Read La Semilla del Diablo Online
Authors: Ira Levin
—El sótano te pone la carne de gallina —prosiguió Rosemary—. Yo te maldigo cada vez que tengo que bajar a él.
—Y ¿por qué? ¿Se puede saber?
—Por tus historias.
—Si te refieres a las que escribo, yo me maldigo también; si aludes a las que te conté, con el mismo motivo podrías maldecir a la alarma de incendios por el fuego y a la oficina meteorológica por los ciclones.
Rosemary, intimidada, contestó:
—Eso ya no será tan malo para mí a partir de ahora. La joven de que te he hablado bajará siempre conmigo.
—Es evidente que has ejercido la saludable influencia que predije —repuso Hutch—. Esa casa ha dejado de ser una cámara de horrores. Que te diviertas con el cubilete para hielo y saluda de mi parte a Guy.
* * *
Aparecieron los Kapp, del apartamento 7-D; una pareja rolliza, por la mitad de sus treinta, con una niña de dos años, muy inquisitiva, llamada Lisa.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Lisa, sentándose en su cochecito—. ¿Te comiste tu huevo? ¿Te comiste tu capitán Crunch?
—Me llamo Rosemary. Sí, me comí mi huevo; pero jamás he oído hablar del capitán Crunch. ¿Quién es?
* * *
En la noche del viernes 17 de septiembre, Rosemary y Guy fueron con otras dos parejas a la presentación de una obra teatral llamada
La señora Dally
y luego a una fiesta dada por el fotógrafo Dee Bertillon en su estudio de la calle Cuarenta y Ocho Oeste. Entre Guy y Bertillon hubo una discusión acerca de la política oficial sobre los actores, que impedía que fueran empleados actores extranjeros. Guy pensaba que era justa y a Bertillon le parecía equivocada, y aunque los otros invitados acabaron pronto con la discusión bajo un rápido aluvión de chistes y chismes, Guy se llevó a Rosemary poco después, cuando sólo hacía unos minutos que habían dado las doce y media.
La noche era tibia y fragante y fueron dando un paseo; al acercarse a la ennegrecida mole de la Bramford vieron en la acera a un grupo de unas veinte personas, en semicírculo alrededor de un automóvil. Dos coches de la policía aguardaban uno al lado del otro, con las luces rojas de sus techos girando.
Rosemary y Guy apresuraron el paso, con las manos entrelazadas, sintiendo agudizarse sus sentidos. Los autos aminoraban su marcha como si sus ocupantes quisieran enterarse; en la Bramford se habían abierto algunas ventanas y asomaban cabezas humanas al lado de las cabezas de las gárgolas. Toby, el portero de noche, salió de la casa con una manta de color tostado, y un policía se volvió hacia él para tomarla de sus manos.
El coche, un Volkswagen, estaba abollado de un lado; el parabrisas estaba hecho añicos.
—Muerta —dijo alguien, y alguien más añadió:
—Alcé la mirada y creí que bajaba zumbando un ave grande, como un águila o algo así.
Rosemary y Guy se elevaron de puntillas y se alzaron por encima de los hombros de la gente.
—Retírense, por favor —dijo un policía que estaba en el centro.
Los hombros se separaron y una espalda con una camisa deportiva se retiró. En la acera yacía Terry, contemplando el cielo con un ojo, la mitad de su cara convertida en pulpa roja. La manta color tostado cayó sobre ella. Al asentarse, se enrojeció en un sitio y luego en otro.
Rosemary dio media vuelta, cerró los ojos, y con la mano derecha se santiguó maquinalmente. Cerró su boca apretadamente, temerosa de vomitar.
Guy tuvo un sobresalto y aspiró aire con los dientes apretados.
—¡Jesús! —exclamó; luego gimió y dijo—. ¡Oh, Dios mío!
Un policía insistió:
—¿Quieren hacer el favor de retirarse?
—Es conocida nuestra —explicó Guy.
Otro policía se volvió para preguntar:
—¿Cómo se llamaba?
