La Semilla del Diablo (7 page)

BOOK: La Semilla del Diablo
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—Dispensen, pero están en medio, como los jueves.

Rosemary y Guy se echaron a reír y le dejaron pasar. Él entró a su apartamento gritando «¡Soy yo!» y permitiéndoles atisbar un aparador y el empapelado rojo y oro.

Se abrió la puerta de los Castevet, apareciendo la señora, empolvada, pintada y sonriendo ampliamente, vestida de seda verde claro, con un delantalín rosa.

—Son muy puntuales —dijo—. ¡Entren! Roman está preparando cócteles de vodka. Me alegro de que haya venido, Guy. ¡Le diré a todo el mundo que le conozco! Pues Guy Woodhouse ha comido en este plato... Luego no me atreveré a lavarlo; lo dejaré tal cual.

Guy y Rosemary se rieron y se miraron el uno al otro. Él como diciendo: «
Es tu amiga
» y ella como diciendo:
«¿Qué quieres que haga?»
.

Había una gran sala-comedor con chimenea, en medio de la cual se hallaba preparada una mesa para cuatro, con un mantel blanco bordado, platos que eran desiguales y filas brillantes de plata repujada. A la izquierda, la sala propiamente dicha tenía casi el doble de tamaño de la de Rosemary y Guy, pero era muy parecida. Tenía una gran ventana salediza en vez de las dos pequeñas, y una enorme repisa de mármol rosa esculpida con abundantes volutas. La habitación tenía un mobiliario muy extraño; en el extremo de la chimenea había un sofá, una mesita con una lámpara y algunas sillas, y, en el extremo opuesto, una barahúnda oficinesca de cajas de archivadores, mesitas de bridge con montones de diarios encima, estantes atestados de libros, y una máquina de escribir sobre una mesita metálica. Entre ambos extremos de la habitación había un espacio de unos seis metros de alfombra marrón que iba de pared a pared, gruesa y con aspecto de nueva, marcada con el rastro de un aspirador. En el centro de ella, totalmente sola, una mesita redonda sobre la que estaban las revistas
Life
y
Scientific American
.

La señora Castevet los hizo cruzar la alfombra y les invitó a sentarse en el sofá; cuando estaban sentándose entró el señor Castevet, sujetando con ambas manos una pequeña bandeja en la que venían cuatro vasos llenos de un líquido rosa claro. Mirando fijamente a los bordes de los vasos, fue arrastrando los pies por la alfombra, dando la impresión de que al próximo paso iba a caer, produciendo un desastre.

—Parece que he llenado demasiado los vasos —comentó—. ¡No, no se levanten, por favor! Generalmente los lleno tan bien como un barman, ¿verdad, Minnie?

La señora Castevet contestó:

—Fíjate bien en la alfombra.

—Pero esta tarde —prosiguió el señor Castevet, acercándose— he hecho un poco de más, y antes que dejarlo en la coctelera, creo que pensé... Aquí están. Por favor, siéntense. ¿Señora Woodhouse?

Rosemary tomó un vaso, le dio las gracias, y se sentó. La señora Castevet se apresuró a ponerse una servilleta de papel en su regazo.

—¿Señor Woodhouse? Un
blush
de vodka. ¿No ha probado nunca uno?

—No —contestó Guy tomando uno y sentándose.

—Minnie —prosiguió el señor Castevet.

—Parece delicioso —dijo Rosemary, sonriendo con viveza mientras secaba el exterior de su vaso.

—Son muy populares en Australia —explicó el señor Castevet.

Tomó finalmente su vaso y lo elevó hacia Rosemary y Guy.

—Por nuestros huéspedes —dijo—. Bienvenidos a nuestra casa.

Bebió e inclinó su cabeza con gesto de crítico, con un ojo semicerrado, la bandeja a su lado goteando sobre la alfombra.

La señora Castevet tosió a mitad de un trago.

—¡La alfombra! —exclamó señalando con el dedo y medio ahogándose.

El señor Castevet bajó la mirada.

