Authors: María Dueñas
—¿Qué tiempo me da para decidirme?
—No más de un par de días, me temo. Dos de los socios están a punto de partir hacia Buenos Aires y todo debe quedar atado antes de que zarpen.
Se levantó esforzándose por serenar a la jauría de cifras y voces que albergaba en el cerebro.
—Le daré mi respuesta lo antes posible.
Calafat le estrechó la mano.
—A la espera quedo, mi estimado amigo.
¡Cállate, Andrade, carajo!, le gritó a su conciencia mientras salía de nuevo al calor y entrecerraba los ojos al contacto brutal con la luz del mediodía. Inspiró con fuerza y sintió el yodo marino.
Calla de una vez, hermano, y déjame pensar.
15
Seguía haciendo cálculos mientras se dejaba tomar medidas y encargaba dos trajes de dril crudo y cuatro camisas de algodón. Porcio, el sastre italiano que le recomendó Calafat, resultó tan habilidoso con la aguja como charlatán emperrado en ilustrarlo acerca de las modas de la isla. Rara habilidad la de aquel hombre para medir brazos, piernas y espaldas a la vez que disertaba con su acento cantarín sobre las maneras confrontadas entre el modo de vestir de los propios cubanos —tejidos más ligeros, colores más claros, facturas livianas— y el de los peninsulares que iban y venían entre España y su última gran colonia, aferrados a las levitas de solapas anchas y a los recios paños de la Meseta.
—Y ahora ya no necesita el señor más que un par de jipijapas.
Por encima de mi cadáver, masculló entre dientes sin que el italiano lo oyera. Su intención no era mimetizarse con los antillanos de pura sangre, tan sólo combatir de la mejor manera aquel pegajoso calor mientras iba aclarando su destino. Pero, por su propia supervivencia, acabó cediendo en parte y trastocó sus formales sombreros europeos de copa media, fieltro y castor por un ejemplar más claro y flexible, con poco cuerpo, mucha boca y el ala suficiente para protegerse de la canícula.
Y una vez cumplida esa obligación, se dedicó a reflexionar. Y a observar. Con una parte del cerebro, seguía desmenuzando la propuesta del banquero. Con la otra, diseccionaba el ambiente y clavaba los ojos en los negocios que iba encontrando alrededor para ver qué se vendía, qué se compraba en La Habana. Qué transacciones se hacían, por dónde se movía el dinero, dónde podría hallar algo asequible a lo que él se pudiera aferrar. Sabía de antemano que las minas de cobre, escasas y poco productivas, no eran una opción: estaban ya en poder de grandes corporaciones norteamericanas desde que la Corona española relajara sus regulaciones tres décadas atrás. Sabía también que, por encima de todo, el mayor negocio de Cuba estaba en el azúcar. El oro blanco movía millones: inmensas haciendas dedicadas al cultivo de la caña, centenares de ingenios para su procesamiento y más de un noventa por ciento de la producción en constante salida desde aquellos puertos rumbo al mundo, para volver luego a la isla en forma de voluminosos réditos en dólares, libras o duros de plata. De cerca lo seguían las producciones de los cafetales y las fértiles vegas de tabaco. Como resultado de todo ello, una riquísima clase alta criolla que a menudo protestaba por los altos tributos que les exigía la madre patria, pero cuya independencia ni siquiera se llegaba a plantear con seriedad. Y como motor necesario para que nada parara de moverse y se siguiera generando riqueza a borbotones, decenas de miles de brazos esclavos trabajando sin tregua de sol a sol.
Sus pasos sin dirección lo llevaron a atravesar la muralla por la puerta de Monserrate, hasta adentrarlo en la zona más nueva y amplia de la ciudad. Las sombras de los árboles del Parque Central y el rugido de sus propias tripas hambrientas lo encaminaron hasta los soportales de un café que resultó llamarse El Louvre y que resultó tener mesas de mármol y butacas de caña prestas para el almuerzo. Aprovechó el sitio que dejaba un trío de oficiales de uniforme; con un gesto indicó al mesero que tomaría en principio lo mismo que acababa de servir a un par de extranjeros sentados cerca, algo con aspecto refrescante para combatir el tórrido calor. Ahoritica mismo le traigo su licuado de mamey al señor, replicó el joven mulato. Y él, mientras, siguió pensando. Pensando. Pensando. ¿Va a querer almorzar el señor?, preguntó el camarero al ver el vaso vacío en dos tragos. Por qué no, decidió.
Mientras esperaba a que le sirvieran el ajiaco criollo, siguió cavilando. Mientras se lo comía acompañado de un par de copas de clarete francés, también. Acerca de la propuesta de Calafat. Acerca de Carola Gorostiza. Acerca de lo lejos que le quedaba cualquier negocio vinculado con la explotación de la tierra —caña de azúcar, tabaco, café— y el agravante inasumible de la espera, sometida al ciclo natural de las cosechas. Hasta que, con la ciudad sumida en el sopor de la primera hora de la tarde y la incertidumbre aferrada a las entrañas, decidió regresar a su hospedaje.
