—Has dejado de convencer, querida. Hagas lo que hagas, te lo reprocharán. Ya aburres de tanto consejo.
Ten cuidado con ella. No vayas a demostrarle que la menosprecias y mucho menos que la compadeces porque no es tan bella como yo o porque tú me prefieres a mí, cadamedo. No te vayas a dar ni de chiste ese gustazo. Date cuenta, amor mío que ella ya te desprecia y te compadece y se moriría de gusto si le correspondes.
Pero a nuestro asunto, mi T del alma mía. No olvides ni un minuto que todos los seres humanos tenemos defectos y virtudes y que nuestros enemigos pueden explotar las dos cosas. Mírame a mí, monada. ¿A que no te has dado cuenta de que nunca me miro las manos? ¿Sabes por qué? Porque desde jovencita aprendí que si me miro un dedo, los hombres siempre creen que pido un anillo. O tantito peor, que lo perdí por pendeja. Y si pierdo un anillo, puedo perder lo que sea: una fortuna, un marido, mi virginidad, ¡la lotería!
Por eso me verás siempre de guantes, hasta en este bochorno de Mérida. Y también, mi amor, para que mis yemas no toquen otra piel que no sea la tuya, lindo hermoso, caramelo. ¿Otros hombres en mi vida, me reprochas, celosillo, de vez en cuando? Mira amor, mejor ni averigües. Yo sólo soy objeto de las miradas del deseo.
General Cícero Arruza a general Mondragón von Bertrab
Mi general, las cosas están que arden y se acerca el momento de actuar. De consenso, se lo ruego, como jinetes hermanos que somos, mi general. Mire lo que está ocurriendo. La celebrada política democrática de nuestro Presidente está haciendo agua como una chalupa en huracán del Golfo. Confianza en el pueblo, la sociedad civil se organiza sola y resuelve sus propios problemas, denle libertad al pueblo y se integra en sindicatos, cooperativas, asociaciones de barrio, la chingada. Pues no, mi general. Retire la autoridad y se crea el puro y pinche vacío. Este país nunca se ha gobernado a sí mismo. No tiene experiencia. No sabe cómo. Siempre ha necesitado una mano fuerte, una autoridad central que impida el caos y no tolere que se creen vacíos. Pues mire nomás: calladitos, calladitos, los huecos de poder en todo el país se han ido llenando con los caciques locales, que estaban allí nomás como tigres al acecho.
Puede ser un pueblo como Sahuaripa, perdido en el desierto, donde un prepotente como Félix Elías Cabezas se adueña del poder real en Sonora y lo ejerce escondido en la distancia y la ignorancia, acaparando el producto minero y disponiendo a su gusto de la explotación y exportación del cobre.
Puede ser un estado entero como San Luis Potosí, donde un cacique como Rodolfo Roque Maldonado les asegura a los inversionistas japoneses orden y seguridad para que usen a San Luis de trampolín para inundar de exportaciones tecnológicas a los USA vía el Tratado de Libre Comercio. Usted dirá que la situación en SLP la ordenó Herrera, pero el que se llevó la gloria (y los tecolines o yenes o lo que paguen para sobornar estos kamikazes amarillos) fue el cacique y gobernador Maldonado. O sea, deja que la gente crea que el que puso orden fue el señor secretario de Gobernación, pero los chales con sus ojitos de Fumanchú saben mejor y no dicen nada. Su protector es don Roque.
Y vámonos al eje Tampico-Matamoros, mi general, donde el tráfico de droga entra como la Adelita de la canción, si por mar en un buque de guerra, si por tierra en un tren militar... ¿Quién manda ahí, el Presidente, usted, el secretario Herrera? No, el mero mero de los narcos, don Silvestre Pardo, así como el cacicuelo a sus órdenes, José de la Paz Quintero. Controla el tráfico de blancas en la franja Tijuana-Mexicali y el estado de Baja California entero el cacique don Narciso "Chicho" Delgado, posando como defensor de ballenas y viviendo como explotador de monos, si me hago entender y perdone el albur, mi general.
¿Quiere que le siga? ¿Le cuento algo que usted no sabe? ¿Le digo que hemos perdido el control de las dos fronteras, señor secretario, la del norte con los narcos, los tratantes de blancas y los coyotes de la migra, la del sur con el turismo revolucionario europeo que heredó las máscaras de esquiar del difunto (desaparecido) Marcos para fundar la Comuna Socialista de Chiapas, vender chácharas (pasamontañas, huipiles, fusiles de madera, manuscritos del susodicho Marcos, condones con marca registrada de "El Levantamiento", sombreros zapatistas y estampitas de la Virgen de Guadalupe) a los turistas comunes y corrientes en busca de emociones fuertes, dedicándose además a abrirle el paso "humanitario" a los indios guatemaltecos que huyen de la tortura, la muerte y el incendio de sus aldeas por la eterna criolliza de Guatepeor. ¿Por qué no aprenden de nosotros los blancos guatemaltecos y mestizan rápidamente al país hasta que no quede un solo indio puro? Y todo el sureste dominado por el siniestro tabasqueño "Mano Prieta" Vidales.
¡Ah qué la chingada, mi general! ¡Ah qué la puta madre! ¿Vamos a dejar que esto se nos siga pudriendo? ¿O vamos a actuar por fin, juntos usted y yo para salvar a la nación mediante la acción purificadora de las Fuerzas Armadas, último baluarte del Patriotismo Mexicano? ¿Vamos a esperar que termine un larguísimo proceso electoral de casi tres años de largo? ¿Vamos a dejar que dos paniaguados güevones como De la Canal o Bernal Herrera lleguen a Los Pinos a darnos más atole con el dedo? ¿O vamos a ver la manera, mi general, de sustituir al señor Presidente Lorenzo Terán, ridiculizado por la prensa y el público como un holgazán con almohada atada al culo? ¿Vamos a ver la manera, mi general, de tener un Presidente con mano dura y carácter fuerte, que ponga en orden a este maldito país?
Ya sé que usted no escribe cartas ni de condolencias y tarjetitas ni en Navidad. Pero hágame una seña, señor secretario y general mi amigo mío. Una señita nomás, que yo para entender las señales me pinto solo...
Dulce de la Garza a Tomás Moctezuma Moro
Tomás, quisiera arrojarme llorando sobre tu sepulcro. Pero sé que es una tumba vacía. Está la lápida. Está tu nombre. Están las fechas de nacimiento y muerte.
TOMÁS MOCTEZUMA MORO - 1973-2012
Pero no estás tú. Estaban dos féretros, uno encima del otro. Un cajón de doble fondo y tu muñeco de cera derritiéndose encima y nada en la segunda partición. Nada, mi amor, salvo ese escudito del águila y la serpiente que siempre traías en la solapa y que se quedó en un rincón del falso féretro, no sé si por descuido de los que te enterraron, o porque tú mismo lo dejaste allí, como seña de tu presencia, un modo de decirme,
—Dulce, estuve aquí, búscame...
¡Qué poco tengo para ilusionarme, mi amor! ¡Un escudo olvidado! ¡Un féretro vacío! Y tu figura de cera derritiéndose hasta desaparecer en un charco de vida simulada. "Vida simulada". Eso lo aprendí de ti. Eso decías de la política. Mi dolor y abandono hoy no son simulados, Tomás.
Nadie me ha querido ayudar. No existo para nadie. Sólo existía para ti, porque así lo quisiste tú y lo acepté con agradecimiento yo.
Soborné al guardián del cementerio para dejarme abrir la tumba. Tú mismo me lo dijiste:
—Todo se puede comprar en México. ¿Cómo acabar con esa maldición?
Desde que te mataron, nadie vio tus restos. Dijeron que estabas desfigurado por la bala que te atravesó el cerebro. ¡Respeto para los muertos! Entonces, ¿por qué tu figura de cera en el primer féretro no tiene herida alguna, por qué está intacta —aunque se derrita— tu cabeza? ¡Respeto para los muertos!
Yo no sabía quién eras tú. Tú no sabías quién era yo. Nos amamos sin conocernos y sin preguntar nada. No fue un pacto. Nunca lo platicamos. Nuestro encuentro había sido demasiado misterioso. El misterio nos reunió y ahora el misterio debía mantenernos juntos.
Yo no sabía lo que era mi cuerpo hasta que tú me enseñaste a quererlo y conocerlo porque tú lo querías y lo descubrías una y otra vez, revelándome mi cuerpo a mí misma...
—Tus ojos cambian de color con la luz del día y se vuelven la única claridad de la noche... El lóbulo de tu oreja no necesita arete, como tus manos limpias y dulces no necesitan joyas... Tu boca está siempre fresca como un surtidor... Y tu vagina es la herida que no cicatriza para que yo pueda herirla impunemente... Si no tuvieras vello en el pubis, yo te lo pintaría, Dulce María... Asciendo tocando tu vientre como si fuera el prado desnudo donde quiero que me entierren... Tus senos son inquietos, rebotan y claman por ser atendidos... Toma y toma y toma mientras acaricio tus nalgas fuertes, duras, grandes como para compensar la esbeltez de abedul de tu cintura y hundo para siempre mi cara en tu cabellera negra, suelta, júrame que nunca te cortarás el pelo, mi amor, esa cascada negra me acerca a la verdadera naturaleza que es el paisaje de tu cuerpo, la única naturaleza sin la cual yo no puedo vivir... y si muero, quiero que me enreden la cabeza en tu pelo para respirarte hasta el día que se acabe el mundo, mi amor, mi mujer, mi novia...
No recuerdo un solo encuentro entre nosotros en que no me hicieras sentir que en ese momento yo revelaba lo que hasta entonces ignoraba. El derecho de mi cuerpo.
—La majestad de tu cuerpo, Dulce.
No estaba tu cuerpo verdadero en la tumba. No sabía a quién dirigirme. Y es que no soy nadie, mi amor. La novia secreta de Tomás Moctezuma Moro. Nadie. Secreta. Como el principio, igual. Imagina mi extrañeza, amor, mi desolado desconcierto, cuando no te encontré en tu propia tumba y volví a ser, misteriosamente, otra vez, la extraña que te vio por primera vez hace ya nueve años y a la que tú miraste, también, como el extraño que eras para mí.
Esa sensación queda en mi alma, mi amor. Nos vimos sin saber quiénes éramos. Tú mi desconocido amor, yo tu ignorada novia... Porque ya éramos amantes, no desde antes de conocernos, sino al vernos, de lejos, en una exposición del Museo Marco de Monterrey, una retrospectiva de José Luis Cuevas, un mundo de figuras desvanecidas y colores casi invisibles, como si Cuevas en vez de pintar, "poblara el aire", como viniste a decirme, cómo voy a olvidar tus primeras palabras cuando te acercaste a mí:
—Cuevas puebla el aire...
No entendí con exactitud, pero supe, supe, sí, me di cuenta de que sólo tú tenías las dos miradas indispensables, una para el arte y otra para la mujer. Me dije en ese momento,
—Soy mujer —y sonreí.
No tardé en cambiar la frase.
—Soy una mujer —y dejé de sonreír. Y volví a sentirme alegre. —Soy la mujer.
No me quitabas los ojos de encima, con una audacia, una impudicia, un deseo, una ternura, no sé... Miré tus ojos tan negros, tan profundos como dos guijarros que se quedaron para siempre en el fondo del mar y que ahora tú me ofrecías como a una niña juguetona en la playa.
—Soy su mujer.
Y reías para sonarme íntimo.
—Es que cada vez que nos juntamos, tengo la sorpresa de verte por primera vez, como si nada hubiera pasado antes entre nosotros.
Me mirabas con esa ternura que tenías para mí en el fondo de tus ojos y que ahora, mirándome al espejo, yo trato de recuperar en los míos...
En tus brazos me hice mujer. Cuando te vi, aquella noche en el Museo, no tenías nombre. No sabía cómo llamarte.
—Llámame "Isla".
Reí. —Eso no es nombre. Es lugar.
—No —negaste con tu cabeza de bucles gruesos tan acariciables—. Es Utopía.
Dejé de reír. Interrogué.
—Es el lugar que no es.
Te pusiste serio.
—Es el lugar que debe ser.
Hasta susto me diste de tan serio y hasta enojado, con tus dientes apretados.
—Yo haré que el lugar que no es sea el lugar que debe ser.
Utopía. Nunca había oído esa palabra. ¿De qué me asombro? Todo contigo era por primera vez, las palabras, las cosas, las ideas, el sexo, el amor... ¿Por qué habías escogido, entre la muchedumbre del Museo Marco, a una muchacha de diecinueve años sin experiencia, hija de familia modesta, sin trabajo, ansiosa de cultivarse, no demasiado fea pero no demasiado guapa? ¿Que viste en mí? ¿La compañera ideal para ir a esa isla feliz de tu imaginación? Yo, igual que la isla, ¿era algo por descubrir, algo por transformar, algo en lo que creer?
Me pusiste en las manos una novela mexicana del siglo pasado, escrita por Armando Ayala Anguiano, y me dijiste:
—Es el mejor título para ti y para mí y para todos, Dulce.
—Las ganas de creer —leí en voz alta lo que decía en la portada.
Las ganas de creer. A eso me invitaste, amor mío, a tener fe, y un día se lo dijiste al país entero desde una tribuna tan alta que mi mano ya no podía tocar la tuya:
—Hay que tener fe. Hay que devolverle la esperanza a México.
Es cuando te vi en todos los periódicos, en todos los noticiarios. Eras lo que entonces se llamaba "El Tapado". Vivías en las sombras esperando que un día te cegara el sol. Es cuando supe de una manera terrible, herida y salvada por la verdad, que serías más mío que nunca porque nunca serías del todo mío, porque te vi retratado con tu esposa y tus tres hijos, porque acepté el silencio, el secreto, no ser nadie en tu vida pública y ser todo en tu vida privada...
Tomás, amor mío, tú sabes que nunca me quejé, entendí cómo eran las cosas, nunca te pedí nada, no sólo me contenté sino que gocé nuestro amor más secreto que nunca, alejado de las tribunas, las fotografías, los discursos, gocé de tus confidencias porque supe que sólo a mí me las decías, quizá no entendí muy bien lo que te proponías, yo de política no entiendo, pero eras el candidato, querías hacer un poquito mejor al país, devolverle confianza a la gente, esperanza, confianza, eran tus palabras más repetidas.
Amantes secretos. Qué felicidad. No la cambiaría por nada. No hice cálculos, no me dije:
—Voy a pedirle que escoja entre su familia y yo.
Nunca se me ocurrió, Tomás, porque yo sabía que ser amantes desconocidos era lo mejor del mundo, que aunque no tuvieras familia y política, yo te querría igual, o mejor dicho, que te iba a querer igual hasta con familia y política. Tu posición, tu responsabilidad, sólo aumentaron mi inmenso amor hacia ti, mi goce de saberte mío, dueño de mi cuerpo y yo del tuyo, eso lo sabía como creer en Dios, tú y yo desnudos y unidos sin necesidad de explicar nada, todo tan inexplicable y gozoso como tu cuerpo dentro del mío...
Y ahora eso que fue mi placer es mi pena, mi terrible y profunda pena, Tomás. No tengo a quién dirigirme. La señora María del Rosario, que estuvo tan cerca de ti en la campaña, esa mujer por la que tanto hiciste subiéndola a eso que llamabas tu locomotora, no contesta mis cartas. Me lo explico. No sabe quién soy. Puedo ser una mentirosa, un engaño, una buscadora de publicidad... Y cuando quiero dirigirme a alguien más, tu sombra me detiene y me pide discreción, cautela, como si tú me protegieras, Tomás, como si me dijeras desde donde te halles,