se habría encargado de referirlo durante la partida de dominó. Pero esta vez las noticias volaron más rápido: a primera hora vinieron a preguntarme por usted. Desde entonces estoy esperando su visita.

Su réplica fue otra potente calada al tabaco. Chinga tu madre, Zayas, esto va más en serio de lo que yo esperaba.

—Según entendí —añadió el banquero—, se trata de un desagravio por cuestiones sentimentales.

—Eso es lo que piensa él, aunque la realidad es muy distinta. Pero antes de desmigársela, acláreme algo, haga el favor. ¿Quién y qué le preguntó acerca de mí?

—La respuesta a quién es tres amigos del señor Zayas. La respuesta al qué es un poco de todo, incluida la salud de sus finanzas.

—Y ¿qué les dijo?

—Que eso es algo del todo privado entre usted y yo.

—Se lo agradezco.

—No lo haga: es mi obligación. Confidencialidad a rajatabla respecto a los asuntos de nuestros clientes: ésa ha sido la clave de esta casa desde que mi abuelo dejara atrás su Mallorca natal para fundarla a principio de siglo, aunque a veces me pregunto si no habría sido mejor para todos que se hubiera quedado de contable en el pacífico puerto de Palma en vez de aventurarse en estos extravagantes trópicos. En fin, retornemos al presente, amigo mío; disculpe mis seniles reflexiones. Entonces, si no se trata de un asunto de amoríos, ilumíneme, Larrea, ¿qué demonios hay detrás de este insospechado lance?

Sopesó las posibles respuestas. Podría mentirle descaradamente. Podría también disfrazar un poco la verdad, retocarla a su manera. O podría ser franco con el banquero y referirle su realidad desnuda sin tapujos. Tras unos breves segundos, se decantó por la última opción. Y así, sintetizando los datos pero sin ocultar ninguno, expuso ante Calafat su sinuoso tránsito entre el próspero propietario minero que hasta hacía poco había sido y el supuesto amante de Carola Gorostiza que ahora le atribuían ser. Por su boca pasaron el gringo Sachs, la mina Las Tres Lunas, Tadeo Carrús y el mastuerzo de su hijo, los dineros de la condesa, Nico y su incierto paradero, Ernesto Gorostiza con aquel encargo envenenado, la maldita hermana de éste y, finalmente, Zayas y su desafío.

—Por la Virgen del Cobre, amigo; al final va a resultar que tiene usted la misma sangre caliente que toda esta cuadrilla de caribeños descerebrados que nos rodea.

Buenas migas habrían hecho tú y tus cautelas con mi compadre Andrade, viejo del demonio, pensó mientras acogía sus palabras con una amarga carcajada que a él mismo le sorprendió. Malditas las ganas que tenía de reír.

—Para que se fíe usted de sus clientes, don Julián.

El banquero soltó entonces un chasquido.

—El juego es algo serio en Cuba, ¿sabe?

—Como en todas partes.

—Y, a ojos de esta irreflexiva isla, lo que Zayas le ha propuesto es una especie de duelo. Un duelo por un asunto de honor, sin espadas ni pistolas, sino con tacos de billar.

—Eso me temo.

—Hay detalles, no obstante, que me desconciertan.

Tamborileó con los dedos sobre el escritorio mientras ambos reflexionaban en silencio.

—Por muy deslumbrante jugador que él sea —prosiguió el anciano—, resultaría demasiado arriesgado, demasiado osado e imprudente por su parte, el estar de antemano convencido de su victoria ante usted.

—Desconozco hasta dónde llega su talento, ciertamente. Pero tiene razón, en una buena partida siempre existe el riesgo. El billar es…

Se tomó entonces unos segundos para reflexionar, intentando encontrar las palabras más certeras. A pesar de los montones de partidas que llevaba a las espaldas, jamás se le había ocurrido teorizar.

—El billar es un juego de precisión y destreza, de cerebro y método, pero no es matemática pura. Hay otros muchos factores que influyen: tu propio cuerpo, tu temperamento, el entorno. Y, sobre todo, tu contrincante.

—En cualquier caso, para conocer el alcance exacto de la pericia de Zayas, me temo que tendremos que esperar a esta noche. Lo que a mí me perturba, sin embargo, es qué puede haber detrás de este reto.

—Acabo de decírselo: su mujer le convenció de que yo…

Calafat negó contundente con la cabeza.

—No, no, no. No. Quiero decir, sí y no. Puede que la señora de Zayas pretenda castigarle a usted a la vez que encela a su marido, y puede que él haya acabado convencido de que hay algo entre ustedes dos, eso no lo descarto. Pero lo que a mí me intriga es otra cosa que va más allá de un mero ataque de cuernos, si me permite la expresión. Algo favorable para él que ella le haya puesto delante de los ojos sin sospecharlo siquiera.

—Discúlpeme, pero sigo sin entender hacia dónde van sus tiros.

—Verá, Larrea. Hasta donde yo sé, Gustavo Zayas no es ningún blando cordero de los que se arrugan en cuanto huelen a lobo. Es un tipo listo y sólido al que no siempre le fueron bien los negocios; alguien con aspecto algo torturado tal vez por su pasado, o tal vez por esa mujer con la que comparte la vida, o vaya usted a saber el porqué. Pero en ningún modo se trata de un pelele o un fanfarrón.

—Apenas lo conozco, pero tal es su aspecto, efectivamente.

—Pues si no tiene consigo todas las de ganar esta noche, ¿no le parece que está allanándoles el camino con una facilidad un tanto preocupante a usted, a su propia mujer, y a la hipotética relación que mantienen o pretenden mantener? Si él gana, nada cambia. Pero si pierde, lo cual es algo que puede provocar él mismo con un esfuerzo mínimo, promete apartarse y cederles elegantemente el paso hacia un futuro cargado de felicidad. ¿No le suena todo eso un tanto extraño?

Other books

Wages of Sin by J. M. Gregson
Twisted Winter by Catherine Butler
Industry & Intrigue by Ryan McCall
Calvin’s Cowboy by Drew Hunt
Rough Likeness: Essays by Lia Purpura
Up on the Rooftop by Grayson, Kristine