—… De esa forma, aunque se tengan escasos conocimientos de ajedrez, es fácil comprobar que el rey negro, por ejemplo, está en la casilla A-4. Y que en F-1, por ejemplo, hay un alfil blanco…
¿Comprende?
—Perfectamente.
Muñoz les mostró otros signos que había dibujado a continuación.
—Hasta ahora nos hemos ocupado de las piezas que hay dentro del tablero; pero para analizar la partida es imprescindible saber las que están fuera. Las ya comidas —miró el cuadro—. ¿Cómo se llama el jugador de la izquierda?
—Fernando de Ostenburgo.
—Pues don Fernando de Ostenburgo, que juega con negras, le ha comido a su adversario las siguientes piezas blancas:
—… Es decir: un alfil, un caballo y dos peones. Por su parte, el tal Roger de Arras le ha comido estas piezas a su contrincante:
—… Que suman cuatro peones, una torre y un alfil —Muñoz se quedó pensativo mirando el croquis—. Vista así la partida, el jugador blanco le lleva ventaja a su oponente: torre, peones, etcétera. Pero, si he entendido bien, esa no es la cuestión, sino quién se comió el caballo. Evidentemente una de las piezas negras, lo que suena a perogrullada; pero aquí hay que ir paso a paso, desde el principio —miró a César y a Julia como si aquello requiriese una disculpa—. No hay nada más engañoso que un hecho obvio. Ese es un principio lógico aplicable al ajedrez: lo que parece evidente no siempre resulta ser lo que de verdad ha ocurrido o está a punto de ocurrir… Resumiendo: esto significa que hemos de averiguar cuál de las piezas negras que están dentro o fuera del tablero, se comió al caballo blanco.
—O quién mató al caballero —matizó Julia.
Muñoz hizo un gesto evasivo.
—Eso ya no es cosa mía, señorita.
—Puede llamarme Julia.
—Pues no es cosa mía, Julia… —observó el papel que contenía el croquis como si en él tuviese apuntado el guión de una charla de la que hubiera perdido el hilo—. Creo que me han hecho venir para que les diga qué pieza se comió al caballo. Si en esa averiguación ustedes dos sacan conclusiones o descifran un jeroglífico, estupendo —los miró con más firmeza, lo que ocurría a menudo al final de una parrafada técnica, como si extrajera dosis de aplomo de sus conocimientos—. En todo caso, es algo de lo que deben ocuparse ustedes. Yo estoy de visita. Sólo soy un jugador de ajedrez.
César lo encontró razonable.
—No veo inconveniente —el anticuario miró a Julia—. Él da los pasos y nosotros los interpretamos… Trabajo en equipo, querida.
Ella encendió otro cigarrillo, asintiendo mientras aspiraba el humo, demasiado interesada para detenerse en detalles de forma. Puso su mano sobre la de César, notando el latido suave y regular del pulso bajo la piel de su muñeca. Después cruzó las piernas sobre el sofá.
—¿Cuánto tardaremos en resolverlo?
El ajedrecista se rascó el mentón mal afeitado.
—No sé. Media hora, una semana… Depende.
—¿De qué?
—De muchas cosas. De lo que sea capaz de concentrarme. También de la suerte.
—¿Puede empezar ahora mismo?
—Claro que sí. Ya he empezado.
—Pues adelante.
Pero en aquel momento sonó el teléfono, y
La partida de ajedrez
tuvo que ser aplazada.
Mucho más tarde, Julia afirmó haber presentido de qué se trataba; pero ella misma reconoció que esas cosas es fácil afirmarlas
a posteriori
. También llegó a decir que en aquel instante tomó conciencia del modo tan terrible en que se estaba complicando todo. En realidad, como supo pronto, las complicaciones habían empezado mucho antes, anudándose de forma irreversible; aunque hasta entonces no llegaron a salir a la luz en su aspecto más desagradable. En rigor se podía decir que comenzaron en 1469, cuando aquel ballestero mercenario, oscuro peón cuyo nombre jamás retuvo la posteridad, tensó la cuerda engrasada de su arma antes de apostarse junto al foso del castillo de Ostenburgo a esperar, con paciencia de cazador, el paso del hombre por cuya piel sonaba, en su bolsa, un tintineo de oro.
