—Su Santidad, poniendo fin a largas centurias de ocultación, ha roto hoy el secreto de los papas motivado por un asunto de Estado sumamente peligroso e ineludible. —Iuliano escuchó estas palabras con la mirada firme y el semblante impasible exento de todo asombro, pues él era uno de los tres allegados al Pontífice que conocía el secreto. Sus ojos se cruzaron por un instante con los de Clemente VIII, que le devolvió una mirada compasiva y, al tiempo, extrañamente inescrutable—. Es esta la causa por la cual Su Santidad ha convocado a los principales pastores y consejeros de la Iglesia: para informaros, hermanos, de estos nuevos tiempos que vendrán. Vincenzo Iuliano, máximo cardenal de la Santa Inquisición romana, responderá e informará de los últimos acontecimientos. Por ello os pregunto —prosiguió el sobrino del Papa dirigiéndose a él—: ¿Estáis en condiciones de declarar?
—Lo estoy —respondió Iuliano con firmeza—, pero antes debo poner en antecedentes con todo detalle a los presentes de cuanto ha ocurrido: la Sexta Vía de Tomás de Aquino ha sido hallada en la iglesia de Santa María Magdalena, en Vézelay, Francia.
Un nuevo silencio, espeso e incómodo, se adueñó del lugar. Al cabo, la ansiedad empezó a recorrer las gradas hasta que, finalmente Henri de Gondi, obispo de París, habló:
—Cardenal Iuliano, ¿tenéis la certeza de que se trata del último escrito de santo Tomás y no de uno falso?
—El documento es auténtico, contiene la demostración racional de la existencia de Dios a través de un silogismo comprensible para la lógica humana. Es el
Codex Terrenus
que hemos buscado durante siglos. No se trata de un mito, la Iglesia tiene conocimiento de él desde mil doscientos setenta y cuatro, año en que se decidió mantenerlo oculto. Hasta hoy.
Un murmullo de asombro invadió la capilla. Todos los presentes eran conscientes de la gravedad de la situación.
—¿Y cómo ha podido descubrirse ahora, después de tanto tiempo? —quiso saber Stefan Szuhay, obispo húngaro.
—Por un antiguo mapa codificado contenido en una reliquia que hemos buscado durante siglos. Fue diseñado por los discípulos de Tomás y ocultado por ellos, pero en el Medievo los brujos lo robaron, aunque nunca pudieron descifrarlo.
De nuevo los murmullos invadieron la capilla.
—Pero ¿quién ha descifrado el códex? —dijo Federico Borromeo, arzobispo de Milán.
—Angelo DeGrasso —respondió, escueto.
—¿DeGrasso, el Gran Inquisidor de Génova? —Los ojos del cardenal genovés Pinelli brillaron de admiración—. ¿Cuál es entonces el problema? ¿Acaso un inquisidor de vuestra congregación no es digno de confianza para proteger este manuscrito?
El cardenal Iuliano lo contempló con prevención. La respuesta no iba a ser fácil.
—Nuestro inquisidor ha sido engañado y utilizado para llegar a la Sexta Vía. En cuanto logró sus objetivos fue despojado del documento y asesinado por un brujo.
—Fue un brujo perteneciente a la antigua secta —aclaró el papa Clemente VIII con autoridad—, aquellos descendientes de quienes conspiraron contra los primeros papas en las catacumbas para enviarlos a una muerte segura en el circo de Nerón.
El silencio se apoderó de los presentes. Nadie supo bien cómo reaccionar ante la inesperada noticia hasta que Rodrigo de Castro, arzobispo de Sevilla, tomó la palabra.
—¿Cómo ha podido caer DeGrasso víctima de esa secta de brujos?
El papa Clemente VIII miró al Gran Inquisidor conminándole a continuar.
—DeGrasso estaba solo en Francia, exiliado por el Santo Oficio. No pude advertirle, aunque de todas formas no me habría escuchado, pues además de ser un inquisidor, también era miembro de la
Corpus Carus
, una cofradía tomista destinada a proteger el mapa. La Sexta Vía es un argumento teológico sumamente peligroso y, conscientes de ello, los discípulos de santo Tomás prometieron guardar el secreto e incluso esconderlo de la propia administración de Roma. Como cofrade, DeGrasso emprendió en soledad, al margen de su oficio de inquisidor, la búsqueda del Codex Terrenus porque sabía que el mapa había salido a la luz y los brujos no tardarían en descifrarlo. Eso hizo que decidiera adelantarse, para poder cambiar esos documentos a un lugar más seguro o quizá…
—¿Entregarlos al Pontífice? —arriesgó el jesuita Bellarmino.
—Es posible. —El General de la Inquisición asintió pesadamente con la cabeza—. Puede que DeGrasso quisiera entregar el documento sin intermediarios. Lamentablemente, falló en el intento y terminó llevando a los brujos hasta él. En estos momentos, la esfera que contiene la Sexta Vía está en Aosta, en el castillo de Verrés, protegida por el duque Bocanegra. En breve será entregada a editores protestantes. Si eso sucede, el silogismo para demostrar a Dios se imprimirá y, para nuestra desgracia, será divulgado.
—¿Acaso ese duque se ha vuelto loco? ¿No es católico? ¿Pretende traicionarnos?
—El ducado entero de Aosta está bajo la influencia de un moldavo —informó Iuliano con pesar—, Darko Bogdan, el Maestre de los brujos, que usó su cargo como astrólogo papal para acceder a las informaciones que le llevaran a la esfera. Él es el cerebro de todo esto y quien ha convencido al duque Bocanegra, cegado por el oro y aturdido por las palabras de un diablo, de abjurar del catolicismo, tomar la fe reformada y desafiarnos.
—Su Santidad… ¿Qué vamos a hacer? ¿Habéis tomado alguna decisión?
—Haré lo que el máximo responsable de la Inquisición crea necesario —respondió.
—Necesito el ejército de la Iglesia. Todo el ejército vaticano. Sin restricción —anunció el Gran Inquisidor alzando el mentón.
—¡Es inaudito! —replicó el secretario de Estado vaticano.
El Pontífice alzó la mano y lo silenció.
—¿Cuándo lo necesitáis?
—En tres días. A las puertas del valle de Aosta.
Clemente VIII estaba empeñado en un feroz combate contra los turcos. Tanto sus arcas como su tropa se hallaban diezmadas, pero Roma tenía la inexplicable cualidad de generar recursos de la nada. Aun sin dinero y sin demasiados soldados, podía convocar una legión de la noche a la mañana; era el poder que muchos príncipes envidiaban e incluso temían.
—Lo tendréis —sentenció el Sumo Pontífice.
—Eminencia, los turcos avanzarán si retiramos el apoyo a Hungría y tomarán las tierras cristianas —le recordó su sobrino—. Deberíais contemplar que…
—Créeme, si la Sexta Vía sale a la luz —cortó tajante el Papa— las escaramuzas con los jenízaros serán un buen recuerdo en la historia de la Iglesia, el recuerdo de cuando aún conservábamos la fe en Dios. Los turcos gritan el nombre de su profeta, esa esfera en cambio contiene el fin de la teocracia, el veneno que alejará al hombre de la Iglesia por siempre.
Esa misma noche se tomó la decisión. El ejército de la Iglesia caería sobre Aosta, su duque y los brujos.
Un desastre de proporciones bíblicas estaba a punto de comenzar.
Dentro del castillo de Verrés se extremaban las precauciones. Darko había decidido comprobar la esfera antes de enviarla a Suiza, pero su ceguera le impedía hacerlo, por ello había pedido ayuda a su discípulo: ante ellos estaba el cofre que contenía la Sexta Vía. El duque tomó la cadena que colgaba de su cuello, separó una de las llaves que pendían de ella y, con sumo cuidado, la introdujo en el candado de hierro. Tras tres vueltas el seguro cedió y abrió el cofre. El Gran Brujo, apresurado y torpe, palpó el interior hasta dar con la
bullée
envuelta en terciopelo perfumado. Sus dedos largos y huesudos, ansiosos, encontraron el seguro y lo accionaron para abrir el orbe dorado que contenía un pergamino enrollado.
El moldavo sonrió ante el documento que había ansiado toda su vida, que tanto buscaron los que le precedieron. Habría llorado y gritado, pero debía mantener la compostura ante el duque.
—Léelo —ordenó a su discípulo.
Lord Kovac lo desenrolló con delicadeza, lo sostuvo delante de los ojos y aguardó en silencio mientras el duque Bocanegra asistía atónito al ceremonial de aquellos dos hombres que, a su juicio, daban un valor absoluto a un miserable escrito.
El húngaro comenzó a leer con un suave tono de voz:
—El título reza: «Tomás de Aquino, Sexta Vía. La Vía Dolorosa. Demostración final de la existencia de Dios: Cuestión primera:
Codex Terrenus
. Año del Señor de mil doscientos setenta y cuatro…».
—¡Es suficiente! —exclamó Darko alargando las manos en las que, de inmediato, depositaron el pergamino.
Creyó que no podría soportar el peso de tanta erudición en sus manos, una erudición que envidiaba, que no era la suya. El Gran Brujo odiaba tener que reconocer que un hombre como Tomás de Aquino fuera más inteligente que él, que la mente de un santo católico hubiese podido acariciar la excelencia mientras la suya vadeaba entre maquinaciones y conjuras. Un fugaz pensamiento cruzó su mente, podría arrancar aquel nombre del pergamino y poner el suyo, deseó escribir:
Darko Bogdan y su demostración final de la existencia de Dios. Año 1599
… Pero el noble interrumpió sus sueños, que se rompieron en mil pedazos al estrellarse contra la realidad.
—Si ya habéis comprobado lo que queríais, cerraré el cofre.
Las manos huesudas del anciano depositaron la Sexta Vía dentro de la esfera; Bocanegra la cerró accionando el seguro e introdujo la reliquia envuelta en terciopelo en el cofre, que a su vez cerró con tres vueltas de llave.
—Entregadle el cofre a lord Kovac —ordenó Darko—. Él trasladará nuestro tesoro a Suiza.
—Todavía no —proclamó Bocanegra en un rapto inesperado apretando el cofre contra su pecho—. Solo entregaré la esfera cuando llegue el ejército protestante.
Hubo un silencio en el cual pareció oírse el sonido del cerebro de Darko trabajando sin denuedo para convencer al duque de lo contrario.
—Pero ellos ya pagaron el adelanto —fue el único argumento que pudo esgrimir— y vos debéis entregar la reliquia. Estad tranquilo, cumplirán su palabra.
—¿Y si no lo hacen? ¿Y si la entrego y ellos me traicionan dejándome a merced de mis nuevos enemigos, la Iglesia?
—Eso no sucederá. Yo seré el aval.
—No es suficiente, no me voy a jugar el pellejo por la sola garantía de un astrólogo decrépito y un puñado de promesas.
—¡Estáis rompiendo nuestro trato! —exclamó Darko enfurecido.
—No, simplemente lo modifico. No me desprenderé de la reliquia a menos que vea a ese ejército protegiendo mi valle.
Por un momento Darko creyó notar la misma opresión en su pecho que ya había sentido en las cárceles de la Inquisición, pero se contuvo. Un simple capricho no estropearía sus planes.
—De acuerdo —murmuró entre dientes con un tono dulce y complaciente que estaba muy lejos de sentir—, tendréis el ejército en un día. Dadme unas horas para notificar vuestras nuevas peticiones y os garantizo que aquí estará. Lord Kovac, enviad un mensajero y decid al conde de Ginebra que entre con su ejército en el valle.
—Decid al conde protestante —añadió Pasquale Bocanegra— que la esfera estará segura bajo llave y que le espero para ofrecérsela con mis propias manos. Nadie más osará tocarla en este castillo.
Lord Kovac asintió y abandonó presuroso la habitación y, tras él, el duque italiano se retiró llevándose la esfera. Darko se quedó agarrado al bastón sumido en su propia oscuridad mientras su mente analizaba aquel nuevo obstáculo que suponía el capricho y la inseguridad del duque. Pese a todo, estaba tranquilo. Sus años le habían curtido en imponderables y sabía que la ciencia prevalece sobre la calamidad. No debía flaquear. Estaba a un paso, solo a un paso de lograr su objetivo.
Darko sonrió con una mueca bufonesca anticipándose a lo que habría de venir. Era un Gran Brujo y habían cometido el error de subestimarlo.
Con las primeras claridades del alba los exploradores de avanzada divisaron al ejército invasor. El contingente de mercenarios suizos había atravesado el Mont Blanc a las órdenes del archiduque Mustaine y se hallaba al pie de los bosques nevados, a escasas leguas de la región de Courmayeur.
La noticia llegó como un rayo a oídos del capitán Martínez, que se encontraba al mando de la única facción mercenaria compuesta por españoles que, guarecida en el castillo de Aymavilles, aún seguía al servicio de Bocanegra. No le costó comprender que ahora el ducado de Aosta se encontraba en una difícil situación: tal y como le habían informado desde el Vaticano, llegaría el contingente armado prometido por el cardenal de la Inquisición mientras que por Francia acababa de hacer presencia la abultada carga de mercenarios suizos reagrupada por Èvola.
En cuanto decidió traicionar a la Iglesia, Bocanegra se planteó la posibilidad de que los suizos dejaran de responder a sus órdenes y ahora se demostraba que no se había equivocado. Pero lo que el duque ni remotamente llegó a imaginar fue que el ejército viniera comandado por Mustaine, al que creía muerto. Ahora el francés estaría colérico y ciego de venganza, y esa era la principal fuente de los temores de Martínez.
—El duque confía en vosotros, capitán Martínez —le informó Parlavicino, el consejero de Aosta—. La capital del valle estará a salvo mientras resistáis en este castillo.
—Para ello necesitaremos más hombres —espetó él—. Sugiero que parte de las fuerzas regulares del ducado se queden aquí, con nosotros.
—Eso es imposible. Su Excelencia no dividirá sus efectivos. Su ejército se quedará en el sur, en Verrés, aguardando la embestida del Vaticano.
Martínez intentó hacer entrar en razón al consejero explicándole la desigualdad de condiciones a que se enfrentaban:
—Somos trescientos veinticinco españoles y no podremos resistir demasiado, no cuando el enemigo suma más de dos mil. Nos aplastarán.
—Lo siento, pero eso no es asunto mío. Vos sabíais a lo que veníais. Sois un mercenario de la Corona española, el duque ha pagado a vuestro rey por los servicios.
—Entonces, ya que no os preocupáis por mis hombres, espero que lo hagáis cuando mañana veáis una multitud de franceses saqueando la ciudad. En ese momento acordaos de mi cadáver y del ejército que me negasteis y preparaos para doblegaros ante el invasor, porque ya será tarde para que yo, ni nadie, pueda arreglar la situación.
El consejero de Bocanegra meditó en silencio y fijó su mirada en la del capitán español. Parlavicino habló despacio y decidido.