La silla de plata (22 page)

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Authors: C.S. Lewis

BOOK: La silla de plata
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Los dos niños bajaron de sus centauros (quienes ni se dieron cuenta).

—Quisiera estar en casa —dijo Jill.

Eustaquio asintió sin decir nada, y se mordió los labios.

—He venido —dijo una voz a sus espaldas.

Se volvieron y vieron al propio León, tan brillante y real y fuerte que todo lo demás empezó inmediatamente a parecer pálido y sombrío comparado con él. Y en un suspiro Jill olvidó todo acerca del difunto Rey de Narnia y recordó únicamente cómo había hecho caer a Eustaquio por el acantilado, y cómo ayudó a fallar casi todas las Señales, y se acordó de todas las rabietas y peleas. Y quería decir “lo siento”, pero no pudo hablar. Entonces el León los atrajo hacia él con su mirada, y se inclinó y rozó sus pálidas caras con su lengua, y dijo:

—No pienses más en eso. No estaré siempre regañándolos. Han cumplido la tarea para la cual los traje a Narnia.

—Por favor, Aslan —rogó Jill—. ¿Podemos irnos a casa ahora?

—Sí. He venido para llevarlos a su hogar —repuso Aslan.

Y abriendo mucho su boca, sopló. Pero esta vez no tuvieron la sensación de volar por los aires; en su lugar, parecía que ellos permanecían sin moverse y que el aliento salvaje de Aslan arrastraba el barco y el Rey muerto y el castillo y la nieve y el cielo invernal. Porque todas esas cosas se fueron flotando en el aire como espirales de humo, y de pronto se encontraron parados en un gran resplandor de sol en pleno verano, sobre un terso césped, en medio de enormes árboles, y cerca de un hermoso y fresco arroyo. Se dieron cuenta de que estaban otra vez en la montaña de Aslan, muy arriba y más allá del fin de ese mundo en que está Narnia. Pero lo raro era que aún seguían escuchando la música del funeral del Rey Caspian, aunque ninguno podía decir de dónde venía. Iban caminando a orillas del arroyo y el León iba delante de ellos: y se veía tan bello, y la música era tan profundamente triste, que Jill no supo cuál de los dos había hecho que sus ojos se llenaran de lágrimas.

De súbito Aslan se detuvo, y los niños miraron el arroyo. Y allí, en la arenilla dorada del lecho del río, yacía el Rey Caspian, muerto, y el agua lo cubría como un cristal líquido. Y su larga barba blanca ondeaba como plantas acuáticas. Y los tres se pusieron a llorar. Hasta el León lloraba: grandes lágrimas de León, y cada una de sus lágrimas era más preciosa que lo que podría ser la Tierra, si ésta fuera un solo diamante macizo. Y Jill advirtió que Eustaquio no parecía un niño llorando, ni un muchacho llorando y tratando de ocultarlo, sino un adulto que lloraba. Al menos eso fue lo más que logró entender de todo aquello; pero en realidad, como ella decía, parece que la gente no tenía una edad definida en esa montaña.

—Hijo de Adán —dijo Aslan—. Ve a aquel matorral, arranca la espina que encontrarás allí y tráemela.

Eustaquio obedeció. La espina medía unos treinta centímetros de largo y era afilada como un espadín.

—Clávamela en la pata, Hijo de Adán —dijo Aslan, levantando su pata delantera derecha y acercando a Eustaquio las grandes zarpas.

—¿Tengo que hacerlo? —preguntó Eustaquio.

—Sí —respondió Aslan.

Entonces Eustaquio apretó los dientes y clavó la espina en la pata del León. Y salió una inmensa gota de sangre, más roja que todos los rojos que hayas podido ver o imaginarte. Y salpicó el arroyo encima del cadáver del Rey. Al mismo tiempo cesó la lúgubre melodía. Y el difunto Rey comenzó a transformarse. Su blanca barba se puso gris y del gris pasó al rubio y se acortó y desapareció totalmente; y sus hundidas mejillas se redondearon y lucieron frescas, y las arrugas se alisaron, y sus ojos se abrieron, y tanto sus ojos como sus labios reían, y de repente dio un salto y se paró frente a ellos... un hombre muy joven, o más bien un niño. (Pero Jill no podía decidir cuál de los dos, porque la gente no tiene una edad definida en el país de Aslan. Incluso en este mundo, claro está, son los niños más estúpidos los que son más infantiles y los adultos más estúpidos son los más adultos). Y corrió hacia Aslan y le echó los brazos al cuello, abrazando lo más que pudo ese cuello enorme; y le dio a Aslan los fervorosos besos de un Rey, y Aslan le dio a él los salvajes besos de un León.

Por fin Caspian se volvió a los otros. Lanzó una buena carcajada de alegre sorpresa.

—¡Vaya! ¡Eustaquio! —exclamó—. ¡Así que llegaste al final del mundo después de todo! ¿Y qué fue de mi segunda mejor espada que quebraste en la serpiente de mar?

Eustaquio dio un paso hacia él con ambas manos extendidas, pero luego retrocedió con expresión de asombro.

—¡Oigan! Pero... —balbuceó—. Todo esto está muy bien. Pero, ¿no estabas..., quiero decir, no...?

—¡Oh, no seas tonto! —exclamó Caspian.

—Pero —insistió Eustaquio mirando a Aslan—¿No estaba... en... muerto?

—Sí —contestó el León con una voz muy tranquila, casi (pensó Jill) como si estuviera riéndose—. El murió. La mayoría de la gente muere, ya sabes. Hasta yo he muerto. Hay muy pocos que no hayan muerto.

—Ah —dijo Caspian—. Ya sé lo que te molesta. Piensas que soy un fantasma, o cualquier tontería así. Pero, ¿es que no ves? Yo sería un fantasma si me apareciera ahora en Narnia: porque ya no pertenezco a ese mundo. Pero nadie puede ser fantasma en su propio país. Sería un fantasma si entrara en el mundo de ustedes. No estoy muy seguro. Pero supongo que tampoco es el de ustedes, ahora que están aquí.

Una gran esperanza alentó en el corazón de los niños. Pero Aslan movió su peluda cabeza.

—No, queridos míos —dijo—. Cuando vuelvan a encontrarse conmigo aquí, habrán venido para quedarse. Pero ahora no. Deben regresar a su propio mundo por un tiempo.

—Señor —murmuró Caspian—. Siempre he deseado dar aunque sea una ojeada a ese mundo de
ellos.
¿Es malo?

—Tú no puedes desear cosas malas nunca más, ahora que has muerto, hijo mío —repuso Aslan—. Y vas a ver el mundo de ellos... por cinco minutos de
su
tiempo. No te demorarás más de eso en arreglar las cosas allá.

Luego Aslan le explicó a Caspian a qué regresarían Jill y Eustaquio, así como todo acerca del Colegio Experimental: parecía conocerlo tan bien como ellos mismos.

—Hija —dijo Aslan a Jill—. Arranca una varilla de aquel arbusto.

Así lo hizo ella; y en cuanto la tomó en su mano, se convirtió en una elegante fusta nueva.

—Ahora, Hijos de Adán, desenvainen sus espadas —ordenó Aslan— Pero usen sólo la parte roma, porque es contra cobardes y niños, no contra guerreros, que os envío.

—¿Vienes con nosotros, Aslan? —preguntó Jill.

—Ellos podrán ver únicamente mi lomo —replicó Aslan.

Los guió velozmente a través del bosque y antes de que hubieran dado muchos pasos, se levantó ante ellos el muro del Colegio Experimental. Entonces Aslan rugió, haciendo temblar el sol en el cielo, y diez metros de muro se desmoronaron delante de ellos. Miraron por la brecha hacia el parque del colegio y el techo del gimnasio, siempre bajo el mismo grisáceo cielo otoñal que vieron antes de que empezaran sus aventuras. Aslan se volvió hacia Jill y Eustaquio y sopló sobre ellos y tocó sus frentes con la lengua. Después se echó en medio del boquete que había abierto en el muro y dio vuelta sus cuartos traseros hacia Inglaterra, y su cara señorial hacia sus propios dominios. En ese mismo momento, Jill vio unas siluetas que conocía demasiado bien trepando hacia ellos por entre los laureles. La mayor parte de la pandilla estaba ahí: Adela Pennyfather y Cholmondely Major, Edith Winterblott, “Espinilloso” Sorner, el grandote Bannister, y los repelentes mellizos Garrett. Pero de repente se detuvieron. Les cambió la cara, y toda bajeza, vanidad, crueldad y servilismo casi desaparecieron de ella en una única expresión de terror. Pues habían visto el muro derrumbado y un león tan grande como un elefante joven echado en medio del boquete, y tres figuras vestidas con relucientes ropajes y llevando espadas en sus manos, que bajaban corriendo tras ellos. Pues, con la fuerza que Aslan puso en ellos, Jill golpeaba con su fusta a las niñas, y Caspian y Eustaquio con el lado romo de sus espadas a los niños, tanto que en dos minutos los matones corrían como locos, clamando: “¡Asesinos! ¡Fascistas! ¡Leones! ¡No hay derecho!”. Y entonces el Director (que, a propósito, era mujer) acudió apresuradamente a ver qué sucedía. Y cuando vio al león y el muro partido y a Caspian y a Jill y a Eustaquio (a quienes casi no reconoció), tuvo un ataque de histeria y regresó al colegio y se puso a telefonear a la policía, contando historias sobre un león escapado de algún circo, y sobre convictos prófugos que rompían muros y andaban con espadas desenvainadas. En medio de todo este alboroto, Jill y Eustaquio se escabulleron calladamente hacia el interior y se cambiaron las ropas rutilantes por sus vestimentas de siempre, y Caspian regresó a su propio mundo. Y la muralla, a una palabra de Aslan, volvió a quedar intacta. Cuando la policía llegó y no encontró ningún león, ni muro partido, ni convictos, y vio a la Directora portándose como una lunática, mandó hacer una investigación de todo el asunto. Y en esa investigación salieron a luz toda clase de cosas sobre el Colegio Experimental, y cerca de diez personas fueron expulsadas. Después de eso, los amigos de la Directora vieron que la Directora no servía como Directora, así que la nombraron Inspectora para que estorbara a otros Directores. Y cuando descubrieron que tampoco era apta para eso, la eligieron Diputado y desde entonces vivió muy feliz.

Una noche, en secreto, Eustaquio enterró sus elegantes ropajes en los jardines del colegio; en cambio Jill llevó los suyos a escondidas a su casa y los usó en un baile de disfraces en las vacaciones siguientes. Y de ese día en adelante las cosas cambiaron, para mejor, en el Colegio Experimental, que llegó a ser un muy buen colegio. Y Jill y Eustaquio fueron siempre amigos.

Pero allá muy lejos, en Narnia, el Rey Rilian sepultó a su padre, Caspian el Navegante, Décimo de ese nombre, y guardó luto por él. Gobernó muy bien a Narnia y el país fue feliz en su época, a pesar de que Barroquejón (cuyo pie estuvo como nuevo en tres semanas) siempre advertía que las mañanas radiantes traen tardes de lluvia, y que no podías esperar que los buenos tiempos duraran siempre. Dejaron abierta la grieta en la colina, y a menudo, en los calurosos días de verano, los narnianos entran por ahícon barcos y faroles y bajan al agua y navegan por todos lados, cantandoen el helado y oscuro mar subterráneo, contándose historias sobre ciudades que se hallan a muchas brazas de profundidad. Si alguna vez tienes la suerte de ir a Narnia, noolvides echar una mirada a aquellas cuevas.

Comentario de Ana María Larraín

El orden ha sido, una vez más, restaurado. La anarquía reinante en el Colegio Experimental —donde se experimenta con la ignorancia y el matonaje antes que con los valores auténticos de la sabiduría y la justicia— ha pasado ya a formar parte de la historia. Los desmanes de la Pandilla han dejado en evidencia no sólo su propia estupidez, sino, sobre todo, la ineficiencia irremediable de su Directora. De allí que el autor de estas Crónicas, sonrisa en ristre y destilando las gotas bien dosificadas de su punzante ironía, la mande a vagar por cargos inútiles donde cualquier rasgo de estulticia pudiera, sin más, incorporarse al esquema. No extraña, dentro del espíritu crítico de Lewis, que la dama en cuestión termine sentada en un banco del Parlamento inglés: las instituciones de su patria son las primeras en caer bajo el hachazo de su pluma. Porque si en todas partes “se cuecen habas”, y de eso está consciente la sensibilidad y lucidez de su pensamiento, en el territorio amado del país de origen los “detalles” no se perdonan. Y dar vuelta el fin supremo de la actividad educadora no es, desde luego, ningún jueguito, aunque así quieran hacerlo aparecer los perversos —o los imbéciles— de siempre.

Para restablecer el equilibrio está, gracias a Dios, el soplo venturoso de Aslan, demoledor e inaplazable como la misma verdad que encarna con dorada calidez. La fuerza de su hálito no admite resistencia, y así se encargan de verificarlo la impetuosa Berta y el ex incrédulo Eustaquio, que completa aquí, para bien del lector, su formación narniana, iniciada en La travesía del Explorador del Amanecer (Crónicas III). La irrupción del león en el relato se lleva a cabo no ya por la vía visual o auditiva, como en ocasiones anteriores, sino, ahora (y tal vez por la urgencia que requieren los hechos), por la experimentación directa de su energía vital, su aliento. Es por eso que no será tampoco el agua el elemento primordial que enmarcará y dará sentido a lo narrado; su papel estructurador será asumido aquí por un hermano gemelo, el aire. VOLAR es, en el rescate del hijo de Caspian, la consigna del minuto, pues no hay otra forma de cruzar el umbral. El aire bota muros y pone las cosas en su sitio, tal como el soplo de Aslan —con el que se identifica— puede provocar, y provoca, la magia..., y tal como, encaramados sobre las plumas del búho, a los niños se les posibilita adentrarse en la noche y mirar “la vida” desde otra perspectiva. La llave maestra, claro, la tienen los búhos, auscultadores míticos de lo secreto y conocedores sempiternos de lo desconocido; su lenguaje peculiar —una armonía en “u”— marca, por lo demás, la diferencia. Y es que instalarse en Narnia significa movilizarse sobre el lomo vertiginoso pero siempre rico de la imaginación.

Inestimable guía resulta para estos efectos, como para tantos otros, el sentido del humor. Adherido a esa capacidad de ternura que deja entrever con maestría el narrador, el humor se personifica de paso en el malhumorado Trumpkin —sordo como una tapia a estas alturas del tiempo en Narnia— y, particularmente, en Barroquejón. Sensacional creación esta, la del Renacuajo del Pantano, cuyas evoluciones “aguafiestas” irán adquiriendo línea a línea una dimensión más profunda, impulsadas como avión a chorro por el momento más emocionante del relato: “He perdido a mi reina y a mi hijo; ¿perderé también a mi amigo? Las palabras que el rey Caspian graba a fuego en el corazón del lector van dirigidas, es cierto, al fiel Orinian, pero se cuajan en genuinas lágrimas en lo más medular del sentimiento. ¿Dónde encontrar una declaración más recia —y escueta— de la amistad, el afecto entronizado por los griegos que Lewis, aquí y en sus ensayos, rescata? El instante, sin duda, es breve, aunque su calor repiquetea como el soplo de Aslan en el interior del hombre. No hay desvíos en el recto camino del amor.

De una manera u otra es lo que demuestra, a fin de cuentas, Barroquejón, bajo cuyo aparente NO late, pujando por salir a flote, el decidido SI de su acción. El escepticismo de su discurso es desmentido a cada rato por la generosidad de una entrega que sobrepasa tenazmente los límites de su pensamiento teórico. Muy pronto los niños, junto con el lector, descubren la “trampita”, titilando tras la máscara que constituye su defensa; a la siga de sus pasos, se internan en ese mundo de idiotez representado por los gigantes. Y la perspectiva del narrador no puede sino hacerse cómplice de la grandiosa pequeñez infantil al concretar —visualmente— la relación proporcional inversa entre tamaño físico e inteligencia: mucho más hábiles se muestran, sin duda, los enanos que esos monstruos de cabeza de piedra y refinados (supongamos) gustos culinarios. Tal vez los “elegantes bípedos” adultos no hemos dado aún pruebas contundentes de nuestra supuesta sensatez...

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