—¿Ven?… La dama negra se encuentra todavía en B2, antes de desplazarse a C2. Así que ahora tendremos que averiguar la jugada de las blancas que ha obligado a la dama a efectuar ese movimiento.
—Está claro que movió una torre blanca —dijo César. La que está en B5… Pudo venir de cualquier casilla situada en la fila horizontal 5, la muy pérfida.
—Tal vez —repuso el ajedrecista—. Pero eso no justifica completamente la huida de la dama.
César parpadeó, sorprendido.
—¿Por qué? —Sus ojos iban del tablero a Muñoz, y de éste al tablero—. Está claro que la reina huyó ante la amenaza de la torre. Usted mismo lo ha dicho hace un instante.
—Dije que
tal vez
huyó de las torres blancas, pero en ningún momento afirmé que fuese un
movimiento
de la torre blanca a B5 el que hizo huir a la dama.
—Me pierdo —confesó el anticuario.
—Pues observe bien el tablero… No importa qué movimiento haya hecho la torre blanca que ahora está en B5, porque la otra torre blanca, la que se encuentra en B6,
ya le habría estado dando jaque a la dama negra antes
, ¿se da cuenta?
César estudió de nuevo el juego, esta vez durante un par de largos minutos.
—Insisto en que me doy por vencido —dijo al fin, desmoralizado. Se había bebido hasta la última gota de su ginebra con limón mientras Julia, a su lado, fumaba un cigarrillo tras otro—. Si no fue la torre blanca la que movió a B5, entonces todo el razonamiento se viene abajo… Estuviera donde estuviese la pieza, esa antipática reina tuvo que mover antes, pues el jaque era anterior…
—No —contestó Muñoz—. No forzosamente. La torre pudo, por ejemplo, comerse una pieza negra en B5.
Animados por aquella perspectiva, César y Julia estudiaron el juego con renovados ánimos. Al cabo de otro par de minutos, el anticuario levantó el rostro para dirigirle a Muñoz una ojeada de respeto.
—Eso es —dijo, admirado—. ¿No lo ves, Julia?… Una pieza negra en B5 cubría a la reina de la amenaza que supone la torre blanca que está en la casilla B6. Al ser comida esa pieza negra por la otra torre blanca, la reina quedó bajo su amenaza directa —miró de nuevo a Muñoz buscando confirmación—. Tiene que ser eso… No hay otra posibilidad —estudió de nuevo el tablero, dubitativo—. Porque no la hay, ¿verdad?
—No lo sé —respondió honestamente el jugador de ajedrez, y a Julia se le escapó un desesperado «santo Dios» al escuchar aquello—. Usted acaba de formular una hipótesis, y en ese caso siempre se corre el riesgo de distorsionar los hechos para que se ajusten a la teoría, en vez de procurar que la teoría se ajuste a los hechos.
—¿Entonces?
—Pues exactamente eso. Hasta ahora sólo podemos considerar como hipótesis que la torre blanca se haya comido una pieza negra en B5. Falta comprobar si hay otras variantes y, en ese caso, descartar todas las que son imposibles —el brillo de sus ojos se tornaba opaco, y parecía más cansado y gris al hacer un gesto indefinible con las manos, a medio camino entre la justificación y la incertidumbre. La seguridad que desplegó durante la explicación de las jugadas se había desvanecido; ahora se mostraba otra vez huraño y torpe—. A eso me refería —sus ojos evitaron encontrarse con los de Julia— cuando le dije que tropecé con problemas.
—¿Y el siguiente paso? —preguntó la joven.
Muñoz observaba las piezas con aire resignado.
—Supongo que un lento y enojoso estudio de las seis piezas negras que hay fuera del tablero… Intentaré averiguar cómo y dónde pudo ser comida cada una de ellas.
—Eso puede llevar días —dijo Julia.
—O minutos, depende. A veces, la suerte o la intuición echan una mano —le dirigió una larga mirada al tablero y después al Van Huys—. Pero hay algo de lo que no me cabe la menor duda —dijo tras reflexionar un instante—. Quien pintó ese cuadro, o concibió el problema, tenía un modo muy peculiar de jugar al ajedrez.
—¿Cómo lo definiría usted? —quiso saber Julia.
—¿A quién?
—Al jugador que no está ahí… Al que se acaba de referir hace un momento.
Muñoz miró la alfombra y después el cuadro. En sus ojos había un punto de admiración, pensó ella. Tal vez el respeto instintivo de un ajedrecista hacia un maestro.
—No sé —dijo en voz baja, evasivo—. Quienquiera que fuese, era muy retorcido… Todos los buenos jugadores lo son, pero ese tenía algo más: una capacidad especial para tender pistas falsas, trampas de todo tipo… Y disfrutaba con ello.
—¿Es posible? —preguntó César—. ¿Podemos realmente averiguar el carácter de un jugador por su forma de comportarse ante un tablero?
—Yo creo que sí —respondió Muñoz.
—En ese caso, ¿qué más piensa usted del que ideó esa partida, teniendo en cuenta que lo hizo en el siglo quince?
—Yo diría… —Muñoz contemplaba el cuadro, absorto—. Yo diría que jugaba al ajedrez de un modo diabólico.
«Y dónde está el final, lo descubrirás
cuando llegues a él.»
Balada del Viejo de Leningrado
Cuando regresó al coche, Menchu se había puesto al volante, pues estaban en doble fila. Julia abrió la puerta del pequeño Fiat y se dejó caer en el asiento.
—¿Qué han dicho? —preguntó la galerista.
No respondió en seguida; aún tenía demasiadas cosas en qué pensar. Con la mirada perdida en el tráfico que discurría calle abajo, sacó un cigarrillo del bolso, se lo puso en los labios y presionó el encendedor automático del salpicadero.
—Ayer estuvieron aquí dos policías —dijo por fin—. Haciendo las mismas preguntas que yo —al sonar el
clic
del encendedor, lo aplicó al extremo del cigarrillo—. Según el encargado, el sobre lo trajeron el mismo jueves, a primera hora de la tarde.
Menchu tenía las manos crispadas sobre el volante, blanqueándole los nudillos entre el reflejo de las sortijas.
—¿Quién lo trajo?
Julia exhaló lentamente el humo.
—Según el encargado, una mujer.
—¿Una mujer?
—Eso ha dicho.
—¿Qué mujer?
—Mediana edad, bien vestida, rubia. Con impermeable y gafas de sol —se volvió hacia su amiga—. Podrías haber sido tú.
—Eso no tiene gracia.
—No. La verdad es que no la tiene —Julia emitió un largo suspiro—. Pero según esa descripción pudo ser cualquiera. No dejó nombre ni dirección; limitándose a dar los datos de Álvaro como remitente. Pidió entrega rápida y se fue. Eso es todo.
Se internaron por el tráfico de los bulevares. Otra vez amenazaba lluvia, y algunas minúsculas gotitas chispeaban ya sobre el parabrisas. Menchu hizo un ruidoso cambio de marchas y arrugó la nariz, preocupada.
—Oye, esto lo coge Agatha Christie y hace un novelón.
Julia torció la boca, sin humor.
—Sí, pero con un muerto de verdad —se llevó el cigarrillo a los labios mientras imaginaba a Álvaro, desnudo y mojado. Si hay algo peor que morir, pensó, es hacerlo de un modo grotesco, con gente que llega y te mira cuando estás muerto. Pobre diablo.
—Pobre diablo —repitió en voz alta.
Se detuvieron ante un paso de peatones. Menchu dejó de observar el semáforo para dirigirle a su amiga una ojeada inquieta. Le preocupaba, dijo, ver a Julia metida en semejante embrollo. Ella misma, sin ir más lejos, no las tenía todas consigo, así que había roto una de sus normas de obligado cumplimiento, instalando a Max en casa hasta que se aclarasen las cosas. Y Julia debería seguir su ejemplo.
—¿Llevarme a Max?… No, gracias. Prefiero arruinarme sola.
—No empieces con lo mismo, guapita. No seas pesada —el semáforo cambiaba a verde y Menchu puso una marcha, acelerando—. Sabes perfectamente que no me refería a él… Además, es un cielo.
—Un cielo que te chupa la sangre.
—No sólo la sangre.
—Haz el favor de no ser ordinaria.
—Ya salió sor Julia del Santísimo Sacramento.
—A mucha honra.
—Mira. Max será lo que quieras, pero también es tan guapo que me pongo mala cada vez que lo miro. Como la Butterfly esa con su Corto Maltés, cof, cof, entre tos y tos… ¿O era Armando Duval? —insultó a un peatón que cruzaba e hizo deslizarse el Fiat, con indignados bocinazos, por el reducido espacio que quedaba entre un taxi y un humeante autobús—. Pero, hablando en serio, no me parece prudente que sigas viviendo sola… ¿Y si hay un asesino de verdad, que decide meterse ahora contigo?
Julia encogió los hombros, malhumorada.
—¿Y qué quieres que haga?
—Pues no sé, mujer. Irte a vivir con alguien. Si quieres, hago un sacrificio: despacho a Max, y te vienes conmigo.
—¿Y el cuadro?
—Lo traes, y sigues trabajando en mi casa. Me aprovisiono bien de conservas, coca, vídeos cochinos y bebidas alcohólicas, y nos atrincheramos allí las dos, como en Fort Apache, hasta que nos libremos del cuadro. Por cierto, dos cosas. Primera: he concertado una ampliación del seguro, por si las moscas…
—¿De qué moscas hablas? El Van Huys lo tengo a buen recaudo, en casa, bajo siete llaves. La instalación de seguridad me costó una fortuna, acuérdate. Aquello es como el Banco de España, pero en pobre.
—Nunca se sabe —empezaba a llover en serio, y Menchu puso en marcha el limpiaparabrisas—… Lo segundo es que no le digas a don Manuel ni una palabra de todo esto.
—¿Por qué?
—Pareces boba, hija. Es justo lo que necesita la sobrinita Lola para estropearme el negocio.
—Nadie ha relacionado todavía el cuadro con Álvaro.
—Y que Dios te oiga. Pero la policía tiene muy poco tacto, y pueden haberse puesto en contacto con mi cliente. O con la zorra de su sobrina… En fin. Esto se complica una barbaridad. Tentada estoy de transferirle el problema a Claymore, cobrar mi comisión y punto.
La lluvia en los cristales hacía desfilar una sucesión de imágenes desenfocadas y grises, creando un paisaje irreal en torno al automóvil. Julia miró a su amiga.
—Por cierto —dijo—. Esta noche ceno con Montegrifo.
—Qué me dices.
—Como lo oyes. Está interesadísimo en hablar conmigo de negocios.
—¿Negocios?… De paso, querrá jugar a papás y mamás.
—Telefonearé para contártelo.
—No pegaré ojo hasta entonces. Porque ése también se ha olido algo. Te apuesto la virginidad de mis tres próximas reencarnaciones.
—Te he dicho que no seas ordinaria.
—Y tú no me traciones, monina. Soy tu amiga, recuerda. Tu amiga íntima.
—Fíate y no corras.
—Te apuñalo, oye. Como a la Carmen de Merimée.
—Vale. Pero te has saltado un semáforo en rojo. Y como el coche es mío, después las multas me toca pagarlas a mí.
Miró por el retrovisor, viendo otro coche, un Ford azul de cristales oscuros, que pasaba tras ellas a pesar de estar cerrado el semáforo, aunque un instante después desapareció, girando a la derecha. Creía recordar el mismo coche aparcado al otro lado de la calle, también en doble fila, cuando salió de la agencia de mensajeros. Pero resultaba difícil saberlo, con todo aquel tráfico, y la lluvia.
Paco Montegrifo era de esos tipos que dejan los calcetines negros para chóferes y camareros y se deciden, desde que tienen uso de razón, por los de color azul marino muy oscuro. Vestía de un gris también oscuro e impecable, y el corte de su traje a medida, con el primer botón cuidadosamente desabrochado en cada uno de los puños de la chaqueta, parecía extraído de las páginas de una revista de alta moda masculina. Camisa de cuello Windsor, corbata de seda y un pañuelo que asomaba discretamente por el bolsillo superior, definían su apariencia perfecta cuando se levantó de una butaca del vestíbulo y fue al encuentro de Julia.
—Válgame Dios —dijo mientras le estrechaba la mano; una blanca sonrisa resplandecía en agradable contraste con su piel tostada—. Está usted deliciosamente guapa.
Aquella introducción marcó el tono de la primera parte. Él admiró sin reservas el vestido de terciopelo negro, ceñido, que vestía Julia, y después tomaron asiento en una mesa reservada junto al ventanal desde el que podían contemplar una panorámica nocturna del Palacio Real. A partir de ese momento, Montegrifo desplegó una adecuada panoplia de miradas no impertinentes pero sí intensas, y sonrisas seductoras. Tras el aperitivo, y mientras un camarero preparaba los entremeses, el director de Claymore pasó a emitir breves preguntas como oportuno pie a inteligentes respuestas que escuchaba, los dedos cruzados bajo la barbilla y la boca entreabierta, con expresión gratamente absorta que, de paso, le permitía lanzar destellos con la luz de las velas reflejada en su dentadura.
La única referencia al Van Huys antes de los postres consistió en la cuidadosa elección por parte de Montegrifo de un Borgoña blanco para acompañar el pescado. En honor del arte, dijo con gesto vagamente cómplice, y eso le dio ocasión de iniciar una breve charla sobre los vinos franceses.
—Es una cuestión —explicó mientras los camareros seguían afanándose en torno a la mesa— que evoluciona curiosamente con la edad… Al principio uno se siente acérrimo partidario del Borgoña tinto o blanco: el mejor compañero hasta que se cumplen treinta y cinco años… Pero después, y sin renegar del Borgoña, hay que pasarse al Burdeos: un vino para adultos, serio y apacible. Sólo a partir de los cuarenta se es capaz de sacrificar una fortuna por una caja de Petrus o de Chateau d'Yquem.
Probó el vino, mostrando su aprobación con un movimiento de cejas, y Julia supo apreciar la exhibición en lo que valía, dispuesta a seguir el juego con naturalidad. Hasta disfrutó de la cena y la banal conversación, decidiendo que, en otras circunstancias, Montegrifo habría sido una agradable compañía con su voz grave, aquellas manos bronceadas y el discreto aroma a agua de colonia, cuero fino y buen tabaco. Incluso a pesar de su costumbre de acariciarse la ceja derecha con el dedo índice y mirar de soslayo, de vez en cuando, su propia imagen reflejada en el cristal de la ventana.
Siguieron hablando de cualquier cosa menos del cuadro, incluso después de terminar ella su rodaja de salmón a la Royale y de ocuparse él, utilizando exclusivamente el tenedor de plata, de su lubina Sabatini. Un auténtico caballero, explicó Montegrifo con una sonrisa que le restaba solemnidad al comentario, no recurría jamás a la pala del pescado.
—¿Y cómo quita las espinas? —se interesó Julia.
El subastador sostuvo su mirada, imperturbable.
—Nunca voy a restaurantes donde sirven el pescado con espinas.