—Disculpe un momentico, señor Larrea —reclamó la dueña de la casa cuando le oyó llegar a la fresca galería superior.
En ella, repartidos entre las hamacas y las mecedoras, y protegidos por largas cortinas de hilo blanco, los huéspedes explayaban a gusto su modorra. Con todos ellos compartió cena la noche de su llegada: un catalán representante de productos de papelería, un recio norteamericano que consumió una jarra entera de tinto portugués, un próspero comerciante de Santiago de Cuba de visita en la capital, y una señora holandesa, oronda e incomprensible, cuya razón de estancia en la isla nadie conocía.
Ya camino de su cuarto, doña Caridad acababa de pararle: una mujer madura algo entrada en carnes, vestida de blanco del cuello a los pies como la mayoría de las habaneras, con algunas hebras grises atravesándole el cabello negro zaíno y maneras de fémina acostumbrada a moverse con seguridad a pesar de su notable cojera. La antigua amante de un cirujano mayor del Ejército español, le habían dicho que era. De él, a su muerte, no recibió pensión de viudedad, pero sí aquella casa, para berrinche de la legítima familia del difunto en Madrid.
—Antes del almuerzo llegó algo para usted.
De un buró cercano tomó una misiva lacrada. En el anverso aparecía su nombre, el reverso estaba en blanco.
—Se la entregó un calesero a una de mis mulatas, no puedo precisarle más.
Él la deslizó al bolsillo con una actitud de fingido desinterés.
—¿Querrá tomar un cafetico con el resto de los huéspedes, don Mauro?
Se disculpó con una vacua excusa: intuía quién le enviaba la nota y le quemaba el ansia por conocer su contenido.
Sus pronósticos quedaron confirmados apenas se encerró en su cuarto. Carola Gorostiza volvía a escribirle. Y, ante su estupor, le adjuntaba una entrada. Para esa misma noche, en el teatro Tacón.
La hija de las flores o Todos están locos,
de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Confío en que le guste el teatro romántico, rezaba. Disfrute la función. A su debido tiempo, yo le buscaré.
El teatro romántico, en verdad, no le daba ni frío ni calor. Ni siquiera le generaba curiosidad aquel teatro Tacón —magnífico, según decía todo el mundo—, que debía su nombre a un antiguo capitán general español, un militar ayacucho cuya memoria, pasadas casi tres décadas desde su destitución, aún flotaba sobre la Gran Antilla.
—¿Otra vez acude a un baile de postín en El Cerro, señor Larrea?
La pregunta sonó a su espalda unas horas después, cuando había anochecido y en la galería ya habían encendido las primeras bujías y el patio olía a macetas recién regadas. Cómo carajo sabe esta buena mujer adónde voy y adónde dejo de ir, pensó mientras se volvía. Pero antes de replicar a doña Caridad, ella misma, tras repasarlo aprobatoriamente con una mirada lenta, le respondió:
—Todo se conoce en esta chismosa Habana, mi estimado señor. Y más cuando se trata de un caballero de presencia y posibles como usted.
Volvía a vestir frac, acababa de bañarse. Aún llevaba el pelo húmedo y la piel le olía a navaja y a jabón. Si le hubiera dicho a la dueña de la casa lo que estuvo a punto de soltarle, habría desentonado con su empaque: métase en sus asuntos, señora mía, y déjeme en paz. Por eso se tragó la frase; por eso y porque intuía que más le valdría tenerla como aliada, por si en algún momento de su estancia la necesitara.
—Pues este caballero de presencia y posibles, como usted dice, lamenta comunicarle que no va esta noche a baile alguno.
—¿Adónde, pues, si me permite la indiscreción?
—Al teatro Tacón.
Ella se acercó unos pasos, arrastrando su cojera sin complejos.
—¿Sabe que hay un dicho muy habanero que todos los que nos visitan acaban aprendiendo?
—Ansioso estoy de escucharlo —replicó con retranca.
—Tres cosas hay en La Habana que causan admiración: son el Morro, la Cabaña y la araña del Tacón.
El Morro y la Cabaña, las fortalezas defensivas del puerto que recibían y despedían a todo aquel que llegara o se fuera de La Habana, los había contemplado al entrar en el puerto a bordo del
Flor de Llanes,
y los seguía viendo cada vez que sus pasos lo acercaban a la bahía. Para conocer la araña del Tacón —una gigantesca lámpara de cristal de manufactura francesa que colgaba desde el cielo raso—, tan sólo tuvo que esperar a que un quitrín de alquiler lo dejara en el teatro.