—¡Oh, cariño! —dijo, y sostuvo la bandeja, inseguro.

La señora Castevet dejó a un lado su vaso, se puso rápidamente de rodillas, y colocó cuidadosamente una servilleta de papel sobre la parte mojada.

—¡Una alfombra nueva! —exclamó—. ¡Una alfombra nueva! ¡Este hombre es tan torpe!

Los cócteles de vodka eran ásperos y bastante buenos.

—¿Son ustedes de Australia? —preguntó Rosemary, una vez que la alfombra hubo sido secada, la bandeja devuelta y a salvo en la cocina, y los Castevet estuvieron sentados en sillas de respaldo recto.

—¡Oh, no! —dijo el señor Castevet—. Yo soy de aquí, de Nueva York, aunque he estado allí. He estado en todas partes. Como lo oyen.

Tomó un sorbo, sentándose con las piernas cruzadas y una mano sobre su rodilla. Tenía puestas unas zapatillas con borla, pantalones grises, una camisa blanca, y una corbata a rayas azules y doradas.

—En todos los continentes, todos los países —insistió—. En todas las ciudades importantes. Cite cualquier lugar y yo he estado allí. Venga. Cite un lugar, Guy, por favor.

Guy dijo:

—Fairbanks, Alaska.

—He estado allí —contestó el señor Castevet—. He estado en toda Alaska: Fairbanks, Juneau, Anchorage, Nome, Seward; pasé allí cuatro meses en 1938 e hice numerosas escalas de un día en Fairbanks y Anchorage, camino de lugares del Extremo Oriente. También he estado en pequeñas ciudades de Alaska, como Dillingham y Akulurak.

—¿De dónde son ustedes? —preguntó la señora Castevet, arreglándose los pliegues de su vestido.

—Yo soy de Omaha —contestó Rosemary— y Guy es de Baltimore.

—Omaha es una bonita ciudad —declaró el señor Castevet—, y también Baltimore.

—¿Viajaba usted por razones de negocios? —le preguntó Rosemary.

—Por negocios y por placer a la vez —repuso—. Tengo setenta y nueve años y he estado yendo de un sitio a otro desde que tenía diez años. Nombre cualquier sitio y he estado allí.

—¿A qué negocios se dedicaba usted? —preguntó Guy.

—A todos —repuso el señor Castevet—. Lana, azúcar, juguetes, piezas de recambio, seguros marítimos, petróleo...

Se oyó un silbido en la cocina.

—El solomillo está listo —dijo la señora Castevet, poniéndose de pie con el vaso en la mano—. No se apresuren a acabar sus bebidas; llévenlas a la mesa. Roman, tómate tu píldora.

* * *

—Terminará el tres de octubre —iba diciendo el señor Castevet—; el día antes de que llegue el Papa. Ningún Papa visitó jamás una ciudad donde hubiera huelga de periódicos.

—Oí por televisión que va a retrasar su visita y esperará a que la huelga acabe —dijo la señora Castevet.

Guy sonrió.

—Bueno, eso es exhibicionismo —dijo.

El señor y la señora Castevet se echaron a reír y Guy se rió con ellos. Rosemary sonrió y cortó su parte de solomillo. Estaba demasiado hecho y reseco, flanqueado por guisantes y patatas aplastadas bajo una salsa recargada de harina.

Riéndose todavía, la señora Castevet dijo:

—¡Lo es! ¡Eso es lo que es! Pompa...

—Una buena obra sobre el tema es
Lutero
, según creo —dijo el señor Castevet—. ¿Hizo usted alguna vez el primer papel, Guy?

—¿Yo? No —respondió Guy.

—¿No era usted el actor suplente de Albert Finney? —preguntó el señor Castevet.

—No. Era el que hacía el papel de Weinand. Yo sólo hice dos pequeños papeles.

—¡Qué extraño! —opinó el señor Castevet—. Estaba seguro de que usted era el suplente. Recuerdo que me llamó la atención un gesto y miré en el programa a ver quién era usted; y puedo jurar que usted figuraba como suplente de Finney.