Al principio el policía no resultó excesivamente desagradable, dadas las circunstancias y dado que era policía; aunque el hecho de pertenecer al Grupo de Investigación de Arte no parecía distinguirlo demasiado de sus compañeros de oficio. Como mucho, la relación profesional con el mundo en el que desempeñaba su trabajo le había dejado, tal vez, cierta afectación en la forma de decir buenos días o tome asiento, y en el criterio a la hora de anudarse la corbata. También hablaba despacio, sin agobiar en exceso, y asentía a menudo con la cabeza sin venir a cuento, aunque Julia no logró averiguar si ese tic se debía a una actitud profesional destinada a inspirar confianza en sus interlocutores, o al deseo de fingir encontrarse al cabo de la calle. Por lo demás era bajo y grueso, vestía de marrón y llevaba un curioso bigote mejicano. En cuanto al arte en sí, el inspector jefe Feijoo se consideraba, modestamente, un aficionado: coleccionaba navajas antiguas.
Todo eso lo averiguó Julia en un despacho de la comisaría del Paseo del Prado, en los cinco minutos que siguieron a la narración, por parte de Feijoo, de algunos detalles macabros sobre la muerte de Álvaro. Que el profesor Ortega hubiese aparecido en su bañera con el cráneo fracturado al resbalar mientras tomaba una ducha, era bastante lamentable. Tal vez por eso el inspector parecía estar pasando tan mal rato como Julia mientras narraba las circunstancias en que el cadáver había sido descubierto por la mujer de la limpieza. Pero lo penoso del asunto —y aquí Feijoo buscó las palabras antes de mirar compungido a la joven, como si la invitase a considerar la triste condición humana— era que el examen forense revelaba ciertos inquietantes detalles: era imposible determinar con exactitud si la muerte había sido accidental o provocada. Dicho en otras palabras, cabía la posibilidad —el inspector repitió dos veces
posibilidad
— de que la fractura de la base del cráneo hubiera sido causada por el impacto de otro objeto sólido que nada tuviese que ver con la bañera.
—¿Quiere decir —Julia se había apoyado en la mesa, incrédula— que alguien pudo matarlo mientras se duchaba?
El policía compuso un gesto con el que, sin duda, pretendía disuadirla de ir demasiado lejos.
—Sólo he mencionado esa eventualidad. La inspección ocular y la primera autopsia coinciden en la teoría del accidente, en líneas generales.
—¿En líneas generales?… ¿De qué me está hablando?
—De lo que hay. Ciertos detalles, como el tipo de fractura, la posición del cadáver… Cuestiones técnicas que prefiero ahorrarle, pero que nos causan perplejidad, dudas razonables.
—Eso es ridículo.
—Casi coincido con usted —el bigote mejicano adoptó la forma de un condolido acento circunflejo—. Pero de confirmarse, el panorama iba a resultar distinto: el profesor Ortega habría sido asesinado de un golpe en la nuca… Después, tras desnudarlo, alguien pudo meterlo bajo la ducha con los grifos abiertos, para fingir un accidente… En estos momentos se está realizando un nuevo estudio forense bajo la posibilidad de que el fallecido hubiese recibido dos golpes en vez de uno: el primero para derribarlo, y el segundo para asegurarse de que estaba muerto. Naturalmente, —se echó hacia atrás en la silla, cruzó las manos y observó a la joven con placidez— no son más que hipótesis.
Julia seguía mirando a su interlocutor como quien se cree objeto de una broma pesada. Se negaba a registrar cuanto acababa de oír, incapaz de establecer una relación directa entre Álvaro y lo que Feijoo sugería. Sin duda, susurraba una voz oculta en su interior, aquello era una errónea distribución de papeles, como si le estuviesen hablando de una persona distinta. Resultaba absurdo imaginar a Álvaro, el que ella había conocido, asesinado de un golpe en la nuca como un conejo, desnudo, con los ojos abiertos bajo el chorro de agua helada. Era una estupidez. Se preguntó si el propio Álvaro habría tenido tiempo de encontrar el lado grotesco a todo aquello.
—Imaginemos por un momento —dijo, tras reflexionar un pocoque la muerte no hubiera sido accidental… ¿Quién podía tener razones para matarlo?
—Esa es, como dicen en las películas, muy buena pregunta… —los incisivos del policía aprisionaron su labio inferior, en una mueca de cautela profesional—. Si he de serle sincero, no tengo la menor idea —hizo una breve pausa con aire demasiado honesto para ser auténtico, pretendiendo insinuar que ponía, sin reservas, todas sus cartas sobre la mesa—. En realidad, confío en su colaboración para esclarecer el asunto.
—¿En la mía? ¿Por qué?
El inspector miró a Julia con deliberada lentitud, de arriba abajo. Ya no era amable, y su gesto traslucía cierto grosero interés, como si intentase establecer una suerte de equívoca complicidad.
—Usted vivió con el fallecido una relación… Disculpe, pero el mío es un desagradable oficio —a juzgar por la sonrisa de suficiencia que le asomaba bajo el mostacho, no parecía desagradarle mucho en ese momento el oficio que desempeñaba. Metió la mano en el bolsillo para sacar una caja de fósforos con el nombre de un conocido restaurante de cuatro tenedores y encendió, con gesto que pretendía ser galante, el cigarrillo que Julia acababa de ponerse en la boca—. Quiero decir una, ejem, historia. ¿Es correcto el dato?
—Es correcto —Julia exhaló el humo, entornando los ojos, incómoda y furiosa. Una historia, acababa de decir el policía, resumiendo con simpleza un trozo de su vida cuya cicatriz aún latía. Y sin duda, pensó, ese tipo gordo y vulgar, con ridículo bigote, sonreía por dentro mientras valoraba de un vistazo la calidad del género. La amiguita del difunto no está mal, iba a comentar con sus colegas, cuando bajara a tomarse una cerveza al bar de la Brigada. No me importaría hacerle un favor.
Pero otros aspectos de su propia situación la preocupaban más. Álvaro muerto. Tal vez asesinado. Absurdo o no, ella estaba en una comisaría de policía, y había demasiados puntos oscuros, que no alcanzaba a comprender. Y no comprender ciertas cosas podía ser muy peligroso.
Sentía todo el cuerpo en tensión, concentrado y atento, a la defensiva. Miró a Feijoo, que ya no se mostraba compasivo ni bonachón. Todo era cuestión de tácticas, se dijo. Intentando ser ecuánime, decidió que tampoco el inspector tenía razones para mostrarse considerado. No era sino un policía, torpe y vulgar como cualquier otro, que hacía su trabajo. A fin de cuentas, meditó mientras intentaba plantearse la situación desde el punto de vista de su interlocutor, ella era lo que aquel individuo tenía a mano: la ex amiguita del difunto. El único hilo del que tirar.
—Pero esa historia es vieja —añadió, dejando caer la ceniza en el cenicero, inmaculadamente limpio y lleno de clips metálicos, que Feijoo tenía sobre la mesa de escritorio—. Hace ya un año que terminó… Usted debería saberlo.
El inspector apoyó los codos en la mesa, inclinándose hacia ella.
—Sí —dijo, casi confidencial, como si ese tono fuese prueba irrefutable de que, a aquellas alturas, ambos eran ya viejos asociados y él se hallaba por completo de su parte. Después sonrió, y parecía referirse a un secreto que estaba dispuesto a guardar celosamente—. Pero se entrevistó con él hace tres días.
Julia disimuló su sorpresa mirando al policía con el gesto de quien acababa de oír una solemne estupidez. Naturalmente, Feijoo había estado haciendo preguntas en la facultad. Cualquier secretaria o conserje podía habérselo contado. Pero tampoco se trataba de algo que necesitara ocultar.
—Fui a pedirle ayuda sobre un cuadro de cuya restauración me ocupo estos días —le sorprendió que el policía no tomara notas, y supuso que aquello formaba parte de su método: la gente habla con más libertad cuando cree que sus palabras se desvanecen en el aire—. Estuvimos charlando cerca de una hora en su despacho, como parece saber perfectamente. Incluso quedamos citados para después, pero ya no volví a verlo.
Feijoo daba vueltas a la caja de fósforos entre los dedos.
—¿De qué hablaron, si no es entrometerme demasiado?… Confío en que sabrá hacerse cargo, disculpando este género de preguntas… hum, personales. Le aseguro que son pura rutina.
Julia lo miró en silencio mientras daba una chupada al cigarrillo, y después negó lentamente con la cabeza.
—Usted parece tomarme por idiota.
El policía entornó los párpados, enderezándose un poco en el asiento.
—Disculpe, pero no sé a qué viene…