—Dicen que es el mejor.
El ajedrecista le dirigió a César una mirada indefinible. Tal vez lo fuera, creyó leer Julia en aquel gesto, pero eso no tenía nada que ver con el asunto. Ser el mejor no significaba nada. Se podía ser el mejor, igual que se podía ser rubio o tener los pies planos, sin que eso llevara implícita la obligación de ir por ahí demostrándoselo a la gente.
—Si fuera lo que usted dice —respondió al cabo de un instanteme presentaría a torneos y cosas así. Y no lo hago.
—¿Por qué?
Muñoz le echó un vistazo a su taza de café vacía antes de encogerse de hombros.
—Porque no. Para eso hay que tener ganas. Quiero decir ganas de ganar… —los miró como si no estuviese muy seguro de que entendieran sus palabras—. Y a mí me da lo mismo.
—Un teórico —comentó César, con gravedad en la que Julia detectó oculta ironía.
Muñoz sostuvo la mirada del anticuario con aire reflexivo, como si se esforzara por encontrar la respuesta idónea.
—Tal vez —dijo por fin—. Por eso no creo serles de mucha utilidad.
Hizo el gesto de levantarse, interrumpido apenas iniciado, cuando Julia alargó una mano, poniéndosela en el brazo. Fue un contacto breve, con angustiosa premura que más tarde, a solas, César calificaría, enarcando una ceja, como de oportunísima femineidad, querida, la dama que solicita ayuda sin excederse en los términos, evitando que el pájaro volase. Él, César, no habría sabido hacerlo mejor; sólo hubiera articulado un gritito de alarma en absoluto apropiado a las circunstancias. El caso es que Muñoz miró un momento hacia abajo, fugazmente, la mano que Julia ya retiraba, y permaneció sentado mientras sus ojos se deslizaban por la superficie de la mesa, deteniéndose en la contemplación de sus propias manos, de uñas no muy limpias, inmóviles a uno y otro lado de la taza.
—Necesitamos su ayuda —dijo Julia en voz baja—. Se trata de algo importante, se lo aseguro. Importante para mí y para mi trabajo.
El ajedrecista ladeó un poco la cabeza antes de mirarla, no directamente, sino a la barbilla; como temiendo que dirigirse a sus ojos estableciera entre ambos un compromiso que no estaba dispuesto a asumir.
—No creo que me interese —respondió por fin.
Julia se inclinó sobre la mesa.
—Plantéeselo como una partida distinta a las que ha jugado hasta ahora… Una partida que, esta vez, valdría la pena ganar.
—No veo por qué iba a ser distinta. En el fondo siempre es la misma partida.
César se impacientaba.
—Le aseguro, mi querido amigo —el anticuario traicionaba su irritación dándole vueltas al topacio en su mano derecha— que no consigo explicarme su extraña apatía… ¿Por qué juega, entonces, al ajedrez?
El jugador meditó un poco. Después su mirada volvió a deslizarse sobre la mesa, pero esta vez no se detuvo en la barbilla de César, sino que fue directamente a sus ojos.
—Quizá —respondió con calma— por la misma razón que usted es homosexual.
Parecía que un viento helado acabara de congelar la mesa. Julia encendió un cigarrillo con precipitación, literalmente aterrada por la inconveniencia que Muñoz había formulado sin énfasis ni agresividad alguna. Por el contrario, el ajedrecista miraba al anticuario con una especie de atención cortés, como si, en el curso de un diálogo convencional, aguardase la réplica de un interlocutor respetable. Había una total ausencia de intención en aquella mirada, interpretó la joven. Incluso cierta inocencia, como un turista que, sin percatarse, transgrede las normas locales con su torpeza forastera.
César se limitó a inclinarse un poco hacia Muñoz, con aire interesado y una sonrisa de diversión bailándole en la boca fina y pálida.
—Mi querido amigo —dijo con suavidad—. Por su tono y semblante, deduzco que no tiene nada que objetar a lo que yo, humildemente, podría encarnar de una u otra forma… De idéntico modo, imagino, que nada tenía que objetar contra el rey blanco, o contra el jugador al que se enfrentaba hace un rato allá arriba, en el club. ¿No es cierto?
—Más o menos.
El anticuario se volvió hacia Julia.