—Terry.
—Terry ¿qué? —tenía unos cuarenta años y estaba sudoroso. Sus ojos eran azules y atractivos, con espesas pestañas negras.
—¿Ro...? —inquirió Guy—. ¿Cómo se llamaba? ¿Terry qué?
Rosemary abrió los ojos y tragó.
—No recuerdo —dijo—. Era un apellido italiano que empezaba con G. Un apellido largo. Ella bromeó y quiso deletreármelo. Ya no puede...
Guy dijo al policía de los ojos azules:
—Residía en casa de un matrimonio llamado Castevet, en el apartamento 7-A.
—Ya hemos estado allí —explicó el policía.
Otro policía se acercó, trayendo una hoja de papel amarillento. El señor Micklas venía tras él, con la boca apretada, llevando un impermeable sobre su pijama a rayas.
—Breve y cariñosa —dijo el policía al de los ojos azules, alargándole el papel amarillento—. La pegó al antepecho de la ventana con cinta adhesiva, para que no se la llevara el viento,
—¿Había alguien allí?
El otro negó con la cabeza.
El policía de los ojos azules leyó lo que había sido escrito sobre la hoja de papel, sorbiendo pensativo a través de los dientes.
—Teresa Gionoffrio —dijo, pronunciando lo mismo que un italiano.
Rosemary asintió.
Guy intervino para decir:
—El miércoles por la noche nadie habría dicho que ella tenía ese pensamiento tan triste en su mente.
—Pues sólo tenía pensamientos tristes —contestó el policía, abriendo su cartera de documentos. Puso el papel dentro de ella y cerró la cartera con una ancha tira de goma amarilla.
—¿La conocía usted? —preguntó el señor Micklas a Rosemary.
—Ligeramente —contestó ella.
—¡Oh, claro! —exclamó el señor Micklas—. Usted vive también en el séptimo piso.
Guy dijo a Rosemary:
—Vamos, cariño. Subamos.
El policía preguntó:
—¿Por casualidad saben ustedes dónde podría encontrar a esos señores Castevet?
—No —respondió Guy—. Ni siquiera los conocemos.
—Suelen estar en casa a estas horas —explicó Rosemary—. Los oímos a través de la pared. Nuestro dormitorio está pegado al suyo.
Guy puso su mano en la espalda de Rosemary.
—Vamos, cariño —insistió.
Saludaron con un gesto de cabeza al policía y al señor Micklas, y se dispusieron a encaminarse presurosos hacia la casa.
—Aquí vienen —dijo el señor Micklas.
Rosemary y Guy se detuvieron y se volvieron. Viniendo del centro de la ciudad, igual que ellos habían venido, se acercaban una mujer alta, robusta, de cabellos blancos, y un hombre alto, delgado, que arrastraba los pies.
—¿Son los Castevet? —preguntó Rosemary.
El señor Micklas asintió.
La señora Castevet iba vestida de azul claro, con toques blancos en guantes, bolso, zapatos y sombrero. Como si fuera una enfermera, sostenía el brazo de su esposo. Él iba deslumbrante, con una chaqueta de todos los colores, pantalones rojos, una corbata de nudo color rosa, y sombrero de fieltro suave con ala vuelta, que tenía una cinta rosa. Tendría setenta y cinco años o quizás más; ella habría cumplido los sesenta y ocho o sesenta y nueve. Se acercaron con expresión de alerta juvenil, con sonrisas amistosas y burlonas. El policía se adelantó para saludarlos y sus sonrisas se debilitaron y desaparecieron. La señora Castevet dijo algo expresando su inquietud. Su amplia boca de labios finos era rosado rojiza, como pintada con rojo de labios; sus mejillas eran extraordinariamente pálidas, sus ojos pequeños y brillantes en cuencas profundas. Tenía una nariz grande y bajo sus labios había una masa carnosa hosca. Llevaba gafas con bordes rosados, sujetas con una cadenita que colgaba detrás de unos feos aretes de perlas.
