La tabla de Flandes (20 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: La tabla de Flandes
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—Entonces, sólo pudo ser la torre negra que está fuera del tablero… La torre blanca tuvo que comérsela en B5.

—Imposible. Por la disposición de las piezas alrededor de la casilla A8, es evidente que la torre negra fue comida ahí, en su sitio original, sin que llegase a mover. Comida por un caballo blanco, aunque en este caso quien se la comió sea lo de menos…

Julia levantó la vista del tablero, desorientada.

—No consigo entenderlo… Eso descarta cualquier pieza negra. ¿Qué es lo que se comió esta torre blanca en B5?

Muñoz sonrió a medias, sin suficiencia alguna. Sólo parecía divertido por la pregunta de Julia, o por la respuesta que iba a dar.

—En realidad, ninguna. No, no me mire así. Su pintor Van Huys era también un maestro a la hora de ofrecer pistas falsas… Porque nadie comió nada en B5 —cruzó los brazos mientras inclinaba la frente sobre el pequeño tablero, quedándose en silencio. Después miró a Julia, antes de tocar la dama negra con un dedo—. Si la última jugada de blanco no fue una amenaza a la dama negra con la torre, eso significa que una pieza blanca tuvo que descubrir, al mover, el jaque de la torre blanca a la dama negra… Me refiero a una pieza blanca que estuviera en B4 o en B3. Van Huys tuvo que reírse mucho para su coleto, al saber que con el espejismo de las dos torres iba a gastarle una buena broma a quien intentara resolver su acertijo.

Julia hizo un lento gesto afirmativo con la cabeza. Una simple frase de Muñoz hacía que un rincón del tablero que hasta entonces parecía estático, sin importancia, se llenara de infinitas posibilidades. Había una magia especial en el modo en que aquel hombre era capaz de guiar a los demás a través del complejo laberinto en blanco y negro del que poseía claves ocultas. Como si fuera capaz de orientarse por una red de invisibles conexiones que discurriesen bajo el tablero dando lugar a combinaciones imposibles, insospechadas, a las que bastaba con referirse para que cobraran vida, apareciendo en la superficie de un modo tan evidente que sorprendía no haberlas visto antes.

—Entiendo —respondió, tras unos segundos—. Esa pieza blanca protegía a la dama negra de la torre. Y, al quitarse de en medio, dejó a la dama negra en jaque.

—Exacto.

—¿Y qué pieza fue?

—Tal vez pueda averiguarlo usted misma.

—¿Un peón blanco?

—No. Uno fue comido en A5 o B6, y el otro demasiado lejos. Los demás tampoco han podido ser.

—Pues no se me ocurre nada, la verdad.

—Mire bien el tablero. Podría decírselo yo desde el principio; pero sería privarla de un placer que, supongo, merece… Considérelo con calma —señaló el local, la calle desierta, las tazas del café sobre la mesa—. No tenemos ninguna prisa.

Julia se ensimismó en el tablero. Al cabo de un momento extrajo un cigarrillo sin apartar los ojos de las piezas y esbozó una sonrisa indefinible.

—Creo que lo tengo —anunció, cauta.

—Pues dígalo.

—El alfil que se mueve por las casillas diagonales blancas está en F1, intacto, y no ha tenido tiempo de venir desde su único origen posible, B3, ya que B4 es casilla negra… —miró a Muñoz, esperando una confirmación, antes de seguir adelante—. Quiero decir que habría necesitado, al menos —contó con el dedo sobre el tablero— tres jugadas para ir desde B3 a donde está ahora… Eso significa que no fue el alfil quien dejó a la reina negra en jaque de la torre al moverse. ¿Voy bien?

—Va usted perfectamente. Continúe.

—Tampoco pudo ser la reina blanca, ahora en E1, la que descubriera el jaque. Ni el rey blanco tampoco… En cuanto al alfil blanco que mueve por casillas negras, y está fuera del tablero porque fue comido, nunca pudo estar en B3.

—Muy bien —confirmó Muñoz—. ¿Por qué?

—Porque B3 es casilla blanca. Por otra parte, si ese alfil hubiera movido en diagonal de casillas negras desde B4, todavía lo veríamos en el tablero, y sin embargo no está. Supongo que fue comido mucho antes, en otro momento de la partida.

—Razonamiento correcto. ¿Qué nos queda entonces?