Se acomodó en una de las lunetas siguiendo las instrucciones de la misiva recibida; saludó con un cortés movimiento de cabeza a izquierda y derecha, y se dedicó a observar los detalles a su alrededor. Apenas le deslumbraron las decoraciones en blanco y oro de los cinco imponentes pisos o las barandas aterciopeladas que parapetaban los palcos; incluso la mítica lámpara no le provocó la menor atención. Lo único que él buscaba entre los centenares de asistentes que poco a poco iban ocupando sus asientos era el rostro de Carola Gorostiza y, para ello, recorrió con ojos ávidos el resto de las lunetas, los palcos y la platea, los asientos de tertulia y paraíso; hasta el propio escenario. Incluso estuvo a punto de pedir prestados los binoculares de bronce y nácar que su despampanante y madura vecina de butaca lucía sobre el brocado del regazo mientras cuchicheaba lindezas al oído de su acompañante, un joven de patillas rizadas quince o veinte años menor que ella.
Lo contuvo una orden de sus propias vísceras. Quieto, compadre, se dijo. Tranquilo. Ya aparecerá.
Ella no apareció, sin embargo. Pero sí le llegaron sus palabras, entregadas por un ujier en el momento justo en que la inmensa sala empezaba a oscurecerse. Desdobló el papel con dedos rápidos y, antes de que se apagara la última luz, atinó a leerlo. Antepalco de los condes de Casaflores. Entreacto.
Jamás habría podido decir si la representación fue sublime, aceptable o nefasta; el único calificativo que se le ocurrió fue el de insoportablemente larga. O eso le pareció, quizá porque, sumido en sus propios pensamientos, apenas hizo caso ni a los enredos de la trama ni a las voces timbradas de los actores. Tan pronto como los aplausos comenzaron a llenar la sala, aliviado, se levantó.
El antepalco en el que la Gorostiza le había citado resultó ser un opulento salón de moderadas dimensiones donde los anfitriones abonados, según la costumbre, ofrecían un refrigerio a sus amigos y compromisos durante el receso de la obra. Nadie le preguntó quién era ni quién le había invitado cuando, con paso fingidamente seguro, atravesó la espesa cortina de terciopelo. Los esclavos negros, vestidos con su ostentación habitual, pasaban bandejas de plata llenas de licores, y jarras de agua en las que flotaban pedazos de hielo, y vasos tallados con refrescos de guayaba y chirimoya. La autora del mensaje tardó poco en dejarse ver. Vestida en deslumbrante satén del color del coral, con un vistoso aderezo de rubíes al cuello y su espesa melena negra cuajada de flores: para no pasar por alto ante nadie. Y mucho menos, ante él.
Si se percató a primera vista de que el minero ya estaba allí esperándola, lo disimuló con soltura porque, durante unos cuantos minutos, decidió ignorarlo. Él, entretanto, se limitó a aguardar, intercambiando de tanto en tanto un breve saludo con alguien con quien hubiera coincidido en el baile de Casilda Barrón en El Cerro, o cuyo rostro le resultara remotamente familiar.
Hasta que ella, acompañada de dos amigas, se le acercó y, con pericia sutil, logró desplazar al grupo a un lateral de la sala. Cruzaron cumplidos y frases triviales: sobre la función, sobre la magnificencia del teatro, sobre la apostura de la actriz principal. Al cabo de unas cuantas nimiedades, las acompañantes, alertadas por un carraspeo de la señora de Zayas, se escurrieron entre los asistentes con un revuelo de sedas y tafetanes. Y entonces, por fin, la hermana de su futuro consuegro le habló sobre lo que él ansiaba oír:
—Me cuentan que hay algo que quizá pueda interesarle. Todo depende de cómo ande usted de escrúpulos.
Él alzó una ceja con gesto de curiosidad.
—No estamos en el sitio más adecuado para entrar en detalles —agregó ella bajando la voz—. Acuda mañana noche al almacén de loza Casa Novás, en la calle de la Obrapía. Habrá una reunión en punto de las once. Anuncie que va de parte de Samuel.
—¿Quién es Samuel?
—Un judío empeñista de extramuros. Decir que va de su parte es como decir que va de parte del señor obispo o del capitán general: un contacto tan falso como certero. Pero todo el mundo conoce a Samuel y nadie dudará de que es él quien le ha puesto sobre aviso.
—Adelánteme algo.
Suspiró y con su suspiro alzó un escote bastante más profundo y procaz que el que solían gastar sus compatriotas en los encuentros sociales de la capital mexicana.
—Ya se enterará en detalle.
—¿Y usted? ¿O ustedes?
Su reacción fue un pestañeo, como si no se esperara la osadía de aquel dardo directo. Alrededor se oían descorches de botellas y el tintineo de risas y cristales; en el aire flotaban cien voces y un calor denso pringoso como la miel.
—Nosotros, ¿qué?
—¿Usted y su esposo van a participar en ese mismo asunto?
En su garganta quedó ahogada una risa seca.
—Ni de jugando, señor mío.
—¿Por qué no, si se trata de una buena oportunidad?
—Porque, en teoría, no disponemos en este momento de liquidez.
—Le recuerdo que tiene su herencia.
—Le recuerdo que intento mantenerla al margen de mi marido por circunstancias personales que, si me lo permite, prefiero reservar para mí.