La Semilla del Diablo (4 page)

BOOK: La Semilla del Diablo
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Rosemary y Guy no vieron ni la menor señal de las hermanas Trench, Adrián Marcato, Keith Kennedy, Pearl Ames o sus posteriores equivalentes. Dubin y DeVore eran homosexuales; todos los demás parecían gente corriente.

Casi todas las noches podían oírse los berridos con acento del Medio Oeste, que venían del apartamento que (Rosemary y Guy llegaron a comprenderlo), había sido en su origen la parte delantera mayor del suyo propio.

—¡Pero es imposible estar cien por ciento seguros! —argüía aquella mujer—. ¡Si quieres saber mi opinión, no debemos decirle a ella nada! ¡Esa es mi opinión!

Un sábado por la noche, los Castevet celebraron una fiesta, con una docena de personas que hablaban y cantaban. Guy se durmió fácilmente, pero Rosemary estuvo despierta hasta las dos, oyendo cánticos desafinados y poco musicales, y una flauta o clarinete que daba la lata.

* * *

La única vez que Rosemary recordaba los recelos de Hutch y se inquietaba por ellos era cuando bajaba al sótano para ir a lavar la ropa, cada cuatro días más o menos. El montacargas parecía descompuesto (pequeño, sin ascensorista y dado a repentinos crujidos y temblores), y el sótano era un lugar espectral, con pasillos de ladrillo, que una vez estuvieron blanqueados, donde las pisadas susurraban distantes, puertas que no se veían se cerraban de golpe, y neveras desechadas estaban de cara a la pared, bajo brillantes bombillas en sus jaulas de alambre.

Rosemary recordaba que era ahí donde habían encontrado un bebé muerto envuelto en periódicos, no hacía mucho tiempo. ¿De quién sería el niño? ¿Cómo murió? ¿Quién lo había encontrado? ¿La persona que lo dejó fue descubierta y castigada? Pensó en ir a la biblioteca y leer la historia en periódicos viejos, como Hutch había hecho; pero eso haría todo más real y más horrible de lo que ya era. Saber el sitio donde el niño había yacido, tener quizá que pasar por su lado camino de la lavandería y de nuevo al regresar al montacargas, habría sido insoportable. Pero decidió que la ignorancia parcial era ceguera parcial.
¡Maldito Hutch y sus buenas intenciones!

El cuarto de las lavadoras habría parecido apropiado en una prisión: paredes de ladrillo humeantes, más bombillas en sus jaulas, y filas de profundos fregaderos dobles en cubículos de hierro. Había lavadoras y secadoras que funcionaban arrojando una moneda, y, en la mayoría de los cubículos con candado, lavadoras de propiedad particular. Rosemary bajaba los fines de semana o después de las cinco. Los primeros días de la semana, un grupo de lavanderas negras planchaba y chismorreaba, y, de repente, se quedaban calladas cuando ella entraba, intrusa sin querer. Les había sonreído y tratado de ser invisible; pero las negras no volvían a decir palabra y ella se sentía torpe y opresora de negros.

Una tarde, cuando ella y Guy llevaban en la Bramford poco más de dos semanas, Rosemary estaba sentada en el cuarto de las lavadoras a las cinco y media, leyendo el
New Yorker
y esperando añadir líquido reblandecedor al agua para enjuagar, cuando entró una joven de su edad, una chica morena con rostro de camafeo, que era, como Rosemary creyó comprender con un sobresalto, la actriz Ana María Alberghetti. Llevaba unas sandalias blancas, pantalones cortos negros, y una blusa de seda color albaricoque y traía la ropa en una cesta de plástico amarillo. Saludó con un gesto a Rosemary y luego, sin mirarla, se dirigió a una de las lavadoras, la abrió y comenzó a arrojar dentro ropa sucia.