—¿Te das cuenta, princesa? Todo está en orden; no hay motivo de alarma… Este cielo de hombre sólo pretendía sugerir que él no juega al ajedrez sino porque su naturaleza contiene ya el juego en sí —la sonrisa de César se acentuó, condescendiente—. Algo
terriblemente
relacionado con problemas, combinaciones, ensueños… En comparación con eso ¿qué puede suponer un prosaico jaque mate? —se echó hacia atrás en la silla mirando los ojos de Muñoz, que lo observaban imperturbables—. Yo se lo voy a decir. No supone nada —levantó las palmas de las manos, como si invitara a que Julia y el ajedrecista comprobasen la realidad de sus palabras—. ¿No es verdad, amigo mío?… Sólo un desolador punto final, un forzado retorno a la realidad —arrugó la nariz—. A la verdadera existencia; la rutina de lo común y lo cotidiano.
Cuando César terminó de hablar, Muñoz estuvo un rato en silencio.
—Tiene gracia —entornaba los ojos en algo parecido a una insinuación de sonrisa que no conseguía asentársele en la boca—. Es exactamente eso, supongo. Pero nunca lo había oído decir en voz alta.
—Celebro iniciarlo en la materia —respondió César con intención, y con una risita que le valió una reprobadora mirada de Julia.
El ajedrecista había perdido parte de su seguridad. Ahora parecía un poco desconcertado.
—¿Usted también juega al ajedrez?
César soltó una breve carcajada. Insoportablemente teatral esa mañana, pensó Julia; como cada vez que disponía de un público apropiado.
—Sé mover las piezas, como todo el mundo. Pero es un juego que no me da frío ni calor… —dirigió a Muñoz una mirada repentinamente seria—. Yo a lo que juego, mi estimadísimo amigo, es a esquivar cada día los jaques de la vida, que no es poco —movió la mano con desgana y delicadeza, en un gesto que abarcaba a ambos—. Y como usted, querido, como todos, necesito también mis pequeños trucos para ir tirando.
Muñoz miró hacia la puerta de la calle, aún confuso. La luz del local le daba un aire fatigado, acentuando las sombras en sus ojos, que parecían más hundidos. Con las grandes orejas asomando sobre el cuello de la gabardina, la nariz grande y el rostro huesudo, parecía un perro desgarbado y flaco.
—De acuerdo —dijo—. Llévenme a ver ese cuadro.
Y allí estaban, aguardando el veredicto de Muñoz. Su incomodidad inicial por hallarse en una casa desconocida en presencia de una guapa joven, un anticuario de ambiguas aficiones y un cuadro de equívoca apariencia, parecía desvanecerse conforme
La partida de ajedrez
representada en la pintura se apoderaba de su atención. Durante los primeros minutos la había estado observando inmóvil y en silencio, algo apartado y con las manos a la espalda, en postura idéntica, observó Julia, a la de los curiosos que miraban, en el club Capablanca, el desarrollo de las partidas ajenas. Y, por supuesto, era exactamente eso lo que hacía. Al cabo de un rato, durante el que nadie dijo una palabra, pidió lápiz y papel, y tras otra breve reflexión se apoyó en la mesa para trazar un croquis de la partida, levantando de vez en cuando los ojos para observar la posición de las piezas.
—¿De qué siglo es la pintura? —preguntó. Había dibujado un cuadrado, dividiéndolo en sesenta y cuatro casillas mediante rayas verticales y horizontales.
—Finales del quince —respondió Julia.
Muñoz fruncía el entrecejo.
—El dato de la fecha es importante. Por esa época, las reglas del ajedrez ya eran casi las mismas que ahora. Pero hasta entonces el movimiento de algunas piezas resultaba distinto… La reina, por ejemplo, sólo podía desplazarse en diagonal a una casilla vecina, y más tarde saltar tres. Y el enroque del rey no se conoció hasta la Edad Media —dejó el dibujo un momento para observar con más atención—. Si quien desarrolló esa partida lo hizo con reglas modernas, tal vez podamos resolverla. Si no, será difícil.
—Fue en la actual Bélgica —apuntó César—. Hacia mil cuatrocientos setenta.
—No creo que haya problema, entonces. Al menos, no insoluble.
Julia se levantó de la mesa para acercarse al cuadro, observando la posición de las piezas pintadas.
—¿Cómo sabe que acaban de mover las negras?
—Salta a la vista. Basta observar la disposición de las piezas. O los jugadores —Muñoz señaló a Fernando de Ostenburgo—. Ese de la izquierda, el que juega con negras y mira hacia el pintor, o hacia nosotros, está más relajado. Incluso distraído, como si su atención se dirigiera a los espectadores en vez de al tablero… —señaló a Roger de Arras—. El otro, sin embargo, estudia una jugada que acaban de hacerle. ¿No ven cómo se concentra? —volvió a su croquis—. Hay, además, otro método para averiguarlo; en realidad vamos a trabajar con él. Se llama análisis retrospectivo.
—¿Análisis qué?
—Retrospectivo. Partiendo de una posición determinada en el tablero, reconstruir la partida hacia atrás para comprobar cómo se llegó a esa situación… Una especie de ajedrez al revés, para que me entiendan. Por inducción; se empieza por los resultados y se llega a las causas.
—Como Sherlock Holmes —comentó César, visiblemente interesado.
—Algo así.
Julia se había vuelto hacia Muñoz y le dedicaba una mirada incrédula. Hasta aquel momento, el ajedrez no había significado otra cosa para ella que un juego de reglas algo más complicadas que el parchís, o el dominó, que sólo requería mayor concentración e inteligencia. Por eso la impresionaba tanto la actitud de Muñoz respecto al Van Huys. Era evidente que aquel espacio pictórico en tres planos —espejo, salón, ventana— en donde se planteaba el momento registrado por Pieter Van Huys, un espacio en el que ella misma había llegado a sentir vértigo a causa del efecto óptico creado por el talento del artista, resultaba para Muñoz —que hasta ese momento lo desconocía casi todo respecto al cuadro, e ignoraba buena parte de sus inquietantes connotaciones— un espacio familiar al margen del tiempo y los personajes. Un espacio en el que parecía moverse a sus anchas como si, haciendo abstracción del resto, el ajedrecista fuera capaz de asumir en el acto la posición de las piezas, integrándose con pasmosa naturalidad en el juego. Y además, a medida que se concentraba en
La partida de ajedrez
, Muñoz se iba despojando de su perplejidad inicial, de la reticencia y confusión mostradas en el bar, y volvía a parecerse al jugador impasible y seguro bajo cuya apariencia ella lo vio por primera vez en el club Capablanca. Como si bastara la presencia de un tablero para que aquel hombre huraño, indeciso y gris, recobrase la seguridad y la confianza.
—¿Quiere decir que es posible jugar hacia atrás, hasta el principio,
La partida de ajedrez
que hay pintada en el cuadro?
Muñoz hizo uno de aquellos gestos suyos que no comprometían a nada.
—No sé si hasta el principio… Pero supongo que podremos reconstruir unas cuantas jugadas —miró el cuadro, como si acabase de verlo bajo una nueva luz, y luego se dirigió a César—. Imagino que eso es exactamente lo que pretendía el pintor.
—Es usted quien debe averiguarlo —respondió el anticuario—. La perversa pregunta es quién se comió un caballo.
—El caballo blanco —puntualizó Muñoz—. Sólo hay uno fuera del tablero.
—Elemental —dijo César, y añadió, con una sonrisa—. Querido Watson.
El ajedrecista ignoró la broma o no quiso darse por enterado; el humor no parecía ser uno de sus rasgos. Julia se acercó al sofá, sentándose junto al anticuario, fascinada como una chiquilla ante un excitante espectáculo. Muñoz ya había terminado el croquis y se lo mostraba.
—Esta —explicó— es la posición representada en el cuadro:
—… Como ven, he asignado unas coordenadas a cada una de las casillas, para facilitarles la localización de las piezas. Visto así, desde la perspectiva del jugador de la derecha…
—Roger de Arras —apuntó Julia.
—Roger de Arras o como se llame. El caso es que, visto el tablero desde esa posición, numeramos del uno al ocho las casillas en profundidad, y le adjudicamos una letra, de la A a la H, a las casillas en horizontal —las indicó con el lápiz—. Hay otras clasificaciones más técnicas, pero tal vez se perderían.
—¿Cada signo corresponde a una pieza?
—Sí. Son signos convencionales, unos negros y otros blancos. Aquí debajo he anotado la identificación de cada uno: