La Semilla del Diablo (11 page)

BOOK: La Semilla del Diablo
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Rosemary durmió un poco, y entonces entró Guy y comenzó a hacerle el amor. La acarició con ambas manos, una larga y gustosa caricia que comenzó en sus muñecas atadas, se deslizó por sus brazos, pechos y caderas, y se convirtió en un voluptuoso cosquilleo entre sus piernas. Repitió la excitante caricia una y otra vez, con manos cálidas y de uñas afiladas, y entonces, cuando ella estuvo dispuesta-dispuesta-más-que-dispuesta, le deslizó una mano bajo sus nalgas, las elevó, alojó su dureza contra ella, y la empujó dentro poderosamente. Él era más grande que nunca; doloroso, maravillosamente grande. Se apoyaba sobre ella, con su otro brazo deslizándose bajo su espalda para sostenerla, su amplio pecho aplastando sus senos. (Él llevaba puesta, porque debía de ser un traje de etiqueta, una armadura de cuero áspero). De modo brutal y rítmico, empujaba su nueva enormidad. Ella abrió sus ojos y vio ojos amarillos como hornos, olió azufre y raíz de tanis, sintió un aliento húmedo en su boca, oyó gruñidos de lujuria y la respiración de espectadores.

«Esto no es un sueño —pensó ella—. Es algo real que está ocurriendo.» La protesta surgió en sus ojos y garganta; pero algo cubrió su rostro, empapándola con un hedor dulzón.

La enormidad siguió penetrando en ella, el cuerpo correoso golpeando contra ella una y otra vez.

* * *

El Papa entró con una maleta en su mano y un abrigo sobre su brazo.

—Jackie me ha dicho que has sido mordida por un ratón —dijo.

—Sí —contestó Rosemary—. Por eso no fui a verle —ella habló tristemente, de modo que él no sospechara que ella había tenido un orgasmo.

—No te preocupes —le dijo—. No queríamos que arriesgaras tu salud.

—¿Estoy perdonada, Padre? —preguntó.

—Totalmente —le contestó. Alargó su mano para que ella le besara el anillo. En medio tenía una bola de filigrana de plata de menos de una pulgada de diámetro; dentro de ella, muy diminuta, Ana María Alberghetti estaba sentada, esperando.

Rosemary la besó y el Papa salió apresuradamente para tomar su avión.

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[
1
]
Juego de palabras intraducible entre “mousse” (espuma) y “mouse” (ratón). (N. del T.)

9

—¡Eh, tú! ¡Son más de las nueve! —exclamó Guy, sacudiéndola por el hombro.

Ella apartó la mano de él y se volvió, hundiendo su rostro en la almohada.

—Cinco minutos.

—No —dijo él, tirándole del pelo—. Tengo que estar con Dominick a las diez.

—¡Pues fastídiate!

—¡Vete a la porra! —le contestó él, y le dio un azote en el trasero.

Todo volvió de nuevo: los sueños, las bebidas, las natillas de chocolate de Minnie, el Papa, aquel horrible momento en que no soñaba. Se volvió y se incorporó, apoyándose en sus brazos, mirando a Guy. Estaba encendiendo un cigarrillo, con cara soñolienta, y necesitando un afeitado. Él estaba en pijama. Ella estaba desnuda.

—¿Qué hora es? —preguntó ella.

—Las nueve y diez.

—¿A qué hora me dormí? —se sentó en la cama.

—A eso de las ocho y media —contestó él—. Y no es que te durmieras, cariño; es que te desmayaste. A partir de ahora tomarás cócteles o vino, no cócteles y vino.

—He tenido unos sueños muy raros —dijo ella frotándose la frente y cerrando los ojos—. El presidente Kennedy, el Papa, Minnie y Roman... —abrió sus ojos y vio arañazos en su pecho izquierdo; dos líneas rojas paralelas finas como un cabello que le bajaban por el pezón. Sus muslos le escocían; apartó la sábana que los cubría y vio más arañazos, siete u ocho que iban de acá para allá.

—No me grites —dijo Guy—. Ya me las he cortado.

Y le enseñó unas uñas suaves.

Rosemary se le quedó mirando sin comprenderlo.

—No quise perderme la Noche del Bebé —explicó él.

—¿Quieres decir que tú...?

—Me partí un par de uñas.

—¿Mientras yo estaba desmayada?

Él asintió haciendo una mueca.

—Fue divertido —dijo—. En sentido necrófilo.

Ella apartó la mirada, y se volvió a tapar con la sábana.

—Soñé que alguien estaba... violándome. No sé quien. Alguien... inhumano.

—Muchas gracias —repuso Guy.

—Tú estabas allí, con Minnie y Roman, y otras personas... Era una especie de ceremonia.

—Traté de despertarte —explicó él—; pero habías perdido del todo el conocimiento.

Ella se apartó un poco más y volvió sus piernas hacia el otro lado de la cama.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Guy.

—Nada —contestó ella, sentándose, sin volver la cara para mirarlo—. Tiene gracia que lo hayas hecho así, mientras yo estaba inconsciente.

—No quise perder la noche.

—Podíamos haberlo hecho esta mañana o esta noche. Ese no era el único momento en todo el mes. Y aunque lo hubiera sido...

—Pensé que te gustaría que lo hiciera —se excusó él, pasándole un dedo por la espalda.

Ella se escabulló.

—Se supone que eso ha de ser compartido, no con uno despierto y la otra dormida —le dijo—. ¡Oh! Ya sé que soy tonta.

Se levantó y fue al lavabo en busca de su bata.

—Siento haberte arañado —confesó Guy—. Quizá me excedí.

Ella preparó el desayuno y cuando Guy se hubo ido, fregó los platos y arregló la cocina. Abrió las ventanas de la sala y el dormitorio (el olor del fuego de la noche anterior aún persistía en el apartamento), hizo la cama y se duchó; una larga ducha, primero con agua caliente y luego con fría. Se quedó inmóvil, sin gorro de baño, bajo el chorro de agua, esperando que se le aclarara la cabeza y los pensamientos se le ordenasen.

¿Había sido la noche pasada realmente, como Guy lo había dicho, la Noche del Bebé? ¿Estaría ella en este momento de veras embarazada? Cosa extraña, no le importaba. Se sentía desgraciada, fuera o no una tonta. Guy había hecho uso del matrimonio sin su conocimiento, le había hecho el amor a su cuerpo inerte («fue divertido, en sentido necrófilo»), y no a la persona completa, mente y cuerpo, que ella era; y había hecho eso, además, con un deleite salvaje que le había producido arañazos y magulladuras que le dolían, y una pesadilla tan real e intensa que casi podía ver en su vientre los dibujos que Roman había trazado en él con aquella extraña varita mojada en rojo. Y como resentida, se frotó vigorosamente con jabón. Cierto que él había hecho aquello por el mejor motivo del mundo: hacer un bebé, y cierto que él había bebido tanto como ella; pero a ella le habría gustado que ningún motivo ni ningún número de vasos le hubieran permitido hacerle el amor de esa manera, tomando sólo su cuerpo mientras su ser, su alma o su feminidad estaban ausentes, cualquiera de las tres cosas que él amara. Y ahora, evocando las pasadas semanas y meses, sintió la inquietante presencia de señales dominantes más allá de la memoria, señales de una disminución del amor que él sentía por ella, de una disparidad entre lo que decía y lo que sentía. Él era actor; ¿podía saber nadie cuándo un actor estaba diciendo la verdad o estaba actuando?

Necesitaría algo más que una ducha para borrarse todos esos pensamientos. Cerró el grifo, y con ambas manos, se escurrió su cabellera chorreante.

Al salir para ir de compras llamó al timbre de la puerta de los Castevet y devolvió las copas de las natillas.

—¿Le gustaron, querida? —preguntó Minnie—. Creo que puse demasiada crema de cacao.

—Estaban deliciosas —contestó Rosemary—. Tendrá que darme la receta.

—Con mucho gusto. ¿Va de compras? ¿Querría hacerme un pequeño favor? Tráigame seis huevos y un paquete de Instant Sanka; ya le pagaré luego. Detesto salir a comprar sólo por tan poca cosa. ¿No le importa?

* * *

Ahora había cierto distanciamiento entre ella y Guy; pero él parecía no darse cuenta de ello. Su obra iba a ensayarse el día primero de noviembre. Se titulaba:
¿No la conozco a usted de algo?
, y él pasaba la mayor parte de su tiempo estudiando su papel, practicando el uso de las muletas y de los aparatos ortopédicos que requería, y yendo a Highbridge, en el Bronx, donde estaba el local en que se ensayaría la obra. Cenaban con amigos las más de las noches, y cuando no, hablaban de muebles y de la huelga de los periódicos, que parecía que ya iba a terminar, o del campeonato de béisbol, procurando dar a su conversación un tono natural. Fueron al ensayo de un nuevo número musical y al rodaje de una nueva película, a fiestas y a la inauguración de la exposición de construcciones de metal de un amigo. Guy nunca le miraba a la cara, y siempre tenía los ojos fijos en un guión, el televisor o lo que fuera. Él se iba a la cama y se dormía antes de que se acostara ella. Una noche él se fue a casa de los Castevet a que Roman le contara más historias teatrales, y ella se quedó en el apartamento, contemplando
Cara Divertida
por televisión.

—¿No crees que deberíamos hablar de lo nuestro? —le preguntó ella a la mañana siguiente, durante el desayuno.

—¿Hablar de qué?

Se le quedó mirando; él puso cara como si de veras no supiera nada.

—De las conversaciones que hemos tenido últimamente —dijo ella.

—¿Qué quieres decir?

—Que ni siquiera me has mirado a la cara.

—¿De qué estás hablando? Pues claro que te he mirado.

—No, no me has mirado.

—Sí. Cariño ¿qué te pasa? ¿Qué es todo esto?

—Nada. No importa.

—No. Dímelo. ¿De qué se trata? ¿Qué es lo que te preocupa?

—Nada.

—Mira, cariño. Ya sé que últimamente he estado muy absorbido con el papel y las muletas y todo ello, ¿no es verdad? Pero bueno, Ro, eso es importante. ¿No lo sabes? Y el que no te esté mirando a cada momento con una mirada apasionada no quiere decir que no te quiera. También tengo que pensar en las cosas prácticas.

Se mostraba confuso, encantador y sincero, como en su papel de vaquero en
Parada de autobús
.

—Muy bien. Siento haber sido tan fastidiosa —declaró Rosemary.

—¿Tú? No podrías ser fastidiosa aunque lo intentaras.

Se inclinó sobre la mesa y la besó.

* * *

Hutch tenía una cabaña cerca de Brewster, donde pasaba a veces los fines de semana. Rosemary lo llamó y le preguntó si podría utilizarla durante tres o cuatro días, quizás una semana.

—Guy está con su nuevo papel —le explicó ella—, y creo que estaría más tranquilo si yo lo dejara solo.

—Es tuya —fue la respuesta de Hutch.

Rosemary fue a su apartamento en la esquina de Lexington y Calle Veinticuatro para recoger la llave.

Entró primero en una salchichería, cuyos dependientes eran amigos suyos de los tiempos en que había vivido en el barrio, y luego subió al apartamento de Hutch, que era pequeño y oscuro, aunque estaba muy ordenado. En él había una foto de Winston Churchill, con dedicatoria, y un sofá que había pertenecido a Madame Pompadour. Hutch estaba sentado descalzo entre dos mesitas de bridge, cada una con su máquina de escribir y montones de papeles. Su costumbre era escribir dos libros a la vez, siguiendo con el segundo cuando se atascaba con el primero, y volviéndose hacia el primero cuando no sabía cómo continuar el segundo.

—Es una idea que se me ha ocurrido de pronto —dijo Rosemary, sentándose en el sofá de Madame Pompadour—. Me di cuenta el otro día de que jamás he estado sola en mi vida, por más de unas pocas horas. Creo que pasar sin nadie tres o cuatro días será para mí un cielo.

—Una oportunidad para sentarse tranquilamente y descubrir quién eres; dónde has estado y a dónde vas.

—Exacto.

—Muy bien; puedes dejar de forzar esa sonrisa —le dijo Hutch—. ¿Te ha tirado él alguna lámpara a la cabeza?

—Él no me ha tirado nada —dijo Rosemary—. Es un papel muy difícil; un muchacho paralítico que pretende que ya se ha acostumbrado a su invalidez. Tendrá que trabajar con muletas y aparatos ortopédicos en las piernas, y, claro está, preocupado y... y preocupado.

—Ya veo —dijo Hutch—. Bueno, cambiemos de tema. El
News
traía un amable resumen el otro día de todo lo que había ocurrido durante la huelga de los periódicos. ¿Por qué no me dijiste que había habido otro suicidio en la Casa Feliz?

—¡Oh! ¿No te lo dije? —preguntó Rosemary.

—No, no me lo dijiste.

—Era alguien que conocíamos. La joven de que te hablé; la que había sido adicta a las drogas y fue rehabilitada por los Castevet, ese matrimonio que vive en nuestro piso. Estoy segura de haberte hablado de eso.

—La chica que bajaba al sótano contigo.

—Eso es.

—Pues no acabaron de rehabilitarla, al parecer. ¿Vivía con ellos?

—Sí —contestó Rosemary—. Nos hemos hecho muy amigos de ellos desde que ocurrió eso. Guy va a verlos de vez en cuando para que le cuenten historias de teatro. El padre del señor Castevet fue un productor hacia principios de siglo.

—No me habría imaginado que Guy se interesara por ellos —comentó Hutch—. ¿Son una pareja mayor?

—Él tiene setenta y nueve; ella unos setenta.

—Es un apellido muy extraño —dijo Hutch—. ¿Cómo se escribe?

Rosemary se lo deletreó.

—No lo he oído nunca —declaró él—. Supongo que será francés.

—El apellido puede que sí, pero ellos no lo son —explicó Rosemary—. Él es de aquí y ella es de un pueblo de Oklahoma llamado Bushyhead
[1]
, lo creas o no lo creas.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Hutch—. Utilizaré eso en uno de mis libros. En ése. Ya sé dónde ponerlo. Y ahora dime, ¿cómo piensas ir a la cabaña? Necesitarás un auto, supongo.

—Alquilaré uno.

—Llévate el, mío.

—¡Oh, no, Hutch! No podría.

—Llévatelo, por favor —insistió Hutch—. Todo lo que hago es moverlo de un lado al otro de la calle. Por favor. Me ahorrarás muchas molestias.

Rosemary sonrió:

—Muy bien —dijo—. Te haré un favor llevándome tu coche.

Hutch le dio las llaves del coche y de la cabaña, le hizo un mapa improvisado de la ruta, y le mecanografió una lista de instrucciones concernientes a la bomba, el refrigerador y una serie de posibles emergencias. Luego se puso los zapatos y la chaqueta y bajó con ella hasta donde estaba el auto, un viejo Oldsmobile azul claro.

—La documentación está en el compartimiento de los guantes —le explicó—. Por favor, considérate en libertad de permanecer allí todo el tiempo que quieras. No tengo planes inmediatos para el coche ni para la cabaña.

—No pienso estar más de una semana —le contestó Rosemary—. Guy puede que no quiera que esté allí ni siquiera eso.

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