Ana María Alberghetti no vivía en la Bramford, que Rosemary supiera; pero podía muy bien estar de visita en casa de alguien y estaba ayudando a los quehaceres domésticos. Sin embargo, al mirarla más de cerca, Rosemary se dio cuenta de que estaba equivocada; la nariz de aquella joven era demasiado larga y afilada y había otras diferencias de expresión y porte menos definibles. Sin embargo, el parecido era bastante notable, y Rosemary se dio cuenta, de repente, de que la chica la estaba mirando con una sonrisa embarazosa e interrogativa, al lado de la lavadora cerrada y llena.

—Lo siento —se excusó Rosemary—. Pensé que usted era Ana María Alberghetti. Si no, no me habría quedado mirándola. Perdone.

La joven se sonrojó y sonrió, mirando al suelo.

—Eso pasa muchas veces —dijo—. No tiene por qué excusarse. La gente se ha estado creyendo que yo soy Ana María desde que yo era, bueno, una niña, cuando ella comenzó su carrera con
Aquí viene el novio
—se quedó mirando a Rosemary, aún sonrojada, pero ya sin sonreír—. Yo no creo tener ningún parecido con ella. Soy hija de padres italianos, como ella, pero no hay parecido físico.

—Pues yo creo que lo hay, y bastante —contestó Rosemary.

—Debe de haberlo —dijo la chica—. Cuando todo el mundo me lo dice... Pero yo no lo veo. Me gustaría que lo hubiera, créame.

—¿La conoce usted? —inquirió Rosemary.

—No.

—Como ha dicho «Ana María», pensé...

—¡Oh, no! Es que yo la llamo de esa manera. Creo que es de hablar tanto de ella con todo el mundo —se secó la mano en su pantalón corto y se adelantó, alargándosela con una sonrisa—. Me llamo Terry Gionoffrio —dijo—. Si quiere se lo deletreo.

Rosemary sonrió a su vez y le estrechó la mano.

—Soy Rosemary Woodhouse. Somos inquilinos recientes —explicó—. ¿Lleva mucho tiempo aquí?

—No soy inquilina de esta casa —contestó la chica—. Estoy con los señores Castevet, en el séptimo piso. Soy su huésped, bueno, una especie de huésped, desde junio. ¿Los conoce usted?

—No —contestó Rosemary, todavía sonriendo—; pero nuestro apartamento está al lado del de ellos. Antes era su parte trasera.

—¡Dios mío! —exclamó la joven—. Ustedes son la pareja que se ha mudado al apartamento de la vieja. La señora... La anciana que se murió.

—Gardenia.

—Eso es. Era muy amiga de los Castevet. Le gustaba cultivar hierbas y cosas por el estilo y se las llevaba a la señora Castevet para sus guisos.

Rosemary asintió.

—Cuando vimos por primera vez el apartamento —dijo—, había una habitación llena de plantas.

—Y ahora está muerta —dijo Terry—. La señora Castevet tiene un invernáculo miniatura en la cocina y también cultiva plantas.

—Perdone, tengo que echar reblandecedor —explicó Rosemary. Se levantó y sacó la botella de la bolsa que estaba sobre la lavadora.

—¿Sabe usted a quién se parece? —le preguntó Terry; y Rosemary, destapando el bote, inquirió:

—No ¿a quién?

—A Piper Laurie.

Rosemary se rió.

—¡Oh, no! —dijo—. Tiene gracia que diga eso, porque mi esposo solía salir con Piper Laurie antes de que nos casáramos.

—¿No bromea? ¿En Hollywood?

—No, aquí —Rosemary virtió un poco de reblandecedor. Terry destapó la lavadora y Rosemary le dio las gracias y arrojó dentro el reblandecedor.

—Su esposo ¿es actor? —preguntó Terry.

Rosemary asintió, complacida, tapando la botella.

—¿No bromea? ¿Cómo se llama?

—Guy Woodhouse —contestó Rosemary—. Actuó en
Lutero
y
Nadie quiere un albatros
, y trabaja mucho para la televisión.