—¿A qué gesto se refiere? —preguntó Guy.

—No estoy seguro ahora; un movimiento de su...

—Solía hacer algo con mis brazos cuando Lutero da el puñetazo; como si los alargara involuntariamente...

—Exacto —corroboró el señor Castevet—. A eso es a lo que me refería. Era de una maravillosa autenticidad. Y puedo decir que contrastaba con todo lo que hacía el señor Finney.

—¡Oh, vamos! —exclamó Guy.

—Creo que su actuación es considerablemente subestimada —opinó el señor Castevet—. Me hubiera gustado ver cómo hacía usted ese papel.

Riéndose, Guy contestó:

—Ya somos dos los que opinamos así —y, brillándole los ojos, miró a Rosemary.

Ella le devolvió la sonrisa, satisfecha de que Guy estuviera contento; ahora no le haría reproches por haber perdido una tarde hablando con Mamá y Papá Cafetera.

—Mi padre era productor teatral —declaró el señor Castevet—, y mis primeros años los pasé en compañía de personas como la señora Fiske y Forbes-Robertson, Otis Skinner y Modjeska. Por lo tanto, me interesa algo más que la mera competencia entre actores. Usted tiene cualidades interiores de lo más interesante, Guy. Eso se ve también en sus actuaciones por televisión, y deberían llevarle a usted muy lejos; con tal, claro, de que consiga esas primeras oportunidades de las que dependen en cierto grado incluso los mejores actores. ¿Se está preparando ahora para algún espectáculo?

—Para un par de papeles —respondió Guy.

—No puedo creer que no los consiga —declaró el señor Castevet.

—Puedo conseguirlos —aseguró Guy.

El señor Castevet se le quedó mirando fijamente.

—¿Lo dice en serio?

El postre era un pastel de crema casero, que, aunque mejor que el solomillo y las verduras, le supo a Rosemary dulzón de un modo peculiar y desagradable. Guy, sin embargo, lo alabó sinceramente y comió un segundo trozo. Quizás estaba haciendo comedia, pensó Rosemary; pagando cumplidos con cumplidos.

* * *

Después de la cena, Rosemary se ofreció a ayudar a retirar y lavar los platos. La señora Castevet aceptó la oferta, instantáneamente, y ambas mujeres despejaron la mesa, mientras que Guy y el señor Castevet se iban a la sala.

La cocina, que daba a la sala-comedor, era pequeña, y estaba empequeñecida aún más por el invernáculo en miniatura que Terry había mencionado. De un metro de largo, se alzaba sobre una gran mesa blanca cerca de la ventana del aposento. Lámparas con cuello de ganso se inclinaban cerca, en torno de él, reflejando sus brillantes bombillas en el cristal y haciéndolo de un blanco cegador más que transparente. En el sitio que quedaba se apiñaban el fregadero, la cocina de gas y el refrigerador junto con alacenas que se elevaban por todos lados. Rosemary secó platos junto a la señora Castevet, trabajando a conciencia, sintiendo la satisfacción de que su cocina fuera mayor y estuviera equipada con más gusto.

—Terry me contó lo del invernáculo —dijo.

—¡Ah, sí! —repuso la señora Castevet—. Es una afición muy bonita. Usted debería tener uno.

—Me gustaría tener algún día un huerto con plantas aromáticas y para condimento —confesó Rosemary—. Lejos de la ciudad, claro. Si a Guy le hacen alguna vez una oferta para una película, la aceptaremos y nos iremos a vivir a Los Angeles. Yo soy campesina de corazón.

—¿Procede usted de una familia numerosa? —preguntó la señora Castevet.

—Sí —contestó Rosemary—. Tengo tres hermanos y dos hermanas. Yo soy la menor.

—¿Están casadas sus hermanas?

—Sí.

La señora Castevet metió una esponja enjabonada en un vaso.

—¿Tienen hijos? —preguntó.

—Una tiene dos y la otra cuatro —dijo Rosemary—. Por lo menos ésas son las últimas noticias que tengo. Pudiera ser que ahora tuvieran tres y cinco.

—Eso es buena señal para usted —declaró la señora Castevet, todavía enjabonando el vaso (era una lavandera lenta y concienzuda)—. Si sus hermanas tienen muchos hijos, lo más probable es que usted también los tenga. Eso son cosas de familia.

—¡Oh, sí! Somos fértiles —dijo Rosemary, aguardando, trapo en mano, a que le diera el vaso—. Mi hermano Eddie tiene ya ocho y sólo tiene veintinueve años.

—¡Caramba! —la señora Castevet enjuagó el vaso y se lo alargó a Rosemary.

—Entre sobrinos y sobrinas tengo veinte. Y no conozco a la mitad de ellos.

—¿Va usted a ver a sus familiares de vez en cuando? —inquirió la señora Castevet.

—No —contestó Rosemary—. No me llevo muy bien con mi familia, excepto con un hermano. Me consideran la oveja negra.

—¡Oh! ¿Y por qué?

—Porque Guy no es católico, y no nos casamos por la Iglesia.

—¡Bah! —exclamó la señora Castevet—. ¡Hay que ver lo fastidiosa que se pone la gente por cosas de religión! Bueno, ellos se lo pierden, no usted; no les permita que la incomoden.

—Eso es más fácil de decir que de hacer —respondió Rosemary, dejando el vaso en un estante—. ¿Quiere que friegue yo por un rato y usted seca?

—No, así está bien, querida —dijo la señora Castevet.

Rosemary miró hacia la puerta. Podía ver tan sólo un extremo de la sala, donde estaban las mesitas de bridge y las cajas con archivadores; Guy y el señor Castevet se hallaban en el otro extremo. Una nubécula de humo azulado de cigarrillo flotaba inmóvil en el aire.

—¿Rosemary?

Ella se volvió. La señora Castevet, sonriendo, le alargó un plato mojado con su mano enguantada en una manopla de goma verde.

* * *

Necesitaron casi una hora para lavar y secar los platos, cacerolas y cubiertos de plata, y Rosemary pensó que ella sola habría hecho el mismo trabajo en menos de la mitad de tiempo. Cuando ella y la señora Castevet salieron de la cocina y se dirigieron a la sala, vieron a Guy y al señor Castevet sentados uno frente a otro, recalcando sus argumentos con repetidos golpecitos de su dedo índice contra la palma de la mano.

—Y ahora, Roman, deja de dar la lata a Guy con tus historias sobre Modjeska —dijo la señora Castevet—. Te está escuchando sólo por cortesía.

—¡Qué va! Son muy interesantes, señora Castevet —respondió Guy.

—¿Usted cree? —preguntó el señor Castevet.

—Puede llamarme Minnie —dijo la señora Castevet a Guy—. A mí Minnie y a él Roman, ¿de acuerdo? —se quedó mirando mitad burlona, mitad desafiante a Rosemary—. ¿De acuerdo?

Guy se echó a reír.

—De acuerdo, Minnie.

Hablaron de los Gould, los Bruhn y de Dubin-DeVore; del hermano marino de Terry, quien por lo visto se hallaba en un hospital civil de Saigón; y, debido a que el señor Castevet estaba leyendo un libro que criticaba el Informe Warren, del asesinato de Kennedy. Rosemary, en una de las sillas de respaldo recto, se sentía un poco extraña, como si los Castevet fueran viejos amigos de Guy, a quienes ella acababa de ser presentada.

—¿Cree usted que hubo alguna conjura? —le preguntó el señor Castevet.

Ella contestó torpemente, dándose cuenta de que el anfitrión considerado quería interesar en la conversación a la invitada dejada de lado. Ella se excusó y siguió la dirección que le indicó la señora Castevet para ir al cuarto de baño, donde había floridas toallas de papel con la inscripción «Para nuestro huésped» y un libro llamado
Chistes para Juan
, que no tenía nada de divertido.

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