La tabla de Flandes (9 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: La tabla de Flandes
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Durante un buen rato nadie se atrevió a abrir la boca. Las miradas de cada cual iban de uno a otro, y de ellos al cuadro. Al cabo de un silencio que parecía eterno, César movió la cabeza.

—Confieso —dijo en voz baja— que estoy impresionado.

—Todos lo estamos —añadió Menchu.

Julia dejó los documentos sobre la mesa y se apoyó en ella.

—Van Huys conocía bien a Roger de Arras —señaló los papeles—. Quizás eran amigos.

—Y pintando ese cuadro, le ajustó las cuentas a su asesino —opinó César—… Todas las piezas encajan.

Julia se acercó a la biblioteca, dos paredes cubiertas de estantes de madera que se curvaban bajo el peso de desordenadas hileras de libros. Se detuvo frente a ella un momento, con los brazos en jarras, y después extrajo un grueso volumen ilustrado. Hojeó rápidamente las páginas, hasta dar con lo que buscaba, y fue hasta el sofá a sentarse entre Menchu y César, con el libro —
El Rijksmuseum de Amsterdam
— abierto sobre las rodillas. La reproducción del cuadro no era muy grande, pero se distinguía perfectamente al caballero, vestido de armadura y con la cabeza descubierta, cabalgando por la falda de una colina en cuya cima había una ciudad amurallada. Junto al caballero, y en amigable conversación, iba el Diablo, jinete en un penco negro y descarnado, señalando con su derecha la ciudad hacia la que parecían dirigirse.

—Podría ser él —comentó Menchu, comparando las facciones del caballero representado en el libro con las del jugador de ajedrez en el cuadro.

—Y podría no ser —apuntó César—. Aunque, desde luego, hay cierto parecido —se volvió hacia Julia—. ¿Cuál es la fecha de ejecución?

—Mil cuatrocientos sesenta y dos.

El anticuario hizo un rápido cálculo.

—Eso significa nueve años antes de
La partida de ajedrez
. Puede ser la explicación. El jinete acompañado por el diablo es más joven que en el otro cuadro.

Julia no respondió. Estudiaba la reproducción fotográfica del libro. César la miró preocupado.

—¿Qué pasa?

La joven movía la cabeza despacio, como si temiese, con algún gesto brusco, espantar espíritus esquivos que hubiese costado trabajo convocar.

—Sí —dijo con el tono de quien no tiene más remedio que rendirse a lo evidente—. Como coincidencia, es excesiva.

Y señaló con el dedo la fotografía.

—No veo nada especial —dijo Menchu.

—¿No? —Julia sonreía para sí misma—. Mira el escudo del caballero… En la Edad Media, cada noble lo decoraba con su emblema… Dime qué opinas tú, César. ¿Qué hay pintado en ese escudo?

El anticuario suspiró, pasándose una mano por la frente. Estaba tan asombrado como Julia.

—Escaques —dijo sin vacilar—. Cuadros blancos y negros —levantó la vista hacia la tabla de Flandes y la voz pareció estremecérsele—. Como los de un tablero de ajedrez.

Dejando el libro abierto sobre el sofá, Julia se puso en pie.

—Aquí no hay casualidad que valga —cogió una lupa de gran aumento antes de acercarse al cuadro—. Si el caballero acompañado por el diablo que pintó Van Huys en mil cuatrocientos sesenta y dos es Roger de Arras, eso significa que, nueve años después, el artista escogió el tema de su escudo de armas como clave maestra de la pintura en la que, supuestamente, representó su muerte… Incluso el suelo de la habitación donde sitúa a los personajes está ajedrezado en blanco y negro. Eso, además del carácter simbólico del cuadro, confirma que el jugador del centro es Roger de Arras… Y todo este tinglado, efectivamente, se articula en torno al ajedrez.

Se había arrodillado ante la pintura, y durante un rato estudió a través de la lupa, una por una, las piezas representadas sobre el tablero y sobre la mesa. También dedicó su atención al espejo redondo y convexo que, desde el ángulo superior izquierdo del cuadro, en la pared, reflejaba, deformado por la perspectiva, el tablero y el escorzo de ambos jugadores.

—César.

—Dime, querida.

—¿Cuántas piezas tiene el juego de ajedrez?

—Hum… Dos por ocho, dieciséis de cada color. Eso hace treinta y dos, si no me equivoco.

Julia contó con el dedo.

—Están las treinta y dos. Se pueden identificar perfectamente: peones, reyes, caballos… Unos dentro de la partida y otros fuera.

—Esas son las piezas ya comidas —César se había arrodillado junto a ella, e indicó una de las piezas situadas fuera del tablero, la que Fernando de Ostenburgo sostenía entre los dedos—. Un caballo fue comido; uno sólo. Un caballo blanco. Los otros tres, uno blanco y dos negros, están aún dentro del juego. Así que el
Quis necavit equitem
se refiere a él.

—¿Quién se lo comió?

El anticuario hizo una mueca.

—Esa pregunta es precisamente el
quid
de la cuestión, amor —sonrió, igual que cuando ella era una cría sentada en sus rodillas—. Hasta ahora hemos averiguado muchas cosas: quién peló el pollito, quién lo guisó… Pero ignoramos quién fue el malvado que se lo comió.

—No has respondido a mi pregunta.

—No siempre tengo maravillosas respuestas a mano.

—Antes sí las tenías.

—Antes podía mentir —la miró con ternura—. Ahora has crecido, y ya no puedo engañarte con facilidad.

Julia le puso una mano sobre el hombro, como cuando, quince años atrás, pedía que inventase para ella la historia de un cuadro, o una porcelana. En su voz quedaba un eco de la misma súplica infantil.

—Necesito saberlo, César.

—La subasta será dentro de dos meses —dijo Menchu a su espalda—. No queda mucho tiempo.

—Al diablo la subasta —respondió Julia. Seguía mirando a César como si éste tuviera en sus manos la solución. El anticuario volvió a suspirar despacio y sacudió ligeramente la alfombra antes de sentarse en ella, cruzando las manos sobre las rodillas. Su ceño estaba fruncido y se mordía la punta de la lengua pequeña y rosada, pensativo.

—Tenemos unas claves con las que empezar —dijo al cabo de un rato—. Pero disponer de claves no es suficiente; lo que cuenta es cómo utilizarlas —miró el espejo convexo que, pintado en el cuadro, reflejaba los jugadores y el tablero—. Estamos acostumbrados a creer que un objeto cualquiera y su imagen en un espejo contienen una misma realidad, pero eso no es cierto —señaló con un dedo el espejo pintado—. ¿Véis? Ya, a simple vista, comprobamos que la imagen está invertida. Y en el tablero, el sentido de la partida es a la
inversa
, luego ahí también lo está.

—Me estáis dando un terrible dolor de cabeza —dijo Menchu, emitiendo un gemido—. Eso es demasiado complejo para mi encefalograma plano, así que voy a beber algo… —fue hasta el mueble bar y se sirvió una generosa porción del vodka de Julia. Pero, antes de coger el vaso, extrajo de su bolso una piedra pulida y plana de ónice, una cánula de plata y una pequeña cajita, y preparó una fina raya de cocaína—. Se abre la farmacia. ¿Alguien se anima?

Nadie respondió. César parecía absorto en el cuadro, ajeno a lo demás, y Julia se limitó a fruncir el ceño con reprobación. Encogiendo los hombros, Menchu se inclinaba para aspirar por la nariz, rápida y precisa, en dos tiempos. Cuando se incorporó sonreía, y el azul de sus ojos era más luminoso y ausente.

César se había acercado al Van Huys, cogiendo a Julia por el brazo como si le aconsejara ignorar a Menchu.

—La simple idea —dijo, como si en la habitación estuviesen solos Julia y él— de que algo en el cuadro puede ser real y algo puede no serlo, ya nos hace caer en una trampa. Los personajes y el tablero están incluidos dos veces en la pintura, y una es, de algún modo,
menos real
que la otra. ¿Comprendes?… Aceptar ese hecho nos hace meternos a la fuerza en la habitación del cuadro, y borra los límites entre lo real y lo pintado… La única forma de evitarlo sería distanciarnos hasta no ver otra cosa que manchas de color y piezas de ajedrez. Pero hay demasiadas inversiones por medio.

Julia observó el cuadro y después, volviéndose, señaló el espejo veneciano que colgaba de la pared, al otro lado del estudio.

—Ahí no —respondió—. Si usamos otro espejo para mirar el cuadro, quizá podamos reconstruir la imagen original.

César la miró largamente, en silencio, meditando sobre lo que acababa de escuchar.

—Eso es muy cierto —dijo por fin, y su aprobación se tradujo en una sonrisa de aliento—. Pero me temo, princesa, que las pinturas y los espejos crean mundos demasiado inconsistentes, que pueden ser entretenidos para mirar desde fuera, pero nada cómodos si hay que moverse en su interior. Para eso hace falta un especialista; alguien capaz de ver el cuadro de forma diferente a como lo vemos nosotros… Y me parece que sé dónde encontrarlo.

A la mañana siguiente, Julia telefoneaba a Álvaro, sin que nadie respondiese a la llamada. Tampoco tuvo más suerte al intentar localizarlo en casa, así que puso a Lester Bowie en el tocadiscos y café a hervir en la cocina, estuvo un largo rato bajo la ducha y se fumó un par de cigarrillos. Después, con el pelo húmedo y su viejo jersey sobre las piernas desnudas, bebió café y se puso a trabajar en el cuadro.

La primera fase de la restauración consistía en eliminar toda la capa de barniz original. El pintor, sin duda preocupado por defender su obra frente a la humedad de los fríos inviernos septentrionales, había aplicado un barniz graso, disuelto en aceite de linaza. La solución era correcta, pero nadie, ni siquiera un maestro como Pieter Van Huys, podía impedir en el siglo XV que un barniz graso amarillease en quinientos años, amortiguando la viveza de los colores originales.

Julia, que había realizado pruebas con varios disolventes en un ángulo de la tabla, preparó una mezcla de acetona, alcohol, agua y amoniaco, dedicándose a la tarea de ablandar el barniz con tampones de algodón que manejaba mediante pinzas. Empezó por las zonas de mayor consistencia, con sumo cuidado, dejando para el final las más claras y débiles. A cada momento se detenía para revisar los tampones de algodón, al acecho de restos de color, asegurándose de que no arrastraba con el barniz parte de la pintura que había debajo. Trabajó sin descanso durante toda la mañana, mientras acumulaba colillas en el cenicero de Benlliure, deteniéndose sólo unos instantes para, con los ojos entornados, observar la marcha del proceso. Poco a poco, al desaparecer el barniz envejecido, la tabla recobraba la magia de sus pigmentos originales, casi todos tal y como habían sido mezclados en la paleta del viejo maestro flamenco: siena, verde de cobre, blanco de plomo, azul ultramar… Julia veía renacer bajo sus dedos aquel prodigio con respeto reverencial, como si ante sus ojos se desvelase el más íntimo misterio del arte y de la vida.

A mediodía telefoneó César, y quedaron en verse por la tarde. Julia aprovechó la interrupción para calentar una pizza, hizo más café y comió frugalmente, sentada en el sofá. Observaba con atención las craqueladuras que el envejecimiento del cuadro, la luz y las dilataciones de la madera habían ido imprimiendo en la capa pictórica. Eran especialmente visibles en las carnaciones de los personajes, rostros y manos, y en colores como el blanco de plomo, mientras que disminuían en los tonos oscuros y el negro. El vestido de Beatriz de Borgoña, sobre todo, con su efecto de volumen en los pliegues, parecía tan intacto que daba la impresión de apreciarse la suavidad del terciopelo si se pasaba un dedo por él.

Resultaba curioso, pensó Julia, que cuadros de factura reciente aparecieran cubiertos de grietas al poco tiempo de terminados, con craqueladuras y cazoletas causadas por el uso de materiales modernos o procedimientos artificiales de secado; mientras la obra de los maestros antiguos, que cuidaban hasta la obsesión su trabajo con técnicas artesanales, resistía el paso de los siglos con más dignidad y belleza. En aquel momento, Julia experimentaba una viva simpatía por el viejo y concienzudo Pieter Van Huys, a quien evocó en su taller medieval, mezclando arcillas y experimentando aceites, en busca del matiz para la veladura exacta; empujado por el afán de imprimir en su obra el sello de la eternidad, más allá de su propia muerte y de la de aquellos a quienes con sus pinceles fijaba sobre una modesta tabla de roble.

Siguió desbarnizando después de comer la parte inferior de la tabla, donde se hallaba la inscripción oculta. Allí trabajó con sumo cuidado, procurando no alterar el verde de cobre, mezclado con resma para impedir que oscureciese con el tiempo, que Van Huys había utilizado al pintar el paño que cubría la mesa; un paño cuyos pliegues extendiera más tarde, con el mismo color, para tapar la inscripción latina. Todo ello, eso lo sabía perfectamente Julia, planteaba un problema ético, además de las normales dificultades técnicas… ¿Era lícito, respetando el espíritu de la pintura, descubrir la inscripción que el propio autor había decidido tapar?… ¿Hasta qué punto un restaurador podía permitirse traicionar el deseo de un artista, plasmado en su obra con la misma solemnidad que si se tratase de un testamento?… Incluso la cotización del cuadro, una vez probada mediante radiografías la existencia de la inscripción y hecho público el suceso, ¿sería más alta con la leyenda cubierta, o al desnudo?

Por suerte, se dijo a modo de conclusión, en todo aquello no era sino una asalariada. La decisión debían tomarla el propietario, Menchu y ese tipo de Claymore, Paco Montegrifo; ella haría lo que se decidiera. Aunque bien meditada la cuestión, si en su mano estuviese preferiría dejar las cosas como estaban. La inscripción existía, su texto era conocido y resultaba innecesario sacarlo a la luz. A fin de cuentas, la capa de pintura que la había cubierto durante cinco siglos formaba también en el cuadro parte de su historia.

Las notas de su saxo llenaban el estudio, aislándola de todo. Pasó con suavidad el tampón empapado en disolvente por el contorno de Roger de Arras, junto a la nariz y la boca, y se ensimismó una vez más en la contemplación de los párpados bajos, de los finos trazos que revelaban leves arrugas en torno a los ojos, de la mirada absorta en la partida. En ese punto la joven dejó correr la imaginación tras el eco de los pensamientos del desventurado caballero. Flotaba en ellos un rastro de amor y muerte, como los pasos del Destino en el misterioso ballet jugado por las piezas blancas y negras sobre los escaques del tablero; sobre su propio escudo de armas, traspasado por un virote de ballesta. Y brillaba en la penumbra una lágrima de mujer, en apariencia absorta en un libro de horas —¿o se trataba del
Poema de la Rosa y el caballero
?—; de una sombra silenciosa rememorando junto a la ventana días de luz y juventud, metal bruñido, colgaduras y pasos firmes sobre el enlosado de la corte borgoñona; el yelmo bajo el brazo y la frente erguida del guerrero en el cénit de su fuerza y de su fama, embajador altivo de aquel otro con quien razones de Estado aconsejaban desposarla. Y el murmullo de las damas, y el grave semblante de los cortesanos, y el propio rubor ante aquella mirada serena, al oír su voz, templada en las batallas con ese aplomo singular que sólo se encuentra en quienes han gritado alguna vez el nombre de Dios, de su rey o de su dama, cabalgando contra el enemigo. Y el secreto de su corazón en los años que vinieron después. Y la Silenciosa Amiga, la Última Compañera, afilando paciente su guadaña, tensando una ballesta en el foso de la Puerta Este.

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