El policía les preguntó:
—¿Son ustedes los señores Castevet, del séptimo piso?
—Lo somos —contestó el señor Castevet con una voz seca que había que escuchar con atención.
—¿Tienen a una joven llamada Teresa Gionoffrio viviendo con ustedes?
—La tenemos —dijo el señor Castevet—. ¿Qué le ha ocurrido? ¿Ha sufrido algún accidente?
—Será mejor que se preparen a recibir malas noticias —dijo el policía.
Aguardó, mirando a cada uno de ellos por turno, y luego añadió:
—Ha muerto. Se suicidó —alzó una mano con el pulgar señalando por encima de su hombro—. Saltó por la ventana.
Se lo quedaron mirando sin cambiar de expresión, como si él no hubiera dicho nada; entonces la señora Castevet se inclinó a un lado, miró más allá de él a la manta manchada de sangre, y luego se irguió y se le quedó mirando a los ojos.
—Eso no es posible —dijo con su alto y ronco acento del Medio Oeste, del «Roman-tráeme-un-poco-de-cerveza»—. Debe tratarse de un error. Ahí tiene que haber otra persona.
El policía, sin volverse, dijo:
—Artie, ¿quieres dejar que estos señores echen un vistazo, por favor?
La señora Castevet se adelantó, pasando por su lado, con la mandíbula apretada.
El señor Castevet no se movió.
—Sabía que esto sucedería —dijo—. Se sentía profundamente deprimida cada tres semanas, más o menos. Me di cuenta de ello y se lo dije a mi esposa; pero se mofó de mí. Es tan optimista que se niega a admitir que las cosas a veces no son como ella quisiera.
La señora Castevet replicó:
—Eso no significa que fuera a matarse. Era una chica muy feliz, que no tenía ninguna razón para desear quitarse la vida. Debe haber sido un accidente. Estaría limpiando las ventanas y perdió pie. Siempre nos sorprendía limpiándonos algo.
—No iba a ponerse a limpiar las ventanas a medianoche —dijo el señor Castevet.
—¿Por qué no? —preguntó enfadada la señora Castevet—. ¡Puede que estuviera!
El policía sacó de su cartera la hoja de papel amarillento y se la entregó.
La señora Castevet vaciló, luego la tomó, volvió y la leyó. El señor Castevet asomó la cabeza sobre su brazo y leyó también, moviendo sus labios finos y vívidos.
—¿Es ésa su letra? —preguntó el policía.
La señora Castevet asintió, y el señor Castevet afirmó:
—Sin duda alguna.
El policía alargó su mano y la señora Castevet le devolvió el papel. Él le dijo:
—Gracias. Se lo devolveré cuando hayamos acabado con esto.
Ella se quitó las gafas, dejó que colgaran de su cadena del cuello, y se cubrió los ojos con sus manos enguantadas de blanco.
—No lo creo —dijo—. No puedo creerlo. Era tan feliz. Sus penas eran cosa del pasado.
El señor Castevet le puso una mano en el hombro y miró al suelo, meneando su cabeza.
—¿Sabe usted el nombre de su más próximo pariente? —preguntó el policía.
—No tenía familia —repuso la señora Castevet—. Estaba sola. No tenía a nadie, fuera de nosotros.
—¿No tenía un hermano? —preguntó Rosemary.
La señora Castevet se puso las gafas y se la quedó mirando. El señor Castevet alzó la mirada del suelo, mientras sus ojos, profundamente hundidos, relucían bajo el ala de su sombrero.
—¿Tenía un hermano? —preguntó el policía.
—Ella dijo que lo tenía —afirmó Rosemary—. En la Marina.
El policía se quedó mirando a los Castevet.
—Ahora me entero —dijo la señora Castevet.
—Yo también me entero ahora —aseguró el señor Castevet.
El policía preguntó a Rosemary:
—¿Sabe usted su rango o dónde está destinado?
—No —contestó—. Ella me lo contó el otro día —agregó volviéndose a los Castevet—, cuando estaba en la lavandería del sótano. Yo soy Rosemary Woodhouse.
Guy explicó:
—Vivimos en el 7-E.
—Siento lo mismo que usted, señora Castevet —dijo Rosemary—. Parecía tan feliz y... tan confiada en el futuro. Hablaba muy bien de usted y de su esposo; estaba muy agradecida por todo lo que hacían por ella.
—Gracias —dijo la señora Castevet.
—Es muy amable diciéndonos eso —añadió el señor Castevet—. Nos alivia un poco.
El policía inquirió:
—¿No sabe usted nada más de ese hermano, excepto que está en la Marina?
—Nada más —contestó Rosemary—. Me parece que no le tenía mucho cariño.
—Será fácil dar con él —opinó el señor Castevet—. El apellido Gionoffrio no es corriente.
Guy puso de nuevo su mano sobre la espalda de Rosemary y ambos se dirigieron hacia la casa.
—Estoy tan asombrada y lo he sentido tanto —dijo Rosemary a los Castevet.
Guy declaró:
—Ha sido una pena. Es algo...
La señora Castevet le interrumpió para decirle:
—Gracias.
El señor Castevet dijo algo largo y sibilante de lo cual sólo pudieron comprender «sus últimos días».
* * *
Subieron en el ascensor.
—¡Pobrecilla! ¡Pobrecilla! —iba diciendo Diego, el ascensorista.
Se quedaron mirando, muy tristes, a la puerta del 7-A, que ahora parecía fantasmal, y recorrieron lentamente el ramal del pasillo hasta su propio apartamento. El señor Kellogg, del 7-G, atisbó detrás de su puerta encadenada y preguntó qué había ocurrido allá abajo. Se lo dijeron.
Se sentaron en el borde de su cama durante unos minutos, especulando sobre las razones que habría podido tener Terry para suicidarse. Sólo si los Castevet dijeran algún día lo que había escrito en la nota —convinieron—, podrían saber de seguro lo que la había empujado a esa muerte violenta, de la que casi fueron testigos. Pero aún sabiendo lo que decía la nota, observó Guy, puede que no se enteraran de toda la verdad, porque parte de ella quizá estuviera más allá de la comprensión de Terry. Algo la había empujado a las drogas y algo la había empujado al suicidio. Lo que fuera, tal vez ya era demasiado tarde para saberlo.
—¿Recuerdas lo que dijo Hutch? —preguntó Rosemary—. ¿Sobre que aquí había más suicidios que en otros edificios?
—¡Vamos, Ro! —exclamó Guy—. Eso de la «zona de peligro» son tonterías, cariño.
—Pero Hutch lo cree.
—Bueno, pero siguen siendo tonterías.
—No quiero imaginar lo que va a decir cuando se entere de esto.
—No se lo digas —sugirió Guy—. Segurísimo que no lo va a leer en los periódicos.
Aquella mañana había comenzado una huelga en los periódicos de Nueva York y corrían rumores de que podía durar un mes o más.
Se desnudaron, se ducharon, continuaron una partida interrumpida del juego de las letras, se cansaron de ello, hicieron el amor, y hallaron leche y un plato de macarrones fríos en el refrigerador. Poco antes de que apagaran las luces, a las dos y media, Guy se acordó de llamar al servicio telefónico de encargos y se enteró de que le habían concedido un papel en un número comercial de la radio, para los vinos
Cresta Blanca
.
Él estuvo pronto dormido, pero Rosemary quedó despierta a su lado, viendo el rostro de Terry convertido en pulpa y su único ojo contemplando el cielo. Sin embargo, al cabo de un rato, se imaginó en el colegio de Nuestra Señora. La hermana Agnes estaba gesticulando con el puño ante ella, destituyéndola de la jefatura del segundo piso. «¡A veces me pregunto cómo has llegado a ser jefa de algo!», le decía. Un golpe en el otro lado de la pared despertó por un momento a Rosemary, y la señora Castevet dijo: