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Authors: María Dueñas

La Templanza (17 page)

BOOK: La Templanza
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Al mismito Satanás vendería yo mi alma por saber cuáles son tales negocios, compadre, masculló el minero para sí.

—Iremos hablando —respondió evasivo mientras se levantaba—. De momento, me doy por servido si antes de irme me recomienda un buen sastre de su confianza.

—El italiano Porcio, de la calle Compostela, sin duda; dígale que va de mi parte.

—Listo, pues; muy agradecido.

Ya estaba en pie, dispuesto a marcharse.

—Y una vez subsanado el asunto de su indumentaria, mi estimado don Mauro, me pregunto si quizá no le interesaría también que le recomendara una buena inversión.

Se habría carcajeado con ganas delante del imponente bigote de don Julián Calafat. ¿Sabe una cosa, señor mío?, estuvo tentado de decirle. De todos estos caudales que estoy dejando a su recaudo, de todo esto que me hace parecer ante sus ojos como un boyante extranjero al que el dinero se le sale a chorros por las orejas, ni siquiera una quinta parte es de mi propiedad. Y aun así, para conseguirlo, tuve que hipotecar mi casa con un mezquino prestamista que ansía verme rodando por el barro. Eso debería haberle contestado. Pero, corroído por la curiosidad, se contuvo y permitió al banquero continuar.

—Ni que decirle tengo que este dinero, puesto en algunas operaciones bien escogidas, le rentarían de una manera altamente provechosa.

En vez de quedarse estático a la espera de una respuesta inmediata, Calafat, viejo zorro, le ofreció unos instantes para reaccionar mientras se entretenía en sacar de una caja contigua un par de tabacos de las vegas de Vueltabajo. Tomándose su tiempo, los presionó levemente para apreciar su nivel de humedad; los olfateó después parsimonioso y acabó tendiéndole uno que él, aún de pie, aceptó.

Sin palabra de por medio, cortaron las boquillas con una guillotina de plata. Y luego, sumidos en un silencio prolongado, cada cual encendió el suyo con una larga cerilla de cedro.

Hasta que Mauro Larrea, ocultando la desazón que le comía las tripas, se sentó de nuevo frente al escritorio.

—Usted dirá.

—Precisamente —prosiguió el banquero expulsando las primeras volutas— estamos cerrando estos días un asunto en el que se nos acaba de retirar uno de los socios comanditarios; un asunto que tal vez podría resultar de su interés.

El minero cruzó entonces una pierna sobre otra y se acodó en la butaca. Una vez compuesta la postura, dio otra chupada al habano. Rotunda, plena; como si fuera el amo del mundo. Y con ello logró que su resquebrajada firmeza quedara escondida tras una fachada de cínica seguridad. Ándale pues, se dijo. Nada pierdo con escucharte, viejo.

—Soy todo oídos.

—Un barco congelador.

—¿Perdón?

—El portentoso invento de un alemán; los ingleses andan también tras la misma técnica, pero aún no se han lanzado. Para transportar carne de vacuno fresca desde la Argentina hasta el Caribe. Conservada en perfectas condiciones, lista para el consumo sin necesidad de ser previamente salada como hacen con ese asqueroso tasajo de penca que dan a los negros.

Volvió a chupar el cigarro. Con ansia.

—¿Y cuál es exactamente su propuesta?

—Que se integre en la comandita con una quinta parte del total. Seríamos cinco socios si entra usted. De no hacerlo, esa parte la asumiré yo mismo.

Desconocía el potencial del negocio pero, a juzgar por el calibre de la inversión, se trataba de algo grande. Y su instinto más primario le hacía confiar ciegamente en Calafat. Por eso calculó a la velocidad del rayo. Y, como era previsible, no le salieron las cuentas. Ni siquiera llegaría sumando el dinero de la condesa y el suyo propio.

Pero. Tal vez. Desde encima de la mesa de Calafat, los doblones de oro contenidos en las bolsas de cuero que le entregara Ernesto Gorostiza parecían atraerlo con la fuerza del centro de la Tierra.

¿Y si le propusiera a su hermana invertir con él? Ir a medias, ser socios.

¡Loco, loco, loco!, le habría gritado Andrade de haber estado juntos. No puedes arriesgarte, Mauro; ni se te ocurra emperrarte en algo que no estás en condiciones de asumir. Por tus hijos, compadre, por tus hijos te lo ruego, empieza con tiento y no te ahorques en el primer árbol del camino.

No me vengas con cautelas, compadre, y atiéndeme, protestó mentalmente ante las supuestas palabras del apoderado. Quizá esto no es tan descabellado como puede parecer a simple vista. Algo turba a esa mujer, anoche lo vi en sus ojos, pero no tiene aspecto de necesitar dinero a la desesperada. Tan sólo parece querer blindarlo de su marido por alguna razón que prefiere ocultarme. Para que él no lo despilfarre, seguramente, o para que no se lo lleve a ese viaje que quizá emprenda.

¿Y si se entera su hermano? ¿Y si ella le va con el chisme a tu futuro consuegro? Ésa habría sido la réplica de su apoderado, y también tenía el minero una contestación. Por la cuenta que le trae, callará. Y en caso de que así no fuera, ya contendería yo con Ernesto llegado el momento: para mí que confía más en mí mismo que en ella. Yo puedo ofrecerle a la mexicana poner su plata a buen recaudo sin que ni un alma en La Habana se entere; puedo alejarla permanentemente de las manos de su esposo, invertirla con juicio. Velar por sus bienes, en definitiva, sin que nadie lo sepa.

Todos esos argumentos serían los que le habría expuesto a su amigo de haberlo tenido cerca. Como no lo tenía, calló y siguió atento a Calafat.

—Mire, Larrea, voy a hablarle claro, si me permite la confianza. Esta isla nuestra va a tardar muy poco en irse al carajo, así que yo estoy interesado en empezar a moverme también fuera de ella, por lo que pueda pasar. Acá vive todo el mundo feliz pensando en que seguimos siendo la llave del Nuevo Mundo hasta el fin de los días, convencidos de que el esplendor de la caña, el tabaco y el café nos va a mantener ricos por los siglos de los siglos, amén. Nadie excepto cuatro visionarios parece darse cuenta de la que se avecina al más rico florón de la Corona. Todas las colonias españolas de Ultramar se han independizado y han emprendido sus propios caminos, y más pronto que tarde, nuestro destino será romper también ese cordón umbilical. El problema es cómo lo haremos y hacia dónde iremos después…

Los números seguían bailando en la cabeza del minero en forma de operaciones matemáticas: lo que tengo, lo que debo, lo que puedo conseguir. El futuro de Cuba le importaba en ese momento bien poco. Pero, por mera cortesía, fingió una cierta curiosidad.

—Me hago cargo, supongo que la situación será como en México antes de la independencia: la metrópoli imponiendo tributos exagerados y manteniendo un rígido control, y todos sometidos a las leyes dictadas a su antojo.

—Exactamente. Esta isla, no obstante, es mucho menos compleja que México. Por extensión, por sociedad, por economía. Acá todo es infinitamente más simple y sólo tenemos tres opciones reales de futuro. Y en confianza le digo que no sé cuál de todas es la peor.

La inversión, don Julián. El asunto del congelador: deje de divagar y hábleme de él, por lo que más quiera. Pero el banquero no parecía tener el don de leer el pensamiento así que, ajeno a las preocupaciones de su nuevo cliente, prosiguió con su disertación sobre el incierto porvenir de la Gran Antilla:

—La primera solución, que es la que defiende la oligarquía, es que nos quedemos eternamente vinculados a la Península, pero ganando cada vez más poder propio con una mayor representación en las Cortes españolas. De hecho, los propietarios de las grandes fortunas de la isla ya invierten millones de reales en comprar influencias en Madrid.

De nuevo, por educación, no tuvo más remedio que intervenir.

—Pero ellos serían los más beneficiados con la independencia: dejarían de pagar tributos y aranceles y comerciarían con mayor libertad.

—No, amigo mío, no —replicó Calafat contundente—. La independencia sería para ellos la peor de las opciones porque implicaría el fin de la esclavitud. Perderían las fortunas invertidas en las dotaciones de esclavos y, sin el robusto brazo africano trabajando dieciséis horas diarias en las plantaciones, sus negocios no se sostendrían en pie ni tres semanas. Paradójicamente, fíjese qué ironía, ellos están en cierta manera esclavizados por sus esclavos también. Sus propios negros son los que les impiden arriesgarse a ser independientes.

—¿Nadie quiere la independencia, entonces?

—Por supuesto que sí, pero casi como una utopía: una república liberal y antiesclavista, laica a ser posible. Un hermoso ideal promovido por los patriotas soñadores desde sus logias masónicas, con sus reuniones a escondidas y su prensa clandestina. Pero eso no es más que una ilusión platónica, me temo: la realidad es que, de momento, no tenemos fuerzas ni estructuras para vivir sin tutela. Poco duraríamos sin que nos cayera encima otra mano opresora.

Él arqueó una ceja.

—Los Estados Unidos de América, mi respetado don Mauro —prosiguió Calafat—. Cuba es su principal objetivo más allá del territorio continental; siempre hemos estado en su punto de mira como una obsesión. Ahora mismo todo está frenado por su propia guerra civil pero, en cuanto dejen de matarse entre ellos, juntos o separados volverán otra vez la mirada hacia nosotros. Ocupamos una posición estratégica frente a las costas de la Florida y la Luisiana, y más de tres cuartas partes de nuestra producción azucarera va para el norte; por acá se les admira y ellos se mueven a sus anchas. De hecho, le han propuesto a España comprarnos varias veces. No les hace la menor gracia que gran parte de los muchísimos dólares que ellos pagan por endulzar su té y sus bizcochos acabe en las arcas de la Corona borbónica en forma de impuestos, ¿me entiende?

Pinches gringos, otra vez.

—Perfectamente, señor Calafat. O sea, que el dilema de Cuba está entre seguir atada a la codiciosa madre patria o pasar a las manos de los mercachifles del norte.

—A no ser que suceda lo más temido.

El banquero se quitó los anteojos, como si le molestaran a pesar de la levedad de su fina montura de oro. Los depositó cuidadosamente sobre la mesa, después le miró con pupilas de miope y le aclaró la cuestión:

—El levantamiento de la negrada, amigo. Una sublevación de los esclavos, algo parecido a lo que ocurrió en Haití a principios de siglo, cuando obtuvieron la independencia de los franceses. Ése es el miedo mayor de esta isla, nuestro eterno fantasma: que los negros nos fulminen. La pesadilla recurrente en todo el Caribe.

Asintió, comprendiendo.

—Así que por todas partes estamos bien jodidos —añadió el cubano—, si me permite la expresión.

No se escandalizó por la palabra, ciertamente. Pero sí le chocó la desnuda lucidez con la que Calafat le había esbozado aquellas perspectivas.

—Y mientras tanto —continuó con cierta sorna—, aquí seguimos en la Perla de las Antillas, retozando en el lujo de nuestros salones y bailando contradanzas una noche sí y otra también, aplastados por la indolencia, el gusto por aparentar y la cortedad de miras. Todo es así en esta isla: sin conciencia, sin un orden moral. Para todo hay una excusa, una justificación o un pretexto. No somos más que un gran campamento de negociantes frívolos e irresponsables ocupados tan sólo por el presente: nadie tiene interés en educar sólidamente a sus hijos, no existe la pequeña propiedad, casi todos los comerciantes son extranjeros, las fortunas se disipan como la espuma en cualquier mesa de juego y raro es el negocio que trasciende hasta una segunda generación. Somos vivos, simpáticos y generosos, apasionados incluso, pero la negligencia acabará comiéndonos por los pies.

Interesante, razonó él. Un buen retrato de la isla resumido con sensatez y brevedad. Y ahora, señor Calafat, vaya al grano, si no le importa. Su mandato mental, por fin, encontró respuesta.

—Por eso le propongo entrar como accionista en esta empresa. Porque usted es mexicano. O español mexicanizado como me ha explicado, tanto me da. Pero su fortuna proviene de México y allá pretende usted regresar, a una nación hermana e independiente, y eso es lo que de verdad me importa.

—Disculpe mi ignorancia, pero sigo sin comprender la razón.

—Porque si yo a usted le tiendo ahora una mano acá y le incluyo en mis negocios, amigo mío, estoy seguro de que usted me la tenderá a mí allá si alguna vez las cosas se ponen turbias en esta isla y tengo que expandirme hacia otros territorios.

—No está la situación en México ahora mismo para grandes inversiones, si me permite aclararle.

—Lo sé de sobra. Pero en algún momento se encauzará. Y ustedes tienen riquezas gigantescas por explotar aún. Por eso le propongo que se sume a nuestra empresa. Hoy por ti, y mañana por mí, como dice el refrán.

Décadas de guerra civil, las arcas del Estado llenas de telarañas, agrias tensiones con las potencias europeas. Ése era en realidad el panorama que había dejado atrás en su patria de adopción. Pero no insistió. Si el banquero anticipaba un porvenir más luminoso, no era él quién para abrirle los ojos a costa de su propio perjuicio.

—¿Cuándo cree usted que podría comenzarse a obtener réditos en el asunto del barco de carne congelada? —preguntó entonces reconduciendo la conversación hacia su lado más pragmático—. Perdone mi franqueza, pero desconozco de momento el tiempo que me quedaré en Cuba y antes de nada necesitaría contar con esa previsión.

—Unos tres meses hasta que recibamos el primer cargamento. Tres meses y medio quizá, dependiendo de la mar. Por lo demás, todo está listo: la maquinaria montada, los permisos concedidos…

Tres meses, tres y medio. Justo lo que necesitaba para hacer frente al primer plazo de su deuda. A su memoria acudió Tadeo Carrús, consumido y cicatero, rogando a la Virgen de Guadalupe que le concediera vida para poder contemplar su derrumbe. Y Dimas, el hijo tronchado, contando los balcones de su casa en medio de la noche. Y Nico, deambulando por Europa o a punto de regresar.

—Y ¿de qué beneficio estamos hablando, don Julián?

—Estime multiplicar por cinco lo invertido.

Estuvo a punto de bramar un cuente conmigo, viejo. Aquello podría ser su salida definitiva. Su salvación. El proyecto parecía prometedor y solvente; Calafat también. Y el plazo, el justo para cobrar y volver a México. Los números y las fechas seguían bailándole desenfrenados en la cabeza mientras la voz de su apoderado volvía a tronar de lejos. Soborna a un funcionario de los muelles para que te dé un soplo sobre algún cargamento, métete en el contrabando si hace falta; peores cosas hicimos tú y yo en otros tiempos, cuando trampeábamos como demonios con el azogue para las minas. Pero no pretendas arrastrar contigo a una mujer a la que apenas conoces a espaldas de su marido, cabrón. No juegues con fuego, por Dios.

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