No eres Lorenzo Terán, un hombre bueno y demócrata que no estaba enamorado del poder. Ah, siempre hace falta una figura noble que con su dignidad redima la abyección de todos los demás. Ese hombre es ahora Bernal Herrera, como antes lo fue Lorenzo Terán, pero él estaba enfermo. Tú te crees interminable. Y cuentas con una virtud, lo reconozco. Representas la sangre nueva. Te volverás viejo apenas empieces a derramar la sangre de los demás, cosa que harás si quieres perpetuarte. Pero recuerda el precio de la sangre. Tlatelolco, el dos de octubre de 1968, duró una noche pero se proyectó un siglo.
Hoy eres elogiado como un funcionario limpio y juvenil. Una esperanza. Digno de detentar el poder.
Pero a ti el poder te va a corromper. Te lo digo yo. Tú no resistes las tentaciones. Ya te conozco. No sabes detenerte. Lo has demostrado, eficaz pero precipitadamente, desde que llegaste a la Presidencia. Has eliminado a Tácito desde antes, ahora a César León de nuevo exiliado, a Cícero Arruza asesinado, a Andino Almazán cornamentado, a Moro enterrado para siempre en ceremonia pública de cuerpo presente y con cadáver indudable y balaceado en Veracruz, despojando de paso de toda
raison d'étre
al Anciano del Portal, que sin el secreto de Moro se convierte en un lastimoso jugador de dominó jarocho. Te falta lidiar con el gabinete que heredaste de Lorenzo Terán. Y con los caciques del interior. A ver cómo le haces. Te estoy observando.
¿Sabes una cosa, Nicolás? Un hombre puede dejar de actuar en política. Lo que nunca deja de actuar son las consecuencias de sus actos políticos. Tú lo sabes y ese será tu dilema. Por más que tapes los hoyos de tus errores (¿y de tus crímenes?), por cada hoyo cubierto se descubrirán otros tres. Se llaman "consecuencias". La pasividad del Presidente Terán se debió a eso. No quiso tener "consecuencias". Quería vivir en paz al retirarse. Se le cruzó un cáncer de la sangre, una leucemia doblada con enfisema pulmonar. Pero siempre temió que las "consecuencias" de sus actos —o de su inactividad, que también es un acto, acaso el más peligroso— lo persiguieran más allá de su tiempo en la Silla del Águila. Intervino el destino. No fue así. Vamos a ver cómo lo recuerda la historia.
La historia. Para ti apenas comienza, Valdivia. Recuerda que gobernarás a un país destructivo que se protege, engañándose a sí mismo, con psicologismos postizos y sensibilidades prestadas por el sufrimiento al arte y a la muerte. Tú has querido, inútilmente, cultivar el área neutral. No te quedaba más remedio cuando no eras nadie. Pero ya habita en ti —y yo te lo adelanté, lo admito— eso que los alemanes llaman el
dunker-instinkt
, el deseo mal entendido pero profundo de tener poder y de ejercerlo con estilo.
El estilo es el hombre, dicen. El estilo lo es todo. ¿Y la belleza? ¿Es parte del estilo? No. Sólo los tontos lo creen. La belleza, como el estilo, es cuestión de voluntad. También la belleza es poder. Mírame a mí, mi rendido galán. ¿Crees que no me veo al espejo todas las mañanas? ¿Sin maquillaje? ¿Crees que me engaño a mí misma? Coquetamente, engaño sin mucho éxito a los demás. ¿Te dije que tenía cuarenta y cinco, cuarenta y siete años? Ya no me acuerdo. No es cierto. Ya cumplí los cuarenta y nueve. El caso es que cada mañana tengo que construir mi belleza como se pinta un cuadro, se esculpe una máquina o, más peyorativamente, como se pega un anuncio a la pared. La verdad es que no quiero convencer. Quiero ser admirada para salirme con la mía. Admirada pero intocable. Quisiera ser estatua. Un amante me dijo un día,
—Lo malo es que eres tan bella por fuera que debes ser espantosa por dentro.
—No —le contesté—. Lo malo de la belleza es que te condena al sexo y lo malo del sexo es que siendo un placer, no transforma las malas noticias en buenas.
—Pero quizá te salva a pesar de lo malo —dijo mi olvidado galán.
—Yo quiero salvarme a pesar de lo bueno —le dije, confundiéndolo para siempre y obligándole a huir de todo lo que no entendía, que era mucho.
¿Me entiendes tú, mi pobre, pequeño Nicolás? Mírame bien. La edad es el asesino impune de una mujer. Tú has de haber creído que, diez años menor que yo, podrías gozar de mi madurez y acaso ser el último godible de mi vida.
¿Te desengañaste ayer, tontito?
Sabes, te vi el día que asumiste la Presidencia en San Lázaro. Vi en ti una peligrosa sonrisa que desconocía. Me diste miedo. Era una sonrisa, más que de poder, de engaño. De picardía suprema. La sonrisa del pícaro. La sonrisa que decía, "les he tomado el pelo a todos", "no saben a quién han elevado, güeyes". Decidí allí mismo que iba a hacerte sufrir por lo que yo he sufrido en toda mi vida, no porque tú me hayas hecho daño.
Te asumí como la razón de todo lo malo que me haya podido ocurrir —como el saco en el que quería meter todos mis pesares, aunque tú no fueras la causa.
Me di cuenta viéndote ceñir la banda del águila y la serpiente.
—Nicolás Valdivia se volvió grande. Pero su amor es pequeño. Es un hombre que no sabe amar.
Te revisé rápidamente, como a un libro abierto. No se te conoce ningún amor. Padre, madre, familia. Novias. Amantes. Eres como una isla cubierta de maleza, solitaria en medio de un río caudaloso. Y tú enredado en las ramas de tu ambición, sin contacto profundo con nadie. Lengüeteado por las aguas del río, pero incapaz de bañarte en ellas. Tú idéntico al islote que no sólo te aísla: te inmoviliza para el amor.
Dime si no hay ausencia de amor que no se cure con la presencia del ser amado. Esa era mi promesa. Te propuse un camino para llegar a mí. Tú lo desviaste. Tú lo pospusiste. Tú me humillaste. Separaste "llegar al poder" de "ella me permitió llegar al poder". ¿Crees que eso te lo puedo perdonar?
Quiero que sufras lo que yo he sufrido. Mira cómo me sincero. Mira cómo me rebajo. Mira cómo me dejo llevar por la pasión, en contra de las advertencias serenas de mi verdadero hombre Bernal Herrera. Pero entiende algo. Quiero que sufras por lo que yo he sufrido desde que nací, no porque tú me hayas hecho daño. Ni porque crea por un solo instante que tú me has querido de veras, ni yo a ti.
Acudiste a la cita frente mi ventana, igual que en enero.
¿Te dolió verme anoche en la ventana?
¿Te dolió verme desnuda otra vez?
¿Te dolió verme en brazos de otro hombre?
¿Te llegaron, confundidos con el llanto agitado de los árboles, mis suspiros de orgasmo, mis aullidos de placer?
Tú me pospusiste. Perdóname. Siempre me dijiste cómo te gustaba él. No me lo hubieras dicho. Te lo quité. Manejaste bien todas tus cartas, menos esta.
¿Debo agradecerte que me hayas revelado al mejor amante que he tenido en mi vida, el más bello, el que con más impudicia me lame el culo, me lengüetea el clítoris, me mete los dedos por la vagina y me hace venirme dos veces, con la boca y con la verga, gritándome, pidiéndome que le acaricie el ano, que es lo que quieren secretamente todos los hombres para venirse más fuerte —el ano, que es lo más cercano a la próstata, el hoyo del placer más secreto, menos confesado, menos exigido?
Él sí. Él sí me lo pide.
—Tu dedo en el culo, María del Rosario, por favor, hazme gozar...
Moreno, alto, musculoso, tierno, rudo, apasionado y joven.
¡Qué buen amante me diste, Nicolás! ¡Desde el principio me tuteó!
Pero cuídate mucho de él.
Jesús Ricardo Magón está convencido de que quieres matarlo.
Este es mi último consejo. Más bien cuídate tú de que él no te mate a ti.
El crimen inspirado por el temor a ser matado es más frecuente que el crimen por la voluntad de matar.
Olvídate de mí como amante. Témeme como rival político.
Y ándate. Buscas en vano un resquicio por donde penetrarme el alma. No lo encontrarás, porque no lo tengo. ¿Acaso soy distinta de todos, hombres y mujeres? ¿Quién es dueño de su alma? El que lo crea se engaña. No somos. Estamos siendo. No nos sometemos a la realidad. La creamos. Ándale, criatura,
mon choux
...
María del Rosario Galván a Bernal Herrera
Acepto tu sonrisa, Bernal, sé que hay un pequeñísimo asomo de burla en tu boca, pero tus ojos me miran con el cariño que nos profesamos tú y yo desde siempre. O desde ese "siempre" que es, o fue, o quisiéramos que fuese, nuestra juventud.
Nada nos hemos ocultado, desde entonces, tú y yo. Conocimos nuestras historias personales y también nuestras historias familiares, que una y otra son la misma historia. Más bien —tú lo sabes mejor que nadie— lo misterioso de nuestras vidas, lo más apasionante quizás, es que desde la infancia comenzamos a tejer una tela por encima (o por debajo) de los acontecimientos familiares. Siempre será fascinante la sorpresa de saberse capturado dentro del círculo familiar que nos viste, alimenta y educa, pero libres, secretamente libres, en el mundo interior que aprendemos a crear, que a menudo simplemente descubrimos esperándonos y que desde la niñez nos compromete por partida doble. Con nuestro entorno objetivo y con nuestra subjetividad. El mundo exterior que nos rodea cambia y cambiamos nosotros, interiormente, también. Ya estamos allí: midiendo fuerzas entre lo que está fuera de nosotros y nos contiene y lo que está dentro de nosotros y contenemos. Creo, a estas alturas, que toda la vida es un combate entre esas dos fuerzas. A veces es un combate en armonía, como lo ha sido, habitualmente, el tuyo. Otras, es un combate cuesta arriba, a contrapelo, rijoso, como lo ha sido el mío.
Qué ventura habernos conocido tan jóvenes, entendiendo en el acto que cada uno le daba lo que le faltaba al otro. Tu coherencia viene de tus padres. Eres hijo de luchadores sociales humildes y honestos, Bernal y Candelaria Herrera, líderes en la maquila del Norte. Les debes tus ideas de solidaridad con los que más necesitan saber que cuentan y que tienen un techo político bajo el cual guarecerse. Esa es la misión de la eterna izquierda, has dicho.
—No estás solo. Aquí tienes un techo.
Viste también en tus padres que la pureza de los ideales no se basta a sí misma. Que para ganar la mitad de lo que queremos, a veces tenemos que sacrificar la otra mitad. Tus padres nunca aceptaron el compromiso. Fueron héroes del sindicalismo y su sacrificio seguramente no fue en vano. ¿Quién los engañó, quien los hizo cruzar el Río Grande de noche, haciéndoles creer que salvaban a un grupo de indocumentados sólo para caer ellos mismos como si fueran espaldas mojadas en manos de la Migra yanqui y luego ser asesinados mientras "huían"? La Ley Fuga, Bernal, la mentira injusta y dolorosa, tú que tan bien conociste a Bernal y Candelaria, tus padres. Nunca huyeron de nada. Nunca le dieron la espalda a nadie.
—La Ley Fuga. Ni la burla perdonan.
Cuando nos conocimos en La Sorbona, me contaste tu vida y la manera como tus padres fueron victimados por la conspiración temible de los narcos del Norte, los políticos corruptos de ambos lados de la frontera —Chihuahua y Texas— y las corruptibles fuerzas del orden mexicanas y norteamericanas. Me dijiste que
—No voy a ser un idealista puro como mis padres. Voy a distinguir entre el mal menor y el bien mayor. Voy a servir al bien mayor haciendo concesiones al mal menor.
Te envidio esa paternidad, Bernal, te lo dije entonces y te lo repito ahora que evoco la mía con un sentimiento de farsa y tragedia combinadas. Yo no nací en la pobreza como tú. No tuve que escapar a la miseria. Al contrario. Tuve que vencer a la riqueza. Me encontré con la mesa servida. Nací con un corset puesto. Mi padre me hizo rebelde, con tal de oponerme a él, no ser como él, no escuchar sus cínicas baladronadas, su admirable falta de hipocresía para referirse con todas sus letras a sus fraudes, sus chanchullos, su colmillo para los negocios. En política se finge, Bernal. En los negocios puedes ser abiertamente brutal y cínico.
Mi padre me daba tanto miedo que me obligó a espiarlo para verlo. Empecé a oír sus conversaciones por teléfono desde una extensión en el lobby:
—Vende la flotilla de camiones viejos a la Compañía Subida al Cielo por el precio más alto posible...
—Pero si Subida al Cielo es nuestra, señor licenciado...
—Exacto. Reclama la ganancia de capital como ingreso y vende acciones al más alto precio.
—Los Herrera andan agitando en el Norte para que se apliquen las leyes sobre seguridad de trabajo en sus maquilas, señor licenciado...
—Vamos haciendo lo mismo que cuando quisieron preservar esa montaña ecológica llena de pájaros y ocelotes. Ni leyes protectoras del medio ambiente ni leyes sobre seguridad de trabajo, Domínguez. Tú compra al número necesario de legisladores.
—¿Comprar?
—Bueno, persuadir. Perdona mi brutalidad.
—Hay un legislador testarudo que quiere una ley de demandas contra inversiones fraudulentas..
—Mira, Ruiz, tú nomás apúrate a inflar el valor de las acciones de a mentiras para venderlas y obtener ganancias. Ese es el negocio. No te me desorientes.
—La compañía de Mérida está reportando pérdidas, señor licenciado.
—Ninguna compañía mía reporta pérdidas si yo no lo decido. En este caso, escóndelas vendiendo la subsidiaria a alto precio.
—¿Quién va a querer comprarla?
—Nosotros mismos, tarugo, la compañía de Quintana Roo...
—¿Cómo la va a comprar?
—Con un préstamo nuestro. Así todo queda en casa, nuestras compañías se financian entre sí, ocultamos las pérdidas y atraemos accionistas...
—¿Y cuando ya no podamos...?
—Mira Silva, cuando hayamos decuplicado nuestro propio dinero personal, sólo entonces nos declaramos en quiebra y que sufran los accionistas. Alarga como chicle, mientras tanto, la impresión de que prosperamos para que los accionistas sigan invirtiendo sin olérselas que vamos a la quiebra. ¿Me entiendes?
—Es usted un genio, señor licenciado.
—No, genio mi mamá que tuvo la buena idea de darme a luz. ¡Jajaja!
—¿Qué hacemos este año con las compensaciones a nuestros ejecutivos, señor licenciado?
—Maximízalas, Rodríguez. Maximízalas con opciones de valor y esconde los costos a los inversionistas. Nunca consignes las opciones como gastos. Tú asegúrate tus millones.
—¿Y los empleados?
—Al carajo.
—Le advierto que Kike, su redactor de discursos, se pasa de listo presumiendo de que él le da todas sus ideas a usted, patrón.
—A ese pinche lameculos córrelo de una vez. Sácale todas sus cosas de la oficina y pónselas en la calle.