—¡Vaya! Yo me paso el día viendo televisión —confesó Terry—. ¡Apostaría a que lo he visto!

En alguna parte del sótano se rompió un cristal; un bote que se había roto o un cristal de ventana.

—¿Qué es eso? —exclamó Terry.

Rosemary se encogió de hombros y miró inquieta hacia el pasillo de entrada a la lavandería.

—Odio este sótano —confesó.

—Yo también —declaró Terry—. Me alegro de que usted esté aquí. Si estuviera sola estaría muy asustada.

—Probablemente algún chico de reparto que ha dejado caer una botella.

Terry dijo:

—Escuche, nosotras dos bajamos aquí regularmente. Su puerta está cerca del montacargas, ¿verdad? Si yo llamo al timbre de su puerta, podríamos bajar juntas. Podríamos llamarnos primero por teléfono.

—Eso sería estupendo —dijo Rosemary—. Detesto venir aquí abajo sola.

Terry se echó a reír alegremente, pareció buscar palabras, y luego, aún riendo, dijo:

—Tengo un amuleto de la buena suerte que a lo mejor nos sirve para las dos —se abrió el cuello de su blusa y sacó una cadenita de plata, mostrando a Rosemary al final de ella una bolita de plata de filigrana, un poco menos de una pulgada de diámetro.

—¡Qué preciosa! —exclamó Rosemary.

—¿Verdad que sí? —preguntó Terry—. La señora Castevet me la regaló anteayer. Tiene una antigüedad de tres siglos. La rellenó con una cosa que ella cría en su pequeño invernáculo. Es buena suerte, o al menos se supone que la da.

Rosemary miró más atentamente al amuleto que Terry sostenía entre el pulgar y el índice. Estaba relleno con una sustancia esponjosa, de un color pardo verdoso, que pugnaba por salirse por entre el calado. Un olor amargo hizo que Rosemary retrocediera. Terry volvió a reír de nuevo.

—El olor, desde luego, no me gusta —dijo—; pero espero que sirva para algo.

—Es un amuleto muy bonito —declaró Rosemary—. Jamás he visto otro igual.

—Es europeo —explicó Terry. Apoyó una cadera contra una lavadora y admiró la bola, girándola a un lado y otro—. Los Castevet son la gente más maravillosa del mundo, sin excepción —dijo—. Me recogieron en la acera; así, tal como suena. Yo andaba por la Octava Avenida y ellos me trajeron aquí y me adoptaron como si fueran mis padres. O mis abuelos, mejor dicho.

—¿Estaba usted enferma? —preguntó Rosemary.

—Eso es decirlo con palabras suaves —dijo Terry—. Yo estaba medio muerta de hambre y drogada, y hacía muchas cosas de las que ahora me avergüenzo cuando pienso en ellas. Los señores Castevet me rehabilitaron por completo, me sacaron del vicio, me alimentaron y vistieron de limpio. Ahora no hay nada en el mundo que me parezca bastante bueno para ellos. Me han proporcionado toda clase de alimentos sanos y vitaminas, ¡incluso hacen que un médico me haga reconocimientos regulares! Todo eso porque ellos no tienen hijos. Soy como la hija que nunca tuvieron, ¿comprende?

Rosemary asintió.

—Al principio pensé que ellos quizá tuvieran un motivo oculto —dijo Terry—. Que me querían tal vez para una cosa de tipo sexual, para él o para ella. Pero en realidad han sido conmigo como abuelos. Nada de lo otro. Dentro de poco me van a matricular en una escuela de secretarias y cuando pueda les pagaré. Sólo tengo tres años de escuela superior; pero creo que lo podremos arreglar —volvió a meter la bola de filigrana en su blusa.

—Es agradable saber que hay gente así —dijo Rosemary—. Se oye hablar tanto de apatía y de personas que temen complicarse la vida...

—No hay muchos como los señores Castevet —dijo Terry—. Si no fuera por ellos, ahora estaría muerta. La pura verdad. Muerta o en la cárcel.

—¿No tiene a nadie de familia que le pudiera ayudar?

—Un hermano en la Marina. Contra menos hable de él, mejor.

Rosemary pasó la ropa lavada a una secadora y aguardó con Terry a que la de ésta estuviera lista. Hablaron del papel ocasional de Guy en
Otro mundo
(«¡Seguro que lo recuerdo! ¿Estás casada con él?»), del pasado de la Bramford (del cual Terry no sabía nada), y de la próxima visita a Nueva York del papa Pablo VI. Terry era católica, como Rosemary, aunque ya no era practicante; sin embargo, estaba ansiosa por obtener una entrada para la misa papal que habría de celebrarse en el Yankee Stadium. Cuando su ropa estuvo lavada y secándose, ambas jóvenes se dirigieron juntas al montacargas y luego subieron hasta el séptimo piso. Rosemary invitó a Terry a ver su apartamento; pero Terry preguntó si podría ir luego, ya que los Castevet cenaban a las seis y ella no quería llegar tarde. Dijo que llamaría a Rosemary por teléfono a última hora de la tarde, para que pudieran bajar juntas a recoger su ropa seca.

Guy estaba en casa, comiéndose el contenido de una bolsa y viendo una película de Grace Kelly.

—Esas ropas deben de estar bien limpias —fue su único comentario.

Rosemary le contó lo de Terry y los Castevet, y que Terry le recordaba por su actuación en
Otro mundo.
Él fingió no dar importancia a la cosa, pero en el fondo le complació. Se sentía deprimido por la posibilidad de que un actor llamado Donald Baumgart le arrebatara un papel en una nueva comedia que ambos habían leído por segunda vez aquella tarde.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Mira que llamarse Donald Baumgart? Su verdadero nombre es Sherman Peden, pero se lo cambió.

Rosemary y Terry recogieron sus ropas respectivas a las ocho, y Terry entró con Rosemary para conocer a Guy y ver el piso. Se sonrojó ante Guy, quien la abrumó con floridos cumplidos, y trayéndole bandejas y encendiéndole cerillas. Terry jamás había visto antes el apartamento; la señora Gardenia y los Castevet habían reñido poco antes de su llegada, y, después, la señora Gardenia sufrió el coma del que nunca salió.

—Es un apartamento precioso —dijo Terry.

—Lo será —declaró Rosemary—. Aún no lo tenemos ni la mitad de amueblado.

—¡Ya lo tengo! —gritó Guy dando una palmada. Y señaló triunfalmente a Terry—: ¡Ana María Alberghetti!

4

Trajeron un paquete de la casa Bonniers, regalo de Hutch: un alto cubilete de madera de teca, con una raya de color naranja brillante, de los que se usan para los cubitos de hielo. Rosemary le telefoneó en seguida para darle las gracias. Él había visto el apartamento después de que se fueran los pintores; pero no desde que ella y Guy se hubieran mudado. Ella le contó lo de las sillas que debían haber traído ya hacía una semana y lo del sofá, que no lo traerían hasta dentro de un mes.

—Por amor de Dios, no penséis ahora en agasajar a nadie —dijo Hutch—. Cuéntame que tal va todo.

Rosemary se lo contó, contenta de poder darle detalles.

—Pues los vecinos no parecen anormales —explicó—. Bueno, hay un par de homosexuales; pero eso son anormales normales. Al otro lado del pasillo, frente a nosotros, hay una pareja muy simpática, los Gould, que tienen una finca en Pensilvania donde crían gatos persas. Podremos tener uno en cuanto queramos.

—Hacen pipí.

—Y hay otro matrimonio al que aún no conocemos, pero que recogió a una chica que se había dado al vicio de las drogas, y con la que hemos hecho amistad. Ellos la curaron completamente y la van a matricular en una escuela de secretarias.

—Parece como si os hubierais mudado al País de las Delicias —dijo Hutch—. Estoy encantado.

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