Julia miró el tablero mientras un suave escalofrío le recorría la espalda y los brazos, como si la rozara el filo de un cuchillo. Allí sólo quedaba una pieza a la que aún no se había referido.

—Queda el caballo —dijo, tragando saliva, en voz involuntariamente baja—. El caballo blanco.

Muñoz se inclinó hacia ella, grave.

—El caballo blanco, eso es —permaneció en silencio durante un rato, y ya no miraba al tablero sino a Julia—. El caballo blanco, que movió de B4 a C2, y en ese movimiento descubrió y puso en peligro a la dama negra… Y fue allí, en C2, donde la dama negra, para protegerse de la amenaza de la torre y para ganar una pieza, se comió el caballo —Muñoz calló de nuevo, intentando averiguar si olvidaba algo importante, y luego el brillo de sus ojos se apagó con la misma brusquedad que si alguien hubiese accionado un interruptor. Apartó la mirada de Julia mientras recogía con una mano las piezas y cerraba con la otra el tablero, como si con ese gesto diese por terminada su intervención en el asunto.

—La dama negra —repitió ella atónita, mientras sentía, casi podía escuchar, el rumor de su mente trabajando a toda prisa.

—Sí —Muñoz se encogió de hombros—. Fue la dama negra la que mató al caballero… Signifique eso lo que signifique.

Julia se había llevado a los labios el cigarrillo, reducido a una simple brasa, y le dio una última y larga chupada que le quemó los dedos, antes de arrojarlo al suelo.

—Significa —murmuró, aún aturdida por la revelación— que Fernando Altenhoffen era inocente… —emitió una seca risa y miró, incrédula, el croquis de la partida que aún estaba sobre la mesa. Después alargó la mano y puso el dedo índice sobre la casilla C2, el foso de la Puerta Este de la ciudadela de Ostenburgo, allí donde había sido asesinado Roger de Arras—. Significa —añadió, estremeciéndose— que fue Beatriz de Borgoña la que hizo matar al caballero.

—¿Beatriz de Borgoña?

Asintió Julia. Aquello parecía ahora tan claro, tan evidente, que se hubiera abofeteado a sí misma por ser incapaz de descubrirlo antes. Todo estaba expuesto en la partida y en el mismo cuadro, a gritos. Van Huys lo había registrado todo cuidadosamente, hasta el menor detalle.

—No pudo ser de otra forma —dijo—… La dama negra, naturalmente: Beatriz, duquesa de Ostenburgo —vaciló, buscando las palabras—. La maldita zorra.

Y lo vio con perfecta nitidez: el pintor en su desordenado taller que olía a aceites y trementina, moviéndose entre claroscuros a la luz de velas de sebo colocadas muy cerca del cuadro. Mezclaba pigmento de cobre con resma para lograr un verde estable, que desafiase al tiempo. Después lo aplicaba despacio, en sucesivas veladuras, completando los pliegues del paño que cubría la mesa hasta cubrir la inscripción
Quis necavit equitem
que sólo unas semanas atrás había trazado con oropimente. Eran unos hermosos caracteres góticos y le contrariaba hacerlos desaparecer, sin duda para siempre; pero el duque Fernando tenía razón: «Es demasiado evidente, maestro Van Huys.»

Debió de ser algo así, y sin duda el anciano murmuraba entre dientes mientras manejaba el pincel, aplicando lentos trazos en la tabla cuyos colores, recién pintados al óleo, destacaban con vivísimos matices a la luz de las velas. Tal vez en aquel momento se frotó los ojos cansados y movió la cabeza. Su vista ya no era la misma desde hacía algún tiempo; los años no pasaban en balde. Le mermaban concentración, incluso, para el único placer que lograba hacerle olvidar la pintura durante los ratos de ocio invernal, cuando los días eran cortos y la luz escasa para manejar los pinceles: el juego de escaques. Una afición compartida con el llorado micer Roger, que en vida fue su protector y amigo, y que, a pesar de su calidad y posición, jamás desdeñó mancharse el jubón de pintura, visitándolo en el estudio para echar una partida entre aceites, arcillas, pinceles y cuadros a medio acabar. Capaz, como ningún otro, de alternar la lid de las piezas con largas conversaciones sobre el arte, el amor y la guerra. O con aquella extraña idea suya, tantas veces repetida y que ahora sonaba a terrible premonición: el ajedrez como juego para quienes gustan de pasear, con insolencia, por las fauces del Diablo.

El cuadro estaba terminado. Cuando era más joven, Pieter Van Huys solía acompañar la última pincelada con una breve oración, agradeciendo a Dios el feliz término de una nueva obra; pero los años le habían vuelto silenciosos los labios, al mismo tiempo que los ojos secos y los cabellos grises. Así que se limitó a hacer un leve gesto afirmativo con la cabeza, dejando el pincel en una cazuela de barro con disolvente, y se limpió los dedos en el ajado mandil de cuero. Después cogió en alto el candelabro para dar un paso atrás. Que Dios lo perdonase, pero resultaba imposible no experimentar un sentimiento de orgullo.
La partida de ajedrez
superaba con creces el encargo hecho por su señor el duque. Porque todo estaba allí: la vida, la belleza, el amor, la muerte, la traición. Aquella tabla era una obra de arte que le sobreviviría a él y a cuantos en ella estaban representados. Y el viejo maestro flamenco sintió en su corazón el cálido soplo de la inmortalidad.

Vio a Beatriz de Borgoña, duquesa de Ostenburgo, sentada junto a la ventana, leyendo el
Poema de la rosa y el caballero
, con un rayo de sol que llegaba en diagonal sobre su hombro, iluminando las páginas miniadas. Vio su mano, del color del marfil, donde la luz acababa de arrancar un reflejo en el anillo de oro, temblar levemente, como la hoja de un árbol cuando apenas sopla una suave brisa. Tal vez amaba y era desdichada, y su orgullo no pudo soportar el rechazo de aquel hombre que se atrevía a negarle lo que ni el mismo Lanzarote del Lago negó a la reina Ginebra… O quizá no había ocurrido de ese modo, sino que el ballestero mercenario vengaba el despecho tras la agonía de una vieja pasión, un último beso y una cruel despedida… Corrían las nubes por el paisaje, al fondo, en el cielo azul de Flandes, y la dama continuaba ensimismada con su libro en el regazo. No. Aquello era imposible, pues nunca Fernando Altenhoffen hubiese rendido homenaje a una traición, ni Pieter Van Huys habría volcado su arte y su saber en aquella tabla… Era preferible pensar que los ojos bajos no miraban de frente porque ocultaban una lágrima. Que el terciopelo negro era luto por el propio corazón, traspasado por la misma flecha de ballesta que había silbado junto al foso. Un corazón que se plegaba a la razón de Estado, al mensaje cifrado de su primo el duque Carlos de Borgoña: el pergamino con varios dobleces y el lacre roto que arrugó entre sus manos frías, muda de angustia, antes de quemarlo en la llama de una vela. Un mensaje confidencial, transmitido por agentes secretos. Intrigas y telas de araña tejidas en torno al ducado y a su futuro, que era el de Europa. Partido francés, partido borgoñón. Sorda guerra de cancillerías, tan despiadada como el más cruel campo de batalla: sin héroes y con verdugos que vestían encaje y cuyas armas eran el puñal, el veneno y la ballesta… La voz de la sangre, el deber reclamado por la familia, no exigía nada que después no aliviase una buena confesión. Tan sólo su presencia, a la hora y el día convenidos, en la ventana de la torre de la Puerta Este, donde cada atardecer se hacía cepillar el cabello por su camarera. La ventana bajo la que Roger de Arras paseaba cada día a la misma hora, solo, meditando su amor imposible y sus nostalgias.

Sí. Tal vez la dama negra mantenía la mirada baja, fija en el libro que estaba en su regazo, no porque leyera, sino porque lloraba. Pero también podía ser que no se atreviese a mirar de frente los ojos del pintor, que encarnaban, a fin de cuentas, la mirada lúcida de la Eternidad y de la Historia.

Vio a Fernando Altenhoffen, príncipe desdichado, cercado por los vientos del este y del oeste, en una Europa que cambiaba demasiado rápidamente para su gusto. Lo vio resignado e impotente, prisionero de sí mismo y de su siglo, golpeándose las calzas de seda con los guantes de gamuza, temblando de cólera y dolor, incapaz de castigar al asesino del único amigo que había tenido en su vida. Lo vio rememorar, apoyado en una columna de la sala cubierta de tapices y banderas, años de juventud, sueños compartidos, la admiración por el doncel que marchó a guerrear y retornó cubierto de cicatrices y de gloria. Aún resonaban en la estancia sus carcajadas, su voz serena y oportuna, sus graves apartes, sus gentiles requiebros a las damas, sus decisivos consejos, el sonido y el calor de su amistad… Pero él ya no estaba allí. Se había ido a un lugar oscuro.

Y lo peor, maestro Van Huys, lo peor, viejo amigo, viejo pintor que lo querías casi tanto como yo, lo peor es que no hay lugar para la venganza; que ella, como yo, como él mismo, sólo es juguete de otros más poderosos: de quienes deciden, porque poseen el dinero y la fuerza, que los siglos han de borrar Ostenburgo de los mapas que trazan los cartógrafos… No tengo una cabeza que cortar sobre la tumba de mi amigo; y aunque así fuese, no podría. Ella sólo sabía, y calló. Lo mató con su silencio, dejándolo acudir, como cada atardecer —yo también pago buenos espías— al foso de la Puerta Este, atraído por el mudo canto de sirena que empuja a los hombres a darse de boca con su destino. Ese destino que parece dormido, o ciego, hasta que un día abre los ojos y nos mira.

No hay, como ves, venganza posible, maestro Van Huys. Sólo en tus manos y en tu ingenio la fío, y nadie jamás te pagará un cuadro al precio que yo te pagare ése. Quiero justicia, aunque sea para mí solo. Aunque sea para que ella sepa que lo sé, y para que alguien además de Dios, cuando todos seamos cenizas como Roger de Arras, quizá también pueda saberlo. Así que pinta ese cuadro, maestro Van Huys. Por el cielo, píntalo. Quiero que todo esté allí, y que sea tu mejor, tu más terrible obra. Píntalo y que el Diablo, que una vez retrataste cabalgando junto a él, nos lleve a todos.

Y vio por fin al caballero, jubón acuchillado y calzas amaranto, con una cadena de oro al cuello y una inútil daga colgada al cinto, paseando a la anochecida junto al foso de la Puerta Este, solo, sin escudero que perturbase su meditación. Lo vio levantar los ojos hacia la ventana ojival y sonreír; apenas un esbozo de sonrisa, distante y melancólica. Una sonrisa de aquellas que traslucen recuerdos, amores y peligros, y también la intuición del propio destino. Y tal vez Roger de Arras adivina el ballestero oculto que, al otro lado de una almena desmochada, entre cuyas piedras brotan retorcidos arbustos, tensa la cuerda de su ballesta y le apunta al costado. Y de pronto comprende que toda su vida, el largo camino, los combates dentro de la rechinante armadura, ronco y sudoroso, los abrazos a cuerpos de mujer, los treinta y ocho años que lleva a cuestas como un pesado fardo, concluyen exactamente aquí, en este lugar y momento, y que nada más habrá después de sentido el golpe. Y lo inunda una pena muy honda por sí mismo, porque le parece injusto acabar así entre dos luces, asaeteado como un verraco. Y levanta una mano delicada y bella, varonil, de esas que inmediatamente hacen pensar qué espada blandió, qué riendas empuñó, qué piel acarició, qué pluma de ave mojó en un tintero antes de rasguear palabras sobre un pergamino… Levanta esa mano en señal de una protesta que sabe inútil, porque entre otras cosas no está muy seguro de ante quién ha de plantearla. Y quiere gritar, pero recuerda el decoro que se debe a sí mismo. Por eso lleva la otra mano hacia la daga, y piensa que al menos con un acero empuñado, aunque sólo sea ese, morir resultará más propio de un caballero… Y escucha el
tump
de la ballesta y se dice, de modo fugaz, que debe apartarse de la trayectoria del venablo; pero sabe que un virote corre más que un hombre. Y siente que su alma gotea despacio un llanto amargo por sí misma, mientras busca desesperadamente, en la memoria, un Dios a quien confiar su arrepentimiento. Y descubre con sorpresa que no se arrepiente de nada, aunque tampoco está muy claro que haya, en este anochecer, un Dios dispuesto a escuchar. Entonces siente el golpe. Hubo otros antes, donde ahora tiene cicatrices; pero sabe que este no dejará cicatriz. Tampoco duele; simplemente el alma parece escapársele por la boca. Entonces llega de pronto la noche irremediable, y antes de hundirse en ella comprende que esta vez será eterna. Y cuando Roger de Arras grita, ya no es capaz de oír su propia